Hace tiempo que el agua de la bañera se ha quedado fría, hace tiempo que se me ha arrugado la piel y ha aparecido una sensación molesta en los dedos de las manos, aunque eso no es lo que ha hecho de este baño un baño desagradable; lo ha sido desde el principio, el agua estaba demasiado caliente y me ha dado dolor de cabeza y el cuello sin la toalla que suelo usar no encajaba bien en el borde de la bañera. No sé cuándo el agua ha pasado de estar ardiendo a estar helada, tampoco sé cuánto tiempo ha pasado desde que mamá nos bañaba en la pila de piedra de la cocina, esa pila desangelada, enorme y que siempre estaba fría, como el agua de la bañera ahora. Todos los viernes sucedía lo mismo en aquella cocina, nos desnudaba a los tres y me metía la primera en la pila mientras mis hermanos esperaban sentados en una silla con la toalla alrededor, yo era ya demasiado grande para aquello, pero mamá era una mujer muy práctica y le daba igual lo que yo pensara, le daba igual que entrara Carmen, la vecina, cuando yo estaba allí, desnuda, mal encajada en esa pila grande que a mí se me había quedado pequeña. Mamá usaba una esponja que raspaba y nos frotaba el pelo con una pastilla que olía a sopa de verduras, pero que nos dejaba el pelo muy limpio y brillante; Carmen y mamá hablaban al lado de la pila mientras el chorro de agua se iba enfriando, mientras a mí me duele el cuello y el agua ya no tiene espuma y tú sigues sin venir y no sé por qué me he empeñado en darme este baño cuando hace semanas que no me hueles la piel. No me da la gana cerrar los ojos, no quiero evadirme de este momento, no quiero recordar más la pila, ni esas tardes de viernes, ni a mamá y Carmen hablando como si nada, pero cuando me quiero dar cuenta estoy pensando en otras aguas, en el agua de los aspersores aquel verano en casa de Maripili, el mejor verano de mi vida; su casa me daba igual, me daba igual que fuera enorme y tuviera dos plantas y tres cuartos de baño y no hubiera pilas de piedra ni una vecina que se llamaba Carmen, lo único que me gustaba era tostarme al sol y luego saltar entre los aspersores todos los días a las nueve de la noche, cuando aún no era de noche y todavía seguíamos con el bañador puesto y saltábamos como insectos locos y gritábamos como la hermana mayor de Maripili y sus amigas cuando se preparaban para salir de fiesta. El agua de los aspersores no estaba tan fría, pero nosotras hacíamos como que estaba tan fría, tanto como el de esta bañera de la que no sé por qué no puedo salir, sí, sí lo sé, quiero que vengas a casa, quiero que vengas al baño y me saques, quiero que vengas a mi piel fría y arrugada y me toques como me tocaba ese chico que conocí aquel verano en la piscina y que no me hablaba ni me miraba, tampoco yo le habla a él ni lo miraba, solo estábamos pendientes el uno del otro y cuando uno se metía al agua el otro iba discretamente detrás y allí, rodeados de niños gritones y madres gritonas y padres gritones, nos tocábamos los pies sin mirarnos, apoyados en el borde de la piscina con la vista hacia ningún lado y con un calor en el cuerpo que no se pasaba hasta el cabo de muchas horas. Él, él, él me tocaba los pies con sus pies y el agua era cálida y yo quería besarlo, quería que él me besara, que me dijera que era guapa y que mi bikini era precioso y que cómo me llama y dónde vivía y si quería quedar luego para dar una vuelta o ir al parque, pero él solo me tocaba los pies y yo me quedaba clavada en el borde de la piscina haciéndome un poco de daño en los brazos, que a veces se me raspaban. ¿Era esa sensación como la de estos dedos arrugados y dolientes de esta tarde que nunca acaba? No voy a pensar eso tan estúpido de si me quedo quieta nada pasa, si me quedo quieta vienes, si me quedo quieta los dedos se me ponen suaves como los de aquel chico de la piscina que desapareció un día como tal vez te hayas evaporado tú. Me