A los churros les sobra un poco de aceite, pero, por contra, están crujientes, y eso es algo que siempre hay que valorar en los churros y en la vida. Cuando algo cruje está vivo, suena, aunque a veces no suene como tú quieras. Siempre me han sentado fatal los churros, los que tienen más grasa y los que tienen menos grasa; los churros se me han indigestado toda la vida, lo que no ha evitado que los haya tomado recurrentemente. Estos churros aceitosos y crujientes están la mar de buenos. La mar de buenos. ¿Por qué dicho «la mar de buenos» si yo nunca he usado esa frase? Tampoco había vivido nunca en un pueblo y aquí estoy, removiendo este chocolate caliente. La churrería es pequeña, casi no se puede ni respirar, parece la cocina de la señora que atiende, pero se está a gusto y puedes comer los churros que quieras sin que nadie te mire mal y remover el chocolate con la cucharilla tanto como gustes sin que nadie se sienta molesto por el ruidito que haces. Allí, en la ciudad, todo el mundo se molestaba enseguida, yo también, yo también me molestaba, yo también era una molestia. Y ni aun así perdiste ese asomo de sonrisa que tan nerviosa me ponía en los últimos tiempos. ¿Cómo se puede mantener una sonrisa así, que no es abierta ni cerrada, que parece de la Mona Lisa, cuando una persona, yo, ha dejado de sonreír y ya no reconoce las calles por las que pisa? Me molestaba que no te molestara que mi boca fuera una línea recta. Ni siquiera cuando cogí a las niñas una en cada mano y me fui perdiste esa mueca cuando te despediste de ellas. Eso no se hace. Uno, cuando las cosas van mal, no sonríe vagamente, uno llora, uno grita, uno tartamudea, uno se estremece, uno explota, uno suspira. Doy vueltas al chocolate. Es un chocolate perfecto, ni muy denso ni muy líquido, es difícil encontrar algo así y no quiero que se acabe nunca, no quiero pedir otro y arriesgarme a la decepción de encontrarme con algo que no es exactamente igual, que no es tan perfecto. Las calles de este pueblo no sé si son perfectas o no, son calles de este pueblo y a la gente de por aquí parece que le gustan. Las piso como si pisara un nuevo planeta, sintiendo una sensación extraña bajo los pies, como si las suelas se agarraran demasiado y, al mismo tiempo, levitaran unos centímetro sobre ellas. Todo puede pasar a la vez. Como cuando uno sonríe y está hecho polvo por dentro. Como cuando una se da la vuelta con brío, pero no sabe bien a dónde va. Las calles de este pueblo no me llevan a ninguna parte. Las niñas no se separaban de mí y ahora, cuando solo han pasado cinco semanas, caminan por estas mismas calles como si fueran sus calles de siempre mientras yo miro los letreros y los comercios como si fueran parte de un sueño, algo inventado, algo irreal, algo difuso. Pienso en lo otro, en lo de la ciudad, que está solo a cincuenta kilómetros, pero es como si estuviera en Marte, y no logro recordarlo. Son cinco semanas, sí, cinco semanas como cinco meses como cinco años como cinco vidas. El piso, la oficina, el parque. Se me aparecen dibujados como en acuarela, pero una acuarela aguada que deja escapar chorretones como lágrimas desvaídas. Una auténtica chapuza. Un churro. No me hago ni gracia y pido media docena más. ¿Es probable que los churros, que me han sentado mal toda mi vida y me han dado dolor de tripa y ardor ahora me sienten bien? ¿Es probable que unos churros aceitosos pero crujientes sean ahora algo asumible como lo es que yo esté aquí sola, ni bien ni mal, sin las niñas de la mano porque hace dos semanas que pululan solas por las calles de este pueblo que no es tan pueblo como el pueblo de mi abuela? Apuro con la cucharilla lo que queda del chocolate y la churrera me hace un gesto con la cabeza. Yo le hago otro gesto con la cabeza y ella me trae otro chocolate con otros seis churros. Todo vuelve a empezar. A los churros les sobra un poco de aceite, pero, por contra, están crujientes, y eso es algo que siempre hay que valorar en los churros y en la vida. El chocolate parece de idéntica perfección que el anterior. Casi no doy crédito y todavía no me atrevo a meter la cuchara para comprobarlo. Si el chocolate es demasiado denso, no te lo puedes beber y debes tomarlo a cucharadas. No está mal, pero cuando acabas tienes gases y el estómago como un ladrillo de adobe. Las cosas espesas son así. ¿Cómo no te diste cuenta de que yo me había espesado, cómo es que yo no te sentaba mal, cómo es que seguías con esa sonrisa meliflua, cómo es que no se te ocurrió echar, no sé, un poco de leche o de nata o de agua, aunque fuera, para que todo fluyera mejor y se hiciera más digerible? ¿Por qué me sigue sacando de mis casillas esa sonrisa estúpida, ese caer de brazos, esa permisividad cuando me di la vuelta con una niña en cada mano cuando era yo el chocolate demasiado espeso, cuando era yo la que provocaba ardor de estómago sin saber por qué? Meto la cuchara, remuevo con tacto el chocolate. Perfecto. Es perfecto. Los churros, estos churros con exceso de grasa. No queman ni están fríos. Están aceitosos, pero crujen. Crujen. Me dicen algo. Me sientan bien. No falta el vaso de agua. En una buena churrería te ponen el vaso de agua sin necesidad de pedirlo. Este es un vaso normal y corriente con agua normal y corriente. Hoy, aquí, ahora eso es más que suficiente. Lo acaricio con los dedos brillantes de churros y me basta. Me reconforta. Me instala en un lugar que no es el sueño de ayer ni el sueño de mañana, ni siquiera el sueño de dentro de media hora, de dentro de medio minuto. Mi madre me dijo que él no se lo merecía, que era un buen hombre y yo estaba loca, muy loca, que no sabía por qué él no me había mandado antes a freír espárragos. A freír churros. Otra gilipollez que no sé de dónde me sale y que me hace sacar una sonrisita como la tuya, de Mona Lisa. ¿Cuándo me he comido otros tres churros y vaciado media taza? ¿Cuándo se me ocurrió venirme aquí? ¿Cuándo empezaré a reconocer estas calles y que lo de antes no me parezca un sueño, pero estas calles tampoco? Las niñas me miran poco y me miran raro. Para ellas todo es de verdad. Creo que me miran así porque ellas tampoco me reconocen ya. No soy como la de antes y tampoco soy la de después. Me deben de ver como esa acuarela aguada, pero no parecen preocupadas. El último churro. La última cucharada de chocolate. El último sorbo de agua. Miro a la churrera. La churrera me mira a mí. Sé que me ve bien. Nítida. Definida. Nueva. La churrera no sonríe, pero la churrera me ve. Yo también la veo. No sé muy bien qué veo, pero está bien. Todo está bien.
Etiquetas:Churros
Qué deliciosa manera de enmarañarnos la mente con imágenes desde unas palabras tan sencillas. Eso sí, bien crujientes a mi parecer.