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Cielo y tierra

A veces imaginaba que estaba en el museo una mañana y ella se sentaba a mi lado en el banco, frente a Mujer con sombrilla en un jardín, de Renoir. Los dos nos quedábamos embobados admirando esa obra, que yo me sabía prácticamente de memoria, y ella suspiraba muy bajo. No nos mirábamos, solo observábamos el cuadro con un aire vago, romántico. A mí me gustaba imaginar que ella era la mujer con sombrilla blanca pintada por Renoir en ese campo lleno de flores que envuelve su figura, y yo, esa mancha negra que aparece detrás, como si estuviera agachado cogiendo alguna amapola para ella, cuya proximidad hace suponer que entre los dos hay un vínculo, una relación.
En las ocasiones más atrevidas, soñaba que ella dejaba caer su mano sobre el banco, como abandonándola, y yo, en un alarde de valentía, posaba la mía sobre sus dedos blancos. La escena variaba según los días. O según las noches. Algunas mañanas jugaba a imaginar que ella giraba su rostro delicado y me miraba fijamente, pero con dulzura, y a continuación entablábamos una conversación sobre arte, que daba lugar a una conversación sobre nuestros gustos y sobre nosotros. A veces, iba más allá y a partir de ahí nos hacíamos amigos y luego amantes. Otras, no llegaba tan lejos y, simplemente, me quedaba en el banco del museo esperando que ella apareciera.
Se llamaba, o la llamaba, Silvia, aunque también me gustaba Eloísa o Livia. Todos con «l» y con «i» porque me parece romántico. Para no abusar de esta fantasía, en ocasiones recurría a otro escenario: un montículo a las afueras de la ciudad, en una noche de verano de luna nueva con todas las estrellas cubriendo mis anhelos. Allí estaba, sentado, contemplando las constelaciones y ella, a la que solía llamar Ángela o Aurora, me iba dando explicaciones precisas y llenas de encanto de Andrómeda, Casiopea, Lyra y otras constelaciones. Sentíamos la hierba bajo la espalda y los ojos se nos llenaban de estrellas. Luego, Ángela (o Aurora) me dejