Voy a hablar de mi madre. De su presencia y de su ausencia. Pero vaya desde el principio que no se trata de algo triste ni desgarrador, más bien de unas pinceladas que me bailaban en la cabeza y a las que he decidido poner palabras.
El pasado viernes 7 de febrero celebramos la presentación del libro La primavera de los cerezos, que recoge una selección de los relatos de este blog. He empleado el término «celebración» porque todos los que nos reunimos allí ese día mágico pudimos vivirlo con mucha emoción y alegría. Una fiesta para celebrar la literatura, el amor por las palabras, pero también el amor entre las personas. Sin eso, nada de lo demás tiene sentido.
Hubo algunos ausentes y a los más importantes los mencioné en mis palabras iniciales. Mi madre, de la que nos habíamos despedido tan solo unos días antes, estaba allí más que nunca, más incluso que si hubiera estado físicamente. No puedo evitar imaginar cómo habría sido si ella hubiera podido venir y el retrato aparece nítido. No hubiera sido la reina de la fiesta ni mucho menos, se habría sentado sin molestar y estaría feliz de verme allí rodeada de tantos amigos y de tanto amor… Pero, como no era dada a los excesos de ningún tipo, se habría retirado pronto, que las cosas largas siempre le acababan cansando.
Sin embargo, en su nuevo estado (al menos tal y como yo la percibo) era una presencia mucho más amplia, más ligera, más cálida, ofreciéndonos a todos una luz dorada que balsamizó el encuentro de principio a fin. Para mí, era casi como estar rozándola con la yema de los dedos. Dicen de mí que estaba exultante, que brillaba… No podía ser de otra manera. En ningún momento sentí tristeza porque ella no pudiera estar físicamente, no tenía ningún sentido cuando su presencia, transformada en algo tan bello, inundaba cada rincón del local y me rodeaba.
Pasadas unas horas del evento y sin apenas poder dormir por tantas muestras de afecto, cariño y alegría compartidas, traté de poner palabras en mi interior a todo aquello que estaba sintiendo y a lo que había sucedido horas antes, y me parecía que, cuando uno nace y sale del vientre, lo más sagrado y lo más amoroso que uno puede recibir es el abrazo de su madre. Un abrazo que te da el calor que necesitas justo en ese momento, que te protege con su piel vibrante, que te rodea, que te llena, que te calma, que te hace sentir seguro y a salvo. Pues bien, yo sentí eso en la presentación del libro por parte de todas las personas queridas que allí estaban. Un gran abrazo que sin ellos saberlo (ni pretenderlo quizá) se hizo unidad y me procuraba todo eso que he mencionado. No se trataba solo de eso, claro. Lo he comprendido un poco después.
Mi madre, que tanto y tan bien me ha querido (nos ha querido), no era muy de abrazar. No le habían enseñado, así que a pesar de su inmenso corazón le costaba ese gesto. Yo empecé a hacerlo ya hace unos años con ella. Cuando lo hacía, sentía que ella quería ser abrazada por mí y, al mismo tiempo, se revolvía un poco incómoda por la falta de costumbre, pero no podía hacer nada porque yo la tenía atrapada entre mis brazos y solo los aflojaba cuando veía que ya era suficiente para ella. La duración de los abrazos fue creciendo de manera natural hasta dejarse querer por mí sin ninguna resistencia y con mucho gusto. Y siempre me decía: «Qué rica, tata».
Como en casi todas las familias, había y hay apodos o nombres cariñosos. Yo soy la «tata», por eso de ser la mayor, imagino.
Me sonrío yo sola porque cuando una persona se va es muy fácil caer en la alteración de los recuerdos (inevitable en este y en todos los casos, es algo inherente a ellos) o en proyectar una personalidad algo distinta de la persona ausente. Yo podría haber caído —había empezado a hacerlo, de hecho— en imaginar de una manera «ideal» como habría sido la presencia física de mi madre en el evento. Pero ha sido ver una foto suya riéndose a mandíbula batiente y darme cuenta de que no hace falta alterar nada. Ella fue como fue, perfecta tal y como era en toda su complejidad, y a mí me gusta que haya sido así.
Habría captado la importancia que tuvo la presentación del libro para mí, por supuesto, pero a su manera alegre, discreta y comedida.
En estos días, mantengo una extraña dualidad hacia ella. Tengo muy presente el tacto de su piel, que pude acariciar durante veinticuatro horas sin moverme de su cama, el olor de su mano, el sonido de su respiración, sus ganas de seguir luchando y al mismo su paz por haberlo dejado todo «ordenado». Pero, de forma simultánea, me relaciono con ella en su nuevo estado, donde sigue siendo mi madre y algo mucho más grande: un espíritu engrandecido, luminoso, lleno de amor y de paz, que reposa tranquila en el que siempre fue su hogar. Como si hubiera vuelto a nacer.
Aquí, eligió vivir una vida plena como Alejandra o Jandri o Sandra y yo también debí elegir que ella fuera mi madre, una especie de pacto de almas. Ahora su alma sigue siendo el alma de Alejandra o Jandri o Sandra, pero es mucho más. Ya no le hace falta seguir representando y viviendo solo «ese» papel. Cuando uno trasciende, deja la mochila en el suelo y empieza a volar bien alto. Y todos sabemos que desde las alturas se tiene otra perspectiva muy distinta.
Como creo que la conocía bastante bien (a pesar de que ella trataba a veces de esconderse un poco y de que, ciertamente, es imposible conocer bien a alguien cuando no nos reconocemos ni a nosotros mismos), estoy segura de cuál habría sido su reacción ahora al leer esto. Me habría dicho: «No sé de dónde te salen esas cosas» y seguidamente: «Qué rica, tata».
En su nuevo estado, no hace falta que diga nada. Su luz me abraza de la misma manera que me recibió cuando salí de su vientre, pero como su generosidad ahora no tiene límites (tampoco antes, hay que decirlo) se trata de un abrazo permanente, infinito, cálido. Es sutil, es discreto. Es dorado. Del mismo color que por mi cumpleaños decidió pintar mis alas para seguir volando.
Hoy no he podido dejar la lectura del relato para mejor momento. No me he podido resistir y he tenido que interrumpir mi trabajo para leerte, Elena. Porque un homenaje a una madre de este calibre, en mayúsculas, no se puede posponer. Amor es lo que hay en todas las frases. Y AMOR es lo que ella dio, con o sin abrazos, da igual. Esta vez te has abierto en canal con un relato más autobiográfico imposible. Ella se lo merecía. Y tú también. Gracias por dejarnos leer tus pensamientos.
Abrazado por la preciosidad de las palabras y la emoción de los espíritus, cierro los ojos y me dejo volar a tu lado.
Qué bonito Elena 💜🙏