A Elvira no le gustan los hospitales. Los detesta. Odia su olor, sus ruidos, su calor excesivo, reconcentrado, sin ventilar. Ella, que lo primero que hace cuando se levanta es abrir bien las ventanas para que entre el aire, sea el que sea. Carmen, su vecina, dice que es aire contaminado, que el aire de la ciudad está sucio, que lo ha oído en la radio, pero a Elvira le da igual, es aire, al fin y al cabo. Entra por las ventanas y quita el olor a viejo. Su propio olor, el de Manuel, el de los muebles, el del parqué desgastado. Todo está viejo en la casa. El aire rancio vuelve por la tarde y se acentúa por la noche, por eso por la mañana lo primero que hace es abrir.
Le ha preguntado a Manuel si ventila por las mañanas y él dice que sí, pero sabe que es mentira. Nunca lo ha hecho y menos ahora que ella está en el hospital. Se lo ha dicho también a sus hijos, que pasen algún día para dar una vuelta a la casa, para ver que todo está en orden, para regar las plantas. Para airear. Ojalá lo pudiera hacer ella. Se levantaría de la cama, atravesaría el pasillo, cogería el ascensor y saldría a la calle. Así, en pijama, y, si hiciera falta, con alguno de los tubos que lleva colgados. Daría igual, todo con tal de respirar un poco de aire fresco y volver a su casa. Pero sabe que eso no es posible. La acaban de operar de la cadera, a ella que en casi setenta años no ha estado nunca ingresada, salvo cuando tuvo a sus hijos. Una mujer fuerte que de repente un día se cae y se rompe la cadera. Se sulfura solo de pensarlo. No da crédito.
Trata de moverse, pero le duele. Le duele todo, como si de pronto su cuerpo se hubiera hartado de ella, de sus paseos, de su manía de subir y bajar los cinco pisos andando, y hubiera decidido caerse, así, en mitad de la calle y dejarla ahí plantada, como una vieja estúpida que ahora se ve atada a la cama de un hospital que aborrece. La operación ha ido bien, dicen sus hijos. Faltaría más, piensa. Solo han pasado cuatro días de la intervención y ya no puede soportar más ese trajín de médicos y enfermeras. De hijos que la van a visitar cariacontecidos, temerosos, como si se fuera a morir de un momento a otro y no supieran qué hacer después. De su vecina Carmen, que ha ido todos los días a verla a las cuatro en punto, como si fuera una cita, y que se queda toda la tarde. Debe creerse que hace falta.
En cuanto se queja del dolor ahí está Manuel, que se ha erigido en el médico jefe. No le gusta esta actitud de su marido. Nunca ha pintado nada. Tan poco que durante treinta y un años ha estado ausente de su vida. Siempre estaba liado con la carpintería, de vez en cuando había encargos que debía acabar por la noche. A veces se quedaba a dormir en el taller, eso decía, que había mucho trabajo. Esas veces se convirtieron en muchas veces, hasta que terminó por desaparecer, dejándola con tres hijos y una casa hipotecada. Treinta y un años durante los que casi no le dio tiempo a echarlo de menos. Todo era demasiado costoso y cansado. El trabajo en la residencia con esas chicas que daban tanto quehacer y que lo dejaban todo tirado, parecían de todo menos universitarias, y su casa, llena de hijos, de novios y novias que iban y venían. Siempre había mucho movimiento en la casa, quizás por eso no se había dado cuenta de que los años pasaban deprisa. Los hijos se fueron marchando, y aunque Marta había vuelto de forma intermitente llegó un día en que se vio cenando sola delante de tele con su bandeja. Y sintió que no se estaba tan mal.
Hasta que Manuel volvió. Todavía le parece mentira. Ya llevan tres años viviendo en la misma casa, como una pareja que retoma la convivencia después de una crisis, solo que la crisis duró más de tres décadas y que cuando regresó ella tenía sesenta y seis años y Manuel setenta y uno y ni un duro en el bolsillo. Eso estaba claro. Nunca lo tuvo y cuando sucedía no le duraba. Siempre le gustó invitar. A mariscadas, a copas, a lo que fuera. Los chicos del taller temían ese momento porque nunca sabían cuándo iban a cobrar y comían el marisco con angustia, sabiendo que, seguramente, se estaban tragando su propio salario. No porque Luis fuera su hijo corría mejor suerte. Era otro más, con la diferencia de que cuando cobraba sabía que tenía que guardar una parte para cuando su padre se lo pidiera. Y no daba para todo, claro. Para salvar a su padre de sus constantes bancarrotas, para echar una mano a su madre, para salir con Susana. Ni pensar en independizarse.
Llega el carro de las comidas, no hace falta que nadie se lo diga. Lo ha olido hace rato y ya siente asco. Una mujer como ella, que ha comido lo que se podía en cada momento, sin reparar en la calidad, solo en que cuanto más fuera mejor. Saciar un cuerpo como el suyo, ahora algo más que rotundo, nunca había sido fácil, y desde que las cosas mejoraron, desde que sus hijos de fueron marchando definitivamente, no sabía premiarse mejor que con comida. Se sentaba delante de la tele con su bandeja y comía. Feliz. Ella, la comida y la tele. Lo había seguido haciendo en los últimos años, aunque menos. Aprovechaba cuando Manuel salía o iba a casa de alguno de sus hijos y se plantaba delante de la tele con su bandeja. Luego la dejaba en la mesita y se recostaba en el sofá hasta quedarse dormida con el sonido del concurso. Por eso no entiende cómo le puede dar tanto asco la comida del hospital. Manuel coloca la bandeja en la inestable mesa y levanta la tapa. Hay un cuenco con algo espeso y verde, un filete empanado, ondulante y seco, un trozo de pan y una manzana. Echa la cabeza para atrás y la ladea mirando hacia la cortina que la aísla de la compañera de al lado. No quiere verla. No quiere saber cómo se llama ni por qué está ingresada, aunque lo sabe, claro. Las horas de visita se convierten en un repaso pormenorizado de todos los males.
Manuel empieza a sacar los cubiertos del plástico y dice que tiene buena pinta, que huele muy bien. No se lo cree, pero lo dice. Y lo hace con esa voz que se le ha puesto desde que la operaron, como si estuviera risueño de una forma forzada y quisiera mostrar autoridad, como si con él nada malo pudiera pasar y dijera: «Tranquila, lo tengo todo bajo control». Le acerca el cuenco de puré y lo remueve con la cuchara, como si fuera una niña pequeña. Elvira, no sabe por qué, ha empezado a no soportar a Manuel desde que está ingresada. Todo le molesta. Su perfume, el mismo que lleva usando toda la vida, ese bigote tan pasado de moda, el cinturón demasiado apretado, las manos tan limpias, sus caramelos de café, ese remover las monedas del bolsillo del pantalón. Incluso ese canturreo suave que emite cada vez que nota que hay demasiado silencio.
Pero Manuel no se da cuenta. Manuel es ahora un hombre solícito que cuida a su vieja y enferma esposa. No sabe qué le da más asco, si esto o la comida. Mete la cuchara en el tazón y coge una cucharada. Elvira lo aparta de un manotazo y Manuel se la queda mirando perplejo, el puré le ha manchado la manga de la camisa. Pero no le dura mucho. Enseguida se rehace, se limpia con la servilleta y dice que tiene que comer, que se tiene que reponer cuanto antes. Y Elvira sonríe por primera vez en varios días. Así que era eso. Su egoísmo de siempre. ¿Habrá calculado hasta cuándo le van a durar las camisas limpias y planchadas y los víveres de la nevera y de la despensa? Y también por primera vez siente que no se está tan mal en el hospital, allí no tiene que hacer nada, tiene la tele, tiene una bandeja y tiene comida. Lo que sucede es que no es lo mismo. Nada es lo mismo e ignora si lo va a poder seguir siendo. Se lo ha estado preguntando. Si volverá a caminar como antes, si se quedará coja y tendrá que usar un bastón, o, aún peor, uno de esos andadores horribles en los que apoyan algunos viejos de su barrio.
Y todo eso cuando acabe la rehabilitación, ahora todo lo arreglan con ejercicios. Elvira dice que no piensa comerse eso, como tampoco se ha comido lo de los otros días. Y entonces Manuel saca de una bolsa un paquete de jamón serrano y le pone un bocadillo con el pan de hospital. Y él, parapetado tras la cortina (si no lo hubiera hecho), empieza a tomarse el puré y el filete. Elvira no quiere mirarlo, no quiere ver cómo come y menos aún esa comida que le repugna. Es capaz de comerse cualquier cosa antes de tener que preparase algo. Elvira se toma el bocadillo de lado, mirando hacia la cortina, y llena la cama de migas. Luego Manuel pela la manzana y la parte en gajos. Uno se lo da a ella y otro se lo come él. Así todo el rato, como si fueran novios, como si estuvieran de picnic en lugar de en aquella asfixiante habitación donde el techo parece cada vez más bajo y donde la ventana está rota y solo tiene una pequeña abertura por donde se cuela un hilo de aire que ella trata de captar sin demasiado éxito.
Su casa. Sus ventanas grandes, abiertas. Sus cortinas ondulantes. Sus plantas. Su bandeja. Su tele. Su sofá. Vuelve a preguntar a Manuel si ha ventilado la habitación por la mañana y él miente de nuevo. Elvira no sabe por qué lo hace, por qué insiste en preguntar algo tan absurdo si no es para poder regodearse al ver cómo Manuel se incomoda ligeramente al contestar con una voz que por unos momentos pierde ese tono altanero de los últimos días y adquiere el matiz plano de siempre. «No te preocupes, todo está bien —dice—. Los chicos están pendientes». Como siempre, piensa, siempre están pendientes, incluso cuando solo los ha llamado cuando ha necesitado dinero o cuando le operaron de cataratas o cuando lo dejó la mujer que lo mantenía y ya no pudo pagar el alquiler de su apartamento y tuvo que pedir auxilio porque ya se había gastado el dinero que obtuvo cuando vendió el taller. Y ninguno se lo negó. Ni ella misma se lo negó. Y esto, ahora que está postrada en la cama de un hospital, de repente le parece extraño. Que una mujer que se había acostumbrado a vivir sola, a disfrutar de su jubilación con paseos y comida servida en la bandeja, que no dependía de sus hijos, salvo cuando sus hijos la necesitaban a ella para cuidar de algún nieto, de pronto hubiera acogido a un hombre arruinado que vuelve a su casa como si regresara de unas vacaciones.
Claro que las cosas no habían vuelto a ser igual. Elvira aparta la bandeja con el brazo, sacude un poco las migas, se sube la sábana hasta la barbilla y trata de hundir más la cabeza en la almohada. Se niega a que Manuel le mueva la cama. No la quiere ni más alta ni más baja. No la quiere de ninguna manera. Tampoco quiere la tele y esto la asombra. Solo desea que Manuel desaparezca, y se lo dice. Le dice que necesita descansar, que se baje a la cafetería a tomar un café o mejor aún que se vaya a casa, enseguida vendrá Carmen y no necesita nada. La enfermera entra en la habitación para tomar la temperatura y dejarle unas medicinas en un vasito de plástico. Pregunta a Elvira cómo se encuentra y es Manuel quien contesta que bien, pero que con dolores. La enfermera da por buena esta respuesta y sale en busca de un calmante más. Elvira no puede más y esconde la cabeza debajo de la sábana. Si pudiera se levantaría y le daría a Manuel con el libro que tiene en la mesilla en la cabeza o con cualquier cosa, da igual. Un buen golpe, sí señor. Lo dejaría sin sentido y se quedaría callado, al menos por un rato. Igual hasta lo mandaban a casa para que hiciera reposo durante varios días. No es una mala idea, piensa. La enfermera regresa con otra pastilla y ella se las toma todas de golpe con agua. Luego vuelve a meter la cabeza debajo de la sábana. Piensa qué ha sucedido para verse así. Dolorida, sin poder moverse, con miedo a no poder volver a caminar como antes, y con un marido que ahora habla por ella. Permanece en la misma postura, enfrentándose a su propio aliento hasta que oye cómo Manuel dice que bueno, que se va a casa un rato, pero que luego vuelve. «No hace falta», piensa. Pero con tal de quedarse sola un rato todo lo demás le es indiferente. Solo cuando oye que la puerta se cierra se atreve a sacar la cabeza. Respira aliviada y hasta nota el hilo de aire que entra por la ventana. La señora de la cama de al lado ronca y resopla. «Qué indigno —piensa—, tengo que marcharme a casa cuanto antes. Y luego, cuando esté recuperada del todo, echar a Manuel de casa». No quiere que sus hijos tengan que cargar con él, pero ya buscará una solución. Necesita volver a estar sola, no quiere seguir oliendo ese perfume, ni ver ese bigote absurdo, ni planchar más camisas de rayas. No quiere tener que esperar a que él se vaya para sentarse en el sofá con su bandeja delante de la tele. Ni quiere hacer como si fueran un matrimonio cualquiera que los domingos va a comer a casa de sus hijos, ni dar un paseo por el barrio a media tarde y menos aún tomar juntos una caña en el bar, aunque pongan esas croquetas de jamón tan ricas. Ya no soporta pensar que tiene que limpiar de pis el baño cada vez que entra ni que seguir ventilando su habitación y la de Manuel, porque eso sí lo tenía claro, que cada uno estaría en una habitación. Ella, en la que fue la de los dos al principio, y él en el cuarto de Luis.
La irritación deja paso al cansancio y Elvira se queda dormida. Sueña que está en una ciudad, una ciudad con canales, y ella está montada en una pequeña embarcación que está a la deriva. Alguien la acompaña, quizá su hija Marta o su nieta Adriana, y ella trata de manejar la barca para enderezarla. Luego es de noche y ella está flotando en el agua. Contempla el cielo oscuro y piensa que pronto tendrá frío y que debe buscar una manera de llegar a la orilla. Pero no tiene miedo. Su hija, quizá su nieta, también está en el agua. De pronto aparece un gigante con unos enormes zapatos de payaso que hacen que sus pies sean aún más grandes y ella pide ayuda. Siente que están salvadas, pero el gigante es un ser malvado que trata de ahogarla o de matarla. De alguna forma llega a la orilla y cuando se siente a salvo se da cuenta de que el gigante está agrediendo a su hija o a su nieta. Ella coge un palo y la emprende a golpes con ese gigante hasta que lo vence. Y entonces se despierta, agotada, sudorosa. No sabe si ha hablado en alto. Quiere levantarse, meterse debajo de la ducha y dejar que el agua caliente borre el sueño, la caída, la operación, y, como sabe que no puede, que ahora es una vieja convalenciente, le dan ganas de arrancarse los tubos y de tirar todo lo que hay encima de la mesa, pero lo único que hace es ponerse a llorar, bajito, para evitar que su compañera la oiga y se atreva a preguntarle cómo se encuentra o incluso llegue a llamar a una enfermera. Así que llora sin hacer ruido, tapada de nuevo por las sábanas. Está segura de que, si ahora aparece Manuel, porque finalmente ha decidido quedarse en el hospital para tomarse un café en lugar de marcharse a casa, le va a decir que se vaya, pero no de la habitación ni del hospital. Que se vaya de su casa, que se vaya de su vida.
En estos momentos no logra comprender cómo le pudo parecer normal dejar entrar en el piso a un hombre que la había abandonado sin ningún remordimiento, que durante tantos años se había dedicado a gastar dinero y a vivir a costa de los demás, de las mujeres, de sus hijos, de algunos colegas. Ella, que era una especie de hormiga luchadora que siempre había sacado para todos, y que tal vez no había dejado de estar enamorada de alguna forma de un embaucador que desde hacía tres años dormía en la habitación de al lado y que se despedía de ella con un beso en la mejilla. No se había atrevido a ir a más. Debía haberse dado cuenta de que era una barrera que no podía pasar. Elvira sabe que de vez en cuando se sigue acostando con mujeres y entonces siente envidia, siente asco, siente rabia, y aunque alguna vez ha estado a punto de abrirle la puerta de su cuarto al final no lo ha hecho. Ahora se pregunta si el gigante del sueño es Manuel o si es ese miedo repentino y desconocido hacia la muerte que se ha despertado en ella durante los últimos días.
Pero Manuel no aparece. La que abre la puerta es una auxiliar con un celador que se lleva a su compañera para que le hagan una prueba. Elvira escucha los ruidos que hace el hombre al mover la cama y cuando cierran la puerta vuelve a sacar la cabeza de debajo de la sábana. Busca un paquete de clínex y se suena la nariz. «Qué gusto, por fin sola». Se acuerda de Rosa, que durante tantos años ha sido su vecina hasta que sus hijos decidieron que no se valía por ella misma, vendieron el piso y la metieron en una residencia. Rosa, a la que va a visitar poco porque no aguanta el ambiente de la residencia, aunque no sea de las peores, pero con la que habla a menudo. Rosa se queja poco, pero su voz es cada vez más débil, siempre ha sido una mujer muy buena. Le da pena Rosa. Y se da pena ella misma ahora. Decide llamarla, contarle lo que le ha pasado, la caída absurda, la operación y la angustia que siente porque no sabe lo que va a venir después. Rosa está acostumbrada, todos los días ve viejos que entran y salen, algunos llegan por primera vez, otros salen para una visita, para una operación, y otros lo hacen para no volver definitivamente. Suspira y da una palmada en la cama. Ignora por qué no hace más que pensar en cosas así cuando nunca se ha arrugado frente a ningún problema.
Abre el cajón de la mesa y busca el móvil con la mano, no puede girarse, así que va sacando uno por uno los objetos que encuentra. Sus gafas de cerca, unos caramelos de miel y limón, otro paquete de pañuelos, el libro que le trajo ayer su hija Inma y que todavía no ha empezado a leer. Trata de estirar más el brazo por si el teléfono se ha ido hacia el fondo del cajón, pero sus dedos no se topan con nada más. Elvira mueve la cabeza hacia los lados con fuerza, da un puñetazo en el colchón y dice «mierda» tres o cuatro veces y luego «qué asco, por dios, qué asco». Le gustaría seguir diciendo más veces «mierda» y «qué asco», pero la puerta se abre de nuevo. Ahora es una enfermera que se acerca a tomarle la tensión y la temperatura. Tiene ganas de decirle a esa chica demasiado pintada que por qué no descansan un poco y dejan a los enfermos en paz, que lo que ellos necesitan es un poco de calma, por favor, dejar de abrir y cerrar la puerta, dejar de entrar a traer medicamentos, comprobar si hay fiebre, hacer las curas, más pruebas y de nuevo más pastillas, otra vez la tensión, y así sin parar, una y otra vez. Es para volverse loco. La enfermera ni la mira mientras maneja los aparatos, solo comprueba el nivel de orina en la bolsa —otra humillación más— y se dispone a salir cuando Elvira le pide por favor que mire dentro del cajón para ver si el móvil se ha ido hacia el fondo. La enfermera lo hace y mueve la cabeza. «No hay nada». Y se va.
Elvira se pregunta cómo es posible que no haya nada, si el móvil estaba ayer en el cajón porque su hijo Luis lo abrió para coger un par de llamadas. Intenta incorporarse, aguantándose los dolores, para ver si el móvil está en el suelo, por si se hubiera caído o por si alguien lo hubiera puesto a cargar. Solo ve sus zapatillas, y se vuelve a recostar. Piensa que quizás esté en el armarito metálico pegado a la pared, pero eso no arregla nada. Ella lo quiere ahora, quiere hablar con Rosa, desahogarse, comportarse como una vieja quejica y un poco histérica. Decirle a su querida Rosita que ahora la comprende mejor, que tiene muchas ganas de verla, que en cuanto salga lo primero que va a hacer es ir a visitarla. Puede que hasta le cuente que ha empezado a odiar a Manuel y que quiere echarlo de casa, aunque seguramente eso se lo calle, conoce a Rosa y sabe lo que ella va a decir. «Por dios, Elvira, cómo se te ocurren esas cosas y menos ahora según estás». De pronto se le ocurre que puede ingresar a Manuel en la residencia de Rosa, a ella siempre le ha gustado, incluso puede que haya estado un poco enamorada de él, con ese brío, ese bigote, ese permanente olor a perfume, ese «qué guapa, Rosa, tu marido tiene que estar bien contento» y ese ligero rubor de ella. No le parece mala idea. Quizá en la residencia hagan buenas migas, se cojan de la mano, incluso se den un besito en los labios y paseen por el jardín. Manuel le contará todas sus batallas, todas las locuras que ha hecho en la vida, y ella se reirá por lo bajo diciendo «ay, Manuel, Manuel, siempre fuiste muy osado». La residencia es cara, pero está dispuesta a vender su piso, el mismo por el que ha luchado toda su vida porque era lo único que la hacía sentirse segura, para poder pagarla. Tampoco le parece mala idea ahora vivir en otro sitio más pequeño, quizás un bajo. Elvira sonríe. «Un bajo, desde cuándo he pensado yo en cambiar de casa para irme a vivir a un bajo, sí que estoy mal, sí». La idea, en cambio, la reconforta. Se imagina un piso pequeño, a ser posible en el barrio. Se llevará algunas cosas y otras las pondrá nuevas, así ya no olerá tanto a viejo. Piensa en unas cortinas blancas, en una televisión más grande, en una bandeja nueva de madera, y en su sofá, ese sí que lo llevaría porque es donde mejor se sienta y se siente, aunque ahora con la cadera…
Mueve otra vez la cabeza y se queda adormilada de nuevo. Deben ser los medicamentos, piensa cuando se despierta con el ruido que hace la puerta al abrirse. Es su compañera, que regresa de la prueba. A partir de aquí, todo se convierte de nuevo en un trajín, ahora es la merienda, algo que le parece menos repulsivo, al menos las galletas saben a galleta y el yogur a yogur. Prescinde del café con leche o de las infusiones. Oye cómo su vecina sorbe una de estas dos cosas y se tapa los oídos con las manos. Se dice a sí misma que le tiene que pedir a alguno de los chicos que le traiga unos tapones para evitar escuchar los ruidos y los quejidos de su compañera y así de paso poder ponérselos cuando esté delante Manuel o cualquier otro con el que no le interese hablar. Incluso piensa que se los puede colocar a todas horas, igual así piensan que está afectada por los calmantes y la dejan en paz. Pero por ahora eso no sucede. No acaba de terminarse el yogur cuando entra Carmen con todo su perfume y toda su charlatanería. Lo del perfume deberían prohibirlo en los hospitales, con un detector en la entrada o algo así. «Usted se ha echado colonia, no puede pasar». Qué de gente se evitaría en los pasillos y qué tranquilidad ganarían los enfermos y el personal.
De momento, Carmen no estaría aquí y ahora. Carmen es una buena vecina, una buena persona, casi una amiga, a base de años de encontrarse a todas horas en la puerta, en el portal, en el mercado, en la calle ha pasado a ser otra figura permanente en su vida. Carmen tiene un marido, pero Carmen se aburre. Ramón pasa horas viendo la tele y escuchando la radio y cuando no hace ninguna de estas dos cosas se dedica a resolver sudokus y sopas de letras, y eso a Carmen la exaspera. Por eso sale tanto a la calle, no le importa bajar al mercado dos veces al día si hace falta o a por algo de la droguería o a ponerle tapas a los zapatos o a visitar a su hija o a alguna vecina o cualquier cosa que se le ocurra con tal de salir de su casa y no aguantar el sonido de la tele o de la radio, o, lo que es peor, el ruido que hace Ramón al comer. Lo sabe porque Carmen lo cuenta todo y cuando pasa a su casa alguna tarde que Manuel no está, porque ella no lo soporta, no se deja nada en el tintero. Elvira conoce, a su pesar, todas las intimidades de Ramón, cosas que no quisiera saber y que a veces logra olvidar acerca de su vecino. Menos mal que, como apenas sale, lo ve poco, así todo queda más abstracto.
Carmen ya ha sacado una cajita de pastas y se las ofrece a Elvira, que coge dos de las que tienen mermelada por dentro, sus preferidas. «Mañana traigo un termo con un poco de café, el que ponen aquí está malísimo, lo sé de cuando me operaron de la vesícula ¿te acuerdas? A mí no se me olvida, imposible, así que mañana lo dicho, me vengo con el termo y unas tazas y nos tomamos tan a gusto un cafetito caliente como dios manda. Qué calor hace aquí por dios y qué mala cara tienes, Elvi, parece que estás muriendo. No es así, ¿no? Avísame que a mí estas cosas me impresionan mucho y ya lo que me faltaba quedarme sola en el relleno con el amargado de Ramón y el donjuán pasado de moda de tu marido. Ya me estoy viendo cómo llama al timbre para pedir algo, este, aunque no nos tragamos, es capaz de cualquier cosa con tal de pillar un plato caliente y no hacer nada, si es que de verdad, Elvi, que todavía no sé cómo pudiste volver a meterlo en tu casa, con lo a gusto que estabas tú sola, bueno, que esto ya lo hemos hablado más veces, pero como es algo que no me entra en la cabeza pues nada, iba yo a…».
Elvira hace rato que se ha comido sus dos pastas y le apetece otra más, pero no tiene fuerzas ni ganas de interrumpir a Carmen. Cómo echa de menos esos tapones, le dan ganas de coger un pañuelo de papel disimuladamente y hacer dos bolitas para metérselas en los oídos. «Mañana te traigo también un poco de colorete y laca, que vaya pelos que se te han quedado. Te doy unos brochazos y listo, se te quita esa cara mustia que se te ha puesto, que ya sabes que a mí me gusta ayudar y por ti, vamos, lo que haga falta. Yo es que no me descuido, ya sabes, que a Ramón le da igual, como si me pinto la cara de azul, este con tal de tener el plato de lentejas y hacer esa cosa ridícula de pasatiempos… ay que ver, pero cómo es posible que este hombre haya decaído tanto, ¿te acuerdas de cuando solíamos ir a Benidorm cada vez que podíamos?, ¡qué bailes y qué bien que lo pasábamos!, dile tú ahora de hacer un viaje, vamos es capaz de inventarse hasta una enfermedad y ya se lo he dicho muchas veces, mira que un día se me cruzan los cables y me voy ¿eh?, a casa de mi hija o al pueblo si hace falta, pero vamos que me voy, este no sabe quién es Carmen…».
Elvira ha ido dejando de escucharla poco a poco, sin darse cuenta, y cuando abre los ojos no hay nadie en la butaca, pero sabe que su vecina no se ha ido del hospital porque está ahí su chaqueta. Seguramente ha salido a hablar con alguien en el pasillo cuando ella se ha vuelto a adormilar. La paz no dura tanto porque ahora quienes llegan son sus hijas. De nuevo las preguntas de qué tal estás, qué tal la temperatura, te han hecho alguna prueba, ha pasado el médico, dónde está papá… Les agradece el esfuerzo porque sabe lo que cuesta ir al hospital después de trabajar estando tan lejos, pero cómo decirles que no vengan, si ya lo intentó el otro día y casi se enfadan. Ahora oye más voces, debe ser una visita de la señora de al lado. Demasiada gente en una habitación tan pequeña y muy poco aire para compartir. Elvira pide a Marta que intente abrir un poco más la ventana, pero no hay manera, así que se limita a abandonarse aún más en la cama, desde hace un rato no tiene dolores, debe de ser el calmante que le han dado, así que pierde la noción de su cuerpo y se concentra en controlar la ira y el cansancio que suben como ráfagas desde el estómago. Se acuerda otra vez de Rosa y manda a su hija que abra el cajón y busque el móvil. Nada. Que mire en el armario o en su bolso. Nada.
La entrada de Carmen en la habitación es como una bomba. Elvira cree que todo está a punto de explotar. Literalmente. Solo la llegada de Manuel podría empeorar las cosas. Todo el mundo habla, todo el mundo comenta, todo el mundo pregunta. Por favor, que entre una enfermera y los eche a todos. Pero esto es algo que no hace falta. La repentina aparición de Manuel ha hecho que Carmen coja la chaqueta y el bolso apresuradamente y se vaya sin darle ni siquiera un beso. Hasta las visitas de la compañera parecen haberse marchado de golpe cuando él ha llegado. También Inma se va, tiene que preparar la cena para los niños y la comida para mañana. Al cabo de un rato Marta pregunta a su padre si sabe dónde puede estar el teléfono. Es entonces cuando Manuel, ufano y con toda la naturalidad del mundo, dice que claro que lo sabe si lo ha cogido él para que nadie la molestara, que últimamente él tiene que estar en todo. Elvira no se desmaya porque son más fuertes las ganas de matarlo allí mismo. Pero matarlo de verdad, coger la palanca metálica de subir la cama y darle fuerte en la cabeza, una y otra vez. Así se acabarían los problemas, ese perfume que ahora la ahoga y le da arcadas, ese mover las monedas del bolsillo del pantalón, esa voz meliflua que se la ha puesto, ese bigotillo remilgado, esa prepotencia ridícula, ese «tranquilos que aquí estoy yo», cuando toda su vida ha sido un jeta y una carga para todos. Elvira lo ve tirado en la butaca, con la cabeza sangrando, muerto por fin, y no entiende por qué sigue hablando y por qué su hija le mira con esa mezcla de cariño y orgullo.
No sucede nada más. Manuel no añade nada y ni siquiera hace ademán de sacar el móvil para entregárselo y Marta da por zanjado el asunto, como si lo único que pudiera preocupar a su madre es que alguien le hubiera robado el teléfono. Es entonces cuando su decisión se vuelve irrevocable, tozuda, definitiva. Va a echar a Manuel de casa. Va a volver a estar sola. Con esta nueva y refrescante idea en la cabeza, Elvira se relaja, ahora todo lo que está pasando y lo que tenga que venir después, hasta que ella pueda regresar a su piso, está en un segundo plano. Ya no tiene por qué atormentarse, solo pensar en los detalles.
Los días pasan despacio en el hospital, el aire sigue escaseando y las visitas siendo más de las que a ella le gustaría, pero Elvira respira tranquila, hay un brillo en su mirada que todos creen que se debe a que se está restableciendo. Parecen aliviados, hasta su hija Inma se lo dice, que estaban un poco asustados los primeros días, que parecía que se había echado años encima y que ahora tiene otra cara, menos angustiada, con la piel más tersa. Elvira sonríe y asiente. Sigue hablando poco, no tiene mucho que decir y se limita a informar de todo lo relacionado con la rutina del hospital y los pequeños avances que va consiguiendo. Hoy me han levantado un rato, ya me han retirado casi todos los calmantes, si no pasa nada esta ha sido la última prueba que me hacen, me han cambiado de compañera, parece tranquila, no molesta…
Desde que tomó su decisión se toma toda la comida del hospital, no quiere que Manuel le traiga nada y menos aún que se la coma, así tiene que bajar a la cafetería y ese rato que le ahorra su presencia. El que más le gusta que vaya es su hijo. Luis no pregunta apenas, no se queda demasiado tiempo y se limita a observar. La observa durante mucho rato, tanto que a veces Elvira ladea un poco la cabeza para evitar que averigüe lo que está tramando, aunque Luis no es de esos. Luis es buena persona, así lo define Elvira, un buen chico que se ha juntado con una buena chica. El otro día vinieron los dos cogidos de la mano para decirle que por fin Susana se ha quedado embarazada. Elvira se alegra por ellos y vuelve a pensar que son buena gente.
Se encuentra tan tranquila que un día después de comer y de que Manuel se haya marchado a la cafetería decide correr la cortina. Su compañera es una mujer joven, al menos mucho más joven que ella, tiene mal aspecto, el cutis amarillento y está muy delgada. Parece dormida, así que Elvira duda y cuando está a punto de volver a correr la cortina, la mujer gira un poco la cabeza y se la queda mirando fijamente. Seguramente ha estado intentado ponerle cara y ahora necesita hacerse a la idea de su verdadero rostro. Elvira se avergüenza un poco. Piensa que es más vieja y está más gorda de lo que su compañera se habrá imaginado. Sigue con la mano cogida a la tela desvaída de la cortina sin decidirse, cuando la mujer sonríe de forma escueta. «Encantada», dice con una voz suave. «Igualmente», responde Elvira. Parece que están en una fiesta.
Pasan algunos segundos y ninguna de las dos dice nada. Elvira dice: «Ya sabes, si necesitas algo…» y ella contesta que gracias, que necesita muchas cosas, pero que no están de su mano. No lo dice con amargura, ni con resentimiento. Lo dice porque es verdad y Elvira así lo entiende. «Ya ves que viene mucha gente a verme, si te molestan me lo dices y los echo de una patada, así ya tengo una buena excusa para que no vengan tanto. Seguro que Carmen te ha puesto la cabeza como un bombo». «No —contesta—, es muy graciosa y todas las tardes antes de llegar a tu cama, me acaricia el brazo». Después, como si esta conversación la hubiera agotado, cierra los ojos y Elvira no duda en volver a correr la cortina. «Descansa», le dice. Piensa en esa mujer derrotada, y eso le da nuevas fuerzas; luego ella también cierra los ojos y se duerme.
Elvira ha convencido a sus hijos de que lo mejor es que se vaya un mes a la residencia de Rosa para hacer la rehabilitación. Luis no ha puesto reparos y las chicas la han mirado raro, después de todo lo que ha despotricado contra la residencia. Se ven obligadas a decir que no, «por dios, mamá, qué cosas se te ocurren», pero están aliviadas, ella lo sabe, demasiado trabajo tenerla en casa y llevarla a la rehabilitación y darle conversación para que no se aburra cuando lo único que ellas quieren es acabar de hacer las cosas de casa, que sus hijos se acuesten y meterse en la cama para descansar. Manuel al principio parece asustado, un mes él solo en casa, sin nadie que le planche las camisas, con la nevera medio vacía y la ropa sucia acumulándose por todas partes. Pero luego parece pensarlo mejor y Elvira detecta el cambio en la mirada. Sabe que está dispuesto a ese mes de escasez doméstica con tal de que ella se recupere cuanto antes y lo mejor posible para reanudar la comodidad interrumpida por la caída. Además, debe estar sin un duro, su paga es pequeña y se la ha debido gastar en desayunar, comer y cenar fuera cuando no ha podido acoplarse en casa de ningún hijo. Elvira sonríe y Manuel le devuelve la sonrisa. Debe creerse que ella le está diciendo: «No te preocupes, cariño todo va a ir bien». Evidentemente que va a ir bien.
La residencia resulta desmoralizante, a pesar de la alegría y del cariño de Rosa, que se lo enseña todo como si Elvira no conociera la residencia y como si fuera un hotel de cinco estrellas al pie del Mediterráneo. «Y ves, aquí jugamos a las cartas, todas las tardes un ratito, así se nos hace el día más corto y mira, mira, hay hasta gimnasio, ahí vas a ir tú todos los días para los ejercicios, ¿a qué es agradable?». No es agradable, Rosa lo sabe, pero las dos hacen como que la residencia es un lugar encantador. Huele aún más a viejo que en su casa, pero al menos tiene una habitación pequeña para ella sola y el jardín no está mal. Elvira sabe que hay unos bancos de madera en la parte trasera donde quizás pueda escabullirse todos los días un rato con su libro. La imagen no deja de sorprenderla. Ella, Elvira Ruiz, que ha leído tan poco en toda su vida, y que ahora busca un rato en la residencia, ¡la residencia!, para estar a solas y leer esa novela que Inma le llevó al hospital. No entiende muy bien la historia y a veces se hace un lío con los personajes, por eso va despacio, pero le gusta tener el libro entre las manos, la tranquiliza.
A veces tiene miedo, miedo de volver a caerse, de que la prótesis que le han puesto se mueva de sitio o incluso se rompa, y los ejercicios de rehabilitación están resultando un auténtico suplicio. Cuando se derrumba un poco solo tiene que pensar en Manuel, volver a respirar su perfume antiguo y empalagoso, además del olor de sus caramelos de café, para darse nuevos ánimos y nuevas fuerzas. Entonces retoma los ejercicios y se aplica más todavía. Desde que está en la residencia viene poco a verla, qué buena idea tuvo, está lejos del centro, así que se limita a aparecer solo cuando alguno de los chicos va a visitarla en coche. Cada día tiene peor aspecto. Las camisas están arrugadas y algo sucias y hasta el bigote parece haber perdido algo de lustre. Sus hijos lo tratan con condescendencia y están pendientes de él en todo momento. «Siéntate aquí papá, que da un poco el sol. Igual tienes sed, voy a por un botellín de agua». A ella cada vez la hacen menos caso, como si los papeles se hubieran invertido y fuera a su padre al que hubieran ido a visitar. «Son buena gente —piensa—, buenos chicos, sí señor».
Elvira ya no pregunta a Manuel si ha ventilado la casa, está segura de que no lo hace, y tampoco si tiene lo suficiente para comer o si necesita algo. Al salir del hospital se aseguró de llevarse con ella el móvil y el cargador y habla casi todos los días con Carmen. «Elvi, de verdad que lo hago por ti, mira que te lo digo de verdad ¿eh?, que yo le daba una patada en el culo, pero no soporto que nadie lo pase mal, tú ya me conoces y tampoco me cuesta tanto pasarle un plato caliente de vez en cuando. Eso sí, le mando a Ramón para que no se crea que es cosa mía, y así de paso algunos días consigo que este hombre salga un poco de casa aunque sea para meterse en otra que está a dos metros, pero, chica, algo es algo, qué ganas tengo de que vuelvas, Elvi, lo vamos a celebrar bien a lo grande, con unas buenas raciones de croquetas y lo que se tercie, igual hasta nos animamos con unos pacharanes, ¿te imaginas? Las dos piripis por el barrio y al día siguiente las cotillas poniéndonos verdes, ay qué ganas, esto está muy triste desde que tú no estás, claro que están Mercedes y Julia, pero no es lo mismo, te he contado que…».
Elvira levanta la cara hacia el sol y deja que la verborrea de Carmen se diluya suavemente con la tarde. A veces da pequeños paseos con Rosa o se sientan las dos en el jardín a dejar que pase el tiempo, Elvira con su libro y Rosa con un pequeño transistor. Se ha negado a jugar a las cartas, eso sí que no, así que las amigas de Rosa la miran con cierto desdén. Es todo un mundo, la residencia. Han hecho falta pocos días para darse cuenta de quién manda, «esa, la flaca del vestido amarillo, debe creerse que tiene estilo o algo así, alguien debería decirle que lo único que hace es el ridículo. Prefiero a las clásicas, las de la falda por media pierna y el pelo a medio teñir, las que no hacen ruido y no se meten con nadie». Con esas se junta a veces Elvira en la sala de la televisión o en el comedor, aunque la mayor parte del tiempo que tiene libre después de los ejercicios lo pasa en su habitación o en el jardín cuando no llueve o no hace demasiado frío. Rosa ha dejado de insistir en lo de las cartas, así que aprovecha los breves paseos o el rato de leer y escuchar la radio en el banco para estar con ella. Elvira se imagina perfectamente a Carmen en la residencia, con toda su charlatanería y su desparpajo. La ve organizando rifas o bailes o bingos, incluso promoviendo alguna excursión para los que todavía pueden andar y tienen ganas. Sería una excursión reducida, la mayoría está en sillas de ruedas o utilizan esos espantosos andadores que son los que ayudan a Elvira cuando se fatiga de los ejercicios o no se recupera tan rápido como a ella le gustaría. Solo de pensar en ello se aplica con más ahínco que nunca y hasta le da la sensación de que anda mejor, al menos, más segura.
La última noche ha dormido intranquila. Sus cosas están recogidas desde la tarde anterior, aunque son tan pocas que lo ha hecho enseguida, pero quiere tenerlo todo listo para cuando venga a recogerla Marta. Prefiere que venga ella sola y que Manuel se quede en casa. No sabe cómo se va a desarrollar la escena. La ha imaginado muchas veces, demasiadas desde que tomó la decisión en el hospital y casi siempre ocurre de la misma manera, pero es consciente de que puede cambiar, las personas somos imprevisibles y hasta Manuel, al que cree conocer a fondo, puede reaccionar de forma distinta. Ha barajado desde la ira hasta la súplica o la sumisión. Manuel ya ha demostrado no tener orgullo, sería inviable que un hombre que abandona a su esposa e hijos regrese como si tal cosa a su antiguo hogar más de treinta años después sin sentirse humillado. Pero Manuel no. Él volvió, dio las gracias a Elvira, y se acopló a la rutina diaria sin ninguna resistencia.
Elvira se levanta y mira por la ventana. A esa hora apenas circulan coches y pocas personas caminan por las aceras de camino al trabajo. No quiere volver a meterse en la cama y decide acabar el libro antes de la hora del desayuno. Luego, todo sucede muy rápido. Marta llega antes de tiempo y lo hace acompañada de Manuel. Cuando lo ve Elvira agacha la cabeza y suspira. Se ha puesto una camisa que parece menos sucia y arrugada que quizás haya estado reservando para esa ocasión y en la mano lleva un ramo de rosas rojas. Con la otra remueve las monedas del bolsillo del pantalón. Sonríe de forma un poco estúpida y parece algo encorsetado, inseguro. Elvira siente y piensa muchas cosas a la vez, es incapaz de ordenarlas. Quiere llorar. Llorar por ese ramo de flores. Y gritar. Sería una forma de romper ese silencio que se ha hecho y borrarlo todo. Y al mismo tiempo piensa cómo es posible que no se haya imaginado esta escena, ella que tantas variables ha manejado. Y siente rabia, quizás Manuel haya intuido algo y esa sea su manera de sobornarla.
Se acerca, se deja besar por su hija y por Manuel y coge el ramo de rosas sin decir nada. Marta mira a su padre y le acaricia la espalda, como diciendo «déjala, ya sabes cómo es… estaba deseando salir de aquí y ahora parece que le da pena. Enseguida se le pasa, en cuanto lleguemos a casa». Elvira de despide de Rosa, que ya llora desde hace tiempo. La abraza con fuerza, con tanta que no sabe si la está haciendo daño, pero necesita sentir el contacto de su alma pura. No se queja, no dice nada, solo llora en silencio, encogida en ella misma y diciendo adiós con la mano. Elvira también quiere llorar, no sabía que quería tanto a Rosa, qué cosas se descubren a veces… Dos de las señoras de falda marrón por media pierna se acercan a despedirla y miran con envidia el ramo de flores, mientras su hija dice que se deben dar prisa, que tiene el coche en doble fila. Elvira prefiere sentarse atrás, estar sola durante el trayecto. Apoya la cabeza en el asiento y cierra los ojos, es la única manera de que no le dirijan la palabra. Todavía no sabe si está emocionada, confusa, atemorizada o enfadada. Seguramente varias cosas a la vez y o algo más que no tiene ganas de averiguar.
Marta sube hasta el piso con ellos, pero se despide en la puerta, tiene que volver al trabajo cuanto antes, «luego te llamo, me alegro de que ya estés en casa». Elvira entra en el salón y Manuel deja el ramo de flores encima de la mesa y la bolsa en el suelo. No sabe qué decir. Ella tampoco, se le han borrado de repente todas las escenas, todos los ensayos. Pero el aire reconcentrado, viejo, denso, que hay en el salón, junto con la capa de polvo acumulado son como un resorte. «Mira, Manuel, no me voy a andar por las ramas. Quiero que te vayas de casa, quiero volver a estar sola. Lo llevo pensando muchos días, desde el hospital. Voy a vender el piso y lo que saque lo voy a repartir a partes iguales contigo y con los chicos. Con mi parte tengo más que de sobra para alquilarme un piso pequeño sin tantas habitaciones. Hasta que lo venda puedes irte al pueblo, la casa está vacía, pero arreglada. Tú hace muchos años que no vas, pero la hemos ido mejorando y allí estarás bien hasta que tú también puedas alquilarte algo. Y te prohíbo, te prohíbo, que hasta entonces vayas a casa de ninguno de los chicos. Marta e Inma tienen sus trabajos, sus maridos, sus hijos, su vida. Y Susana está de reposo, no sé si te lo ha dicho Luis, el embarazo tiene esas cosas a veces. Pero no te voy a dar más explicaciones, no hace falta».
