Me gusta mucho fingir. No sé si a vosotros os pasa lo mismo. Finjo mucho y bastante bien. Y lo hago de maneras diferentes y a distintos niveles. Podría decirse que soy una fingidora especializada, de alto rango. Una experta, vamos.
Conseguir esto supone muchos años de aprendizaje y de práctica, también de empeño y de constancia. No se puede fingir a ratos ni por épocas, ahora sí, ahora no. Así no funciona, solo resulta exitoso cuando se convierte en un hábito, algo que es inherente a ti, un modus vivandi, casi un juego divertido que cada día se sofistica más.
Quizá os estéis preguntando si todo el mundo es susceptible de convertirse en un buen fingidor y si acaso es necesario. Respondo: no, no todo el mundo logra ser un buen fingidor, y no, no es necesario: es inevitable. Todos lo hacemos de vez en cuando, no nos engañemos.
Un día, cuando eres pequeña, finges que te gusta la comida que prepara la madre de tu mejor amiga; otro día, simulas que te ha gustado el regalo que te han hecho por tu cumpleaños, y otro, que te apetece ir de vacaciones a la playa con tu familia (y así hasta que llega un momento que finges que estás enamorada, por poner un ejemplo).
Diréis que hay que matizar, que eso, en realidad, no es fingir, sino que es tener buena educación, o ser una buena amiga o una buena hija, que son «mentiras piadosas», cosas que no van a ningún lado y que de vez en cuando «hay que hacer». Vale, lo que digáis. Como si queréis utilizar palabras mayores y habláis de «sacrificio» o de «compromiso» o de «deber».
Da igual, es fingir, no os engañéis. A ver si resulta que después de más de cincuenta años fingiendo vais a ser vosotros los mayores fingidores creyéndoos todas esas paparruchas. ¿Fingís que no fingís? ¿Fingís que os creéis que fingir es «necesario» a veces? Muy bien, lo acepto. Os conozco. Conozco la condición humana y aparento que os creo, quedaos tranquilos, lo sé hacer muy bien.
Retomemos. Entonces hemos dicho que empezamos a fingir desde pequeños. Yo, por ejemplo, fingía que me gustaba patinar y que me lo pasaba bomba en el Parque de Atracciones. Me tragaba mis mareos, mis náuseas y mis miedos y gritaba y sonreía como la que más. También fingía que no me asustaban las monjas del colegio y hacía que pareciera que hasta me caían bien. Ponía voz meliflua y un rostro como arrebolado (debajo del que solo había pavor) y me mostraba como una niña dulce y obediente. Por supuesto que me daban miedo y en algunos casos asco, pero eso era algo que no podía aceptar delante de nadie, ni siquiera de mis amigas, aunque todas hacíamos más o menos lo mismo. Tampoco me lo reconocía mí misma porque era algo que se suponía que estaba «mal».
Cuando fui cumpliendo años, y ya en plena adolescencia, empecé a esbozar, casi sin darme cuenta, una pequeña clasificación del fingimiento, a establecer cuándo se debía al miedo, por ejemplo, en el caso de las monjas de mi colegio, o cuándo obedecía a la vergüenza o a la comodidad. Es más fácil fingir que te gusta la comida de la madre de tu amiga que decir que está asquerosa y que tú eso no te lo comes o, si eso os parece excesivo, inventar que has desayunado tarde y mucho y ahora no tienes hambre. O decir que estás enferma u ocupada con un trabajo para el instituto antes que empezar a dar explicaciones de por qué no vas al cumpleaños de una de la clase.
En aquellos años todavía no había descubierto algunos resortes que podían disparar el fingimiento y que averigüé más tarde. Como ya estaba bastante entrenada en este arte y ya había llevado a cabo mi primer «tratado» sobre la cuestión, no me costó nada fingir que me interesaba mi trabajo y que las propuestas de mi jefe me resultaban extraordinarias cuando no geniales. Lo hacía básicamente por interés. Todo era más fácil y resultaba más fluido si hacía que me gustaba el periodismo y más aún (y más difícil por otra parte) que me entusiasmaba redactar noticias sobre el mundo de los medios de comunicación. Ahora me resulta casi hasta gracioso, pero ese fingimiento, que tan buenos resultados me daba, me dejaba agotada al final del día.
Es lo que tiene fingir, al fin y al cabo, es casi como un trabajo, aunque también es verdad que según va pasando el tiempo va costando menos esfuerzo y se convierte en una manera de vivir. De todas formas, no me voy a echar demasiadas flores; es relativamente fácil cuando casi todo el mundo lo hace, por mucho que insistáis en lo contrario.
Entonces, llega un momento en que se transforma en pura diversión. Estás en una fiesta y haces que te lo estás pasando de maravilla, que estás muy cómoda sobre tus tacones, que quieres que esa noche no se acabe nunca y te presenten a mucha gente. Efectivamente, te presentan a un chico. Sonríes como si fueras feliz y estuvieras «realmente encantada» de conocerlo; interpretas muy bien tu papel, lo saludas, lo escuchas, asientes, lo interpelas de vez en cuando, incluso participas con algunas frases amables (puedes llegar a ser brillante si te lo propones) y, finalmente, dices que «no sabes cómo lo sientes», pero no te puedes quedar más porque mañana por la mañana tienes trabajo y eso está por encima de todo.
Te vas de la fiesta prometiendo quedar pronto y seguir en contacto y, ya en la calle, sola en mitad de la noche, te quitas los zapatos y te echas a reír. Te ríes de lo bien que lo haces y de lo bien que lo hacen los demás. De lo bien que ese hombre fingía que tú le interesabas cuando lo único que quería era acostarse contigo; de la amabilidad de la anfitriona, a pesar de que os caéis francamente mal, y de todas esas sonrisas de la gente haciendo ver que se trata de una fiesta «fantástica» donde están encantados de volver a verse. Muy divertido, ya digo.
Es cierto que cuando te especializas tanto, se puede llegar a rizar el rizo. Esto sucede cuando te das cuenta de que, en el fondo, no te divierte en absoluto el fingimiento de la fiesta y que, ahí sola, en mitad de la noche, lo único que quieres es tirar los zapatos a una papelera, hacer un corte de mangas, coger un taxi y meterte en la cama hastiada del mundo. Como esto es un poco fuerte, es más fácil y más rentable optar por fingir que te divierte fingir.
En el camino hasta la maestría, surgen también dificultades y te percatas de que, por mucho que hayas practicado y aprendido, no sabes tanto como creías. El arte del fingir tiene sus propios recursos, ajenos a ti, y actúa por su cuenta, a tus espaldas. Te traiciona un poco hasta el punto de que te llegas a plantear abandonarlo por completo y empezar una vida de verdad, auténtica, donde las cosas no tienen un doble perfil.
Igual os estáis preguntado de qué hablo exactamente. Hablo de enamorarme, enamorarme sin filtro, porque el amor no engaña ni finge. Cuando me enamoré de Matías enseguida comprendí que, quizá por primera vez, me estaba sucediendo algo verdadero, algo que no tenía que interpretar ni hacer esfuerzo. Yo era simplemente yo. Bueno, no voy a exagerar tampoco, tenía que simular un poco con su familia, pero eso casi ni cuenta, es algo que va implícito en la relación. Me caían bien en general, pero no siempre y a veces tenía que hacer que me interesaban más de lo que en realidad sucedía. Pero con Matías no era necesario. Con Matías todo fue natural. Nos enamoramos, nos fuimos a vivir juntos, disfrutamos mucho de nosotros y tuvimos dos hijos casi sin darnos cuenta. Igual suena ridículo, pero fue así. Unos años en lo que en casa todo fluía y solo tenía que fingir en el trabajo, con mi familia y con la familia de Matías. Bueno, también con algunos amigos, pero eso no me suponía ningún problema a esas alturas.
Así que fue un palo cuando un día me di cuenta de que Matías fingía que me seguía queriendo. Pasé por todas las fases: sorpresa, estupor, incredulidad, rabia, dolor y, finalmente, casi la risa si no me hubiera dolido tanto.
Cuando nos separamos y me vi sola con los chicos en casa no supe si me hacía más daño haber perdido a Matías o admitir que la experta, la maestra, había sido engañada. Ahí es cuando confirmé el enorme poder que tiene el fingimiento, que puede disfrazarse de tantas cosas y ser tan sutil que te la juega, aunque estés entrenada.
Entonces, ¿qué sentido tenía resistirse a él? Si el fingimiento actúa siempre o casi siempre por su cuenta, ¿por qué no vivir con él y aceptarlo plenamente?
Desde entonces, no tengo ningún reparo en admitir que mi hijo es un vago y mi hija una egoísta, y finjo que no me doy cuenta y hasta que me caen bien. Como ya no me resisto, también ha sido fácil fingir tristeza tras la muerte de mi padre. No de cara a los demás, mi madre, mis hermanos, los amigos, sino de cara a mí misma. Finjo que estoy triste, dolida, y digo que me habría gustado que la relación hubiera sido distinta, más cercana y de confianza.
A estas alturas ya da igual si es cierto o no, el fingimiento actúa como mejor entiende, quizá para protegerme, y yo ya he dejado de estudiarlo y clasificarlo. Está ahí, sin más, campa a sus anchas, y casi siempre resulta beneficioso, al menos me permite vivir más o menos dignamente.
Si, llegados a este punto, me pongo de nuevo a revisar cómo ha sido y es el fingimiento en mi vida, igual tengo que admitir que todo ha sido y es una farsa, así que, en casa, sin tacones y sin fiestas, me pongo un gin tonic y la tele y finjo que estoy a gusto aquí sola en mitad de la noche.
Vivimos en una sociedad donde efectivamente el fingimiento viene muy bien, conviene, hasta el punto de hacernos vivir cómodamente engañados. ¿Dónde estará el término medio, teniendo en cuenta que la franqueza total está sobrevalorada?
Creo que la medida está en no hacerte daño a ti mismo, en ser coherente y sincero contigo mismo (implica no autoengañarse) y en intentar no hacer daño a los demás (no engañar a nadie).