gustaría cabrearme, que la ira me hiciera sacar los brazos de la bañera y golpear con fuerza el agua fría y que salpicara y se saliera y mojara la tapa del váter y las paredes y me empapara las mejillas, como cuando llovía en esa ciudad de mi infancia y yo odiaba llevar paraguas y odiaba mojarme y odiaba que la gente no odiara la lluvia porque no hay nada divertido que la lluvia te cale el pelo, porque la lluvia no son los aspersores de la casa de dos plantas y tres cuartos de baño de Maripili, la lluvia no es divertida por mucho que a veces salga en las películas gente en medio de la calle con los brazos abiertos y dando vueltas sobre sí misma como si estuviera celebrando algo. El agua fría no hace ni puta gracia, por eso no me gustaba saltar en los charcos, ni siquiera cuando conseguí que mamá me comprara esas botas de agua amarillas con un borde de tela azul marino con un cordón que se ceñía a la pierna y se suponía que evitaba que te entrara el agua y te mojara los pies, los pies que me tocaba él en la piscina donde no había barro ni frío, solo un ardor de primavera aunque fuera verano y aunque suene cursi. Pero yo en esta bañera fría y sin espuma pienso y digo lo que me la gana, sobre todo cuando tú no estás y no temo decir nada que pueda molestarte porque cuando uno no está es como si no existiera y entonces puedes decir y hacer lo que te apetezca, que para eso tengo los dedos arrugados y el cuello dolorido y por eso mismo no entiendo por qué me salen estas lágrimas ni quién les ha dado permiso para asomar si yo solo quiero estar seca y entre tus brazos. Las lágrimas no pegan con un baño, aunque ese baño sea un baño de mierda con agua helada y sin espuma; no es lo mismo llorar en la ducha, donde todo va para abajo, las lágrimas y el agua que cae sobre tu cabeza y arrastra esas gotas un poco saladas que se mezclan con el agua dulce y hacen que te quedes vacía y llena a la vez y donde no te da vergüenza llorar, no solo porque no te ve nadie sino porque en la ducha todo está permitido y se va por el desagüe aunque siempre se te queden cosas dentro y tú sigas sin venir y yo siga llorando cuando no quiero llorar sino reír, reír, reír mucho como cuando papá me salpicaba la cara con el agua bendita a escondidas de mamá, que siempre estaba vigilante y a la que no le hacía nada de gracia porque con el agua bendita no se juega. Pero tú no jugabas exactamente, solo metías un poco los dedos y me salpicabas dos o tres gotitas y yo me tapaba la boca para no reírme y que mamá no nos pillara aunque siempre nos pillaba. La risa no tiene nada que ver con el llanto porque yo no estoy llorando de risa, sino llorando por no sé por qué. Y son tan saladas las lágrimas que con los ojos cerrados me creo que estoy en el mar, un mar muy frío y salado que te deja los labios agrietados y los dedos arrugados como los tengo yo ahora, un mar que va y viene y viene y va y nunca está quieto como esta agua que parece una lápida de la que me es difícil escapar a no ser que haga algo loco como sacar los brazos como témpanos y empezar a dar golpetazos y salpicar por todas partes como en esos charcos que nunca pisé con las botas amarillas con la banda azul marino por encima, como los aspersores de la casa de dos plantas y tres baños de Maripili, como las gotas de agua bendita de papá que me hacían tanta gracia, y echarme a reír tanto que tenga que incorporarme y quitarme las lágrimas de risa con los dedos como pasas y con el pie soltar sin darme cuenta el tapón y que todo se vaya para abajo, vete a saber dónde y quedarme allí unos segundos sin ti, sin agua y darme cuenta de que no pasa nada, no pasa absolutamente nada. Y echarme a reír de nuevo y volver a soñar con los pies del verano en una piscina no tan lejana y salir de la bañera y chuparme los dedos arrugados y ponerme un albornoz y jurar que nunca, nunca, nunca volveré a meterme en una bañera como esa.