Elvira fija la mirada en el ramo de rosas que reposa deslucido en la mesa y se calla. Está colorada y suda, nota las axilas empapadas y tiene mucha sed. Manuel sigue de pie. No dice nada. No hace nada. Solo está ahí y Elvira no es capaz de descifrar su mirada. No está enfadado, tampoco parece sorprendido o decepcionado. Permanecen unos segundos más mirándose en silencio. Elvira ladea un poco la cara y se restriega las manos. Manuel continúa inmóvil hasta que decide darse la vuelta, abrir la puerta de la calle y salir. Elvira suspira y luego llora. No sabe por qué lo hace y, como se siente incómoda, se levanta apoyándose en la mesa baja y sale al pasillo. Todo huele a cerrado, a casa sin ventilar, a viejo. La cocina está más o menos recogida, Manuel no ha debido utilizarla más que lo imprescindible, pero a pesar de eso hay varias tazas y platos en el fregadero. El baño huele a pis. No quiere entrar en el cuarto de Manuel. Abre la puerta de su habitación y enseguida se da cuenta de que, aunque la cama está hecha, tal y como ella la dejó, Manuel ha estado tumbado allí. La colcha tiene unas ligeras arrugas y cuelga un poco más de un lado. Elvira mueve la cabeza hacia los lados y tira con fuerza de la colcha. Luego abre la ventana y agradece que el aire frío de la mañana entre con fuerza. No como en el hospital, que se colaba por una rendija, o en la residencia, donde solo lo podía respirar en el jardín.
Suena el timbre de la puerta y sabe que es Carmen. «Seguro que viene ahora de los recados y que Ramón le ha dicho que nos ha oído llegar». Elvira abre, tiene los ojos todavía un poco llorosos. «Ay, Elvi, si te has emocionado y todo de estar en casa. Pero qué mal huele, oye, mañana mismo cuando Manuel salga a tomarse el aperitivo aquí que me planto con el fairy y los trapos y te lo dejo todo como los chorros del oro, si es que estos hombres no valen para nada, mira qué polvo y ese olor, pero a qué huele, por dios, bueno mejor no pensarlo. Esta mañana he hecho unas lentejitas y cuando se reposen un poco te paso una cazuela, seguro que ese también tiene hambre, y si luego tienes ganas nos bajamos a donde Marisol a tomarnos un café con unas pastitas y mañana mismo lo celebramos, que luego se nos pasan las ganas y no, no puede ser, que no estamos para dejar pasar estas cosas, ¿necesitas algo ahora? ¿Prefieres pasar a casa a comer con nosotros? Ya sabes que Ramón no es la alegría de la huerta, pero chica, es lo que hay… Ay, Elvi, que gusto que estés ya por aquí, te habrán dicho que andes ¿no? Podemos salir por la tarde, a las dos nos viene bien, sobre todo a ti que no es por nada, pero te has cogido bien de kilos en la residencia, pero ¿qué te daban allí, hija?, yo creía que se comía igual de mal que en el hospital, te acuerdas de ese puré verdoso…». Elvira sonríe por primera vez. La verborrea de Carmen la consuela.
Manuel no ha vuelto a comer y Elvira se toma las lentejas y disfruta de ellas, las echaba de menos y Carmen tiene buena mano en la cocina. Luego se tumba sobre la manta de su cama y se queda dormida con la ventana abierta. Cuando se despierta la luz ha cambiado y tiene frío, debería haberse cubierto, a ver si ahora se va a constipar. Se queda quieta, en silencio, intentando descubrir si Manuel ha vuelto. No oye nada, solo el rumor de la tele que debe estar viendo Ramón. Se levanta despacio —ahora todos los movimientos los hace más despacio y con cautela— y se asoma a la puerta, como si fuera una niña pequeña. Recorre sin hacer ruido la casa y se atreve a asomarse a la habitación de Manuel. No ha vuelto. En el baño se arregla un poco el pelo y decide bajar donde Marisol, no quiere estar mucho tiempo en la casa. Ahora le parece demasiado grande y mucho más vieja, además, prefiere evitar a Manuel.
Luego, cuando regresa por la noche, se va directamente al baño. Coge el cepillo de dientes y se los lava en el fregadero. Las tazas y los platos siguen ahí. Luego vuelve al aseo y hace pis de pie tratando de no respirar. En su habitación deja la ventana abierta, pero baja la persiana, aunque se asegura que dejar unas rendijas que permitan pasar el aire. Cuando ya está en la cama, se levanta y echa el pestillo que Manuel puso hace ya tantos años y que nunca le he hecho falta utilizar desde que él se fue. Se mete en la cama y se pone los tapones que usaba a veces en el hospital. No sabe si Manuel va a volver, si mañana, cuando se levante, se lo encontrará en la cocina o en el pasillo. No sabe qué hará si no se va.
Le cuesta mucho dormirse, a veces cree escuchar algún ruido, incluso se quita los tapones dos veces y se los vuelve a poner cuando comprueba que todo sigue en silencio. Luego, por fin, se duerme. Cuando se despierta tiene la sábana y la manta al final de la cama y el camisón se le ha subido hasta la tripa. Es verdad que ha cogido unos kilos y eso no le conviene. Se tapa de nuevo y deja pasar el tiempo hasta que la luz se hace más clara. Se empeña en no quitarse los tapones y levantarse hasta las diez. Manuel lo hace a las nueve, se ha hecho maniático en eso. Después se toma el café que Elvira ha preparado y se baja al bar a desayunar una tostada, allí hecha el rato mientras lee el periódico. Pero hoy no hay café, así que aguanta en la cama y cuando se quita por fin los tapones se da cuenta de que todo continúa en silencio. Se levanta, se pone la bata y entra en el baño a hacer pis. Lo hace otra vez de pie y respirando solo por la boca. Luego pasa por la habitación de Manuel y comprueba que la cama está desecha, pero no hay rastro de él ni de sus cosas.
Se va al salón, abre las ventanas de par en par, mira sus plantas y se sienta en el sofá. Cierra los ojos y siente en el rostro la fuerza del aire que barre todo lo viejo. Y entonces lo vuelve a ver. Lo ha soñado muchas veces. La televisión negra enorme, la nueva bandeja de madera sin barnizar, el sofá recién tapizado de un color claro y las cortinas blancas, que se mueven ligeras, ondulantes, por el suave viento.
«… treinta y un años durante los que casi no le dio tiempo a echarlo de menos…» increíble relato sobre la soledad, el abandono, y la necesidad de compensación del tiempo que juzgamos perdido o entregado sin retorno, sin intercambio. Excelente! Sutil!