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Apuesta

 

—¿Te has enterado, no? —me preguntó Rubén.

—Claro, es el cotilleo del grupo. Otra cosa no, pero eso…

—Mujer, es que es muy fuerte.

—No me parece para tanto. Además, se veía venir.

—Se veía venir, se veía venir… Pues no lo tengo yo tan claro.

—Blanco y en botella —dije, repeliéndome un poco a mí misma por utilizar ese tipo de frases que en los demás me daban especialmente tirria.

—En menos de una semana han vuelto, te lo digo no.

—Para nada. Ya se ve que no tienes ni idea de las relaciones de pareja.

No pareció comprender lo que acababa de decir y yo tampoco quise abundar en el tema. Por la mañana, hasta que no desayuno, no estoy en mi mejor momento.

—¿Qué te apuestas?

Ya estaba. Cómo no. Las apuestas, no podía ser de otro modo, lo tenía que haber imaginado. Lo que cuando nos conocimos me pareció algo gracioso se había convertido, a esas alturas de nuestra relación, en un auténtico fastidio. Todo tenía que ser una especie de competición absurda. Blanco o negro. Ganar o perder. Para qué hablar, para qué los detalles, para que los matices…

En su descargo, debo decir que Rubén tenía un buen perder, como si lo que realmente le hiciera gracia era la apuesta porque sí y no tanto el resultado.

Como yo seguía con el kiwi en la mano sin decir nada, insistió:

—¿Qué te apuestas, eh?

—Nada, no me apuesto nada. Estoy tan segura de que no vuelven que no hace falta apostar nada —dije como si fuera nueva y esperara una especie de milagro que le hiciera desistir.

—Venga, va…

La energía con la que Rubén se levantaba por la mañanas me molestaba tanto como la barriga que se había echado en los últimos meses. A esas horas, sin vestir, me daba más grima todavía.

Lo sé, no soy justa, porque mi cuerpo también estaba cambiando, pero yo no podía parar de fijarme en su tripa, una tripa que no era redonda ni desbordante, más bien contenida y puntiguada; extraña, en cualquier caso. Cuando cenábamos, imaginaba una y otra vez que cada bocado que ingería iba directo, sin pasar por ningún proceso digestivo, a esa masa de carne que, por supuesto, no iba a parar de crecer. No se lo había dicho, me parecía banal y poco profundo, pero según yo callaba aumentaba dentro de mí esa fijación. Aquello no era nada sano, por mucho que desayunara todos los días un kiwi.

—Te apuesto un sueño —insistió Rubén.

Abrí los ojos y contesté:

—¿Un sueño?

—Sí, estoy seguro de que esos dos vuelven en menos de una semana. Te apuesto un sueño.

—No sé cómo se puede apostar un sueño.

—Fácil. Si gano, me regalas un sueño. Si ganas tú, te lo regalo yo. —Y se dio la vuelta para meterse en la ducha.

Dos noches después, después de una cena rápida (cada día lo eran más, seguramente para evitarme esas imágenes de comida engrosando su tripa), vimos un capítulo de una serie y me fui a la cama. Suelo caer rendida en un dormir plácido que, ignoro a qué hora de la madrugada, se convierte en sueños agitados, tremendos, angustiosos, absurdos, incesantes, obsesivos…, que hacen que me levante cansada y, normalmente, de mal humor.

Sin embargo, esa noche todo discurría de otra manera. Soñé que estaba en una fiesta de alto copete. Yo, que suelo vestir con vaqueros y zapato deportivo, llevaba un pantalón negro de cintura alta de un tejido que me acariciaba suavemente las piernas. Me sentía cómoda con unos zapatos de tacón y una blusa blanca de seda que apenas si sentía. Había un bullicio alegre y yo caminaba entre los invitados con una copa en la mano hasta que, en un momento dado, salía a una terraza que poco tenía que ver con aquel interior lujoso y cuidado. Era un porche alargado con una barandilla de piedra cubierta de arcos a través de los que se intuía a esas horas de la madrugada la forma de los pinos, que emanaban un olor cálido e inconfundible. Empezaba a hacer frío cuando apareció él. Se parecía (cosas de los sueños) a Johnny Depp en Piratas del Caribe, es decir, tenía un aspecto un tanto extravagante con aquella americana recargada y hasta parecía que tenía los ojos pintados. No era guapo, exactamente, pero había algo en él que impedía que apartara la mirada de sus facciones. Sin mediar palabra, puso sus enormes manos sobre mis brazos, que comenzó a acariciar con parsimonia pero con una energía especial que traspasaba la tela de la blusa y activaba todos mis resortes. Sin saber cómo ni cuándo estábamos en la cama. Aquel hombre y yo gozamos a todas horas y de todas las maneras hasta que una luz empezó a filtrarse por la persiana.

Me desperté agitada y febril. Sin abrir los ojos, extendí la mano en la cama, pero allí no había nadie. Permanecí un rato más en ese estado incierto que oscila entre el sueño y y la realidad hasta que fui tomando consciencia de aquel sueño que todavía corría por mis venas.

Cuando abrí los ojos y giré la cabeza, vi que Rubén estaba de pie al lado de la cama, con el pelo alborotado, los ojos legañosos y la barriga puntiaguda asomando por encima de los calzoncillos.

—Qué, ¿te ha gustado? —dijo con una sonrisa estúpida.

No hacía falta que me apostara nada con él, ni siquiera conmigo misma, para saber con plena certeza que en una semana dispondría de aquella cama para mí sola y hacer lo que me diera la gana.

 

 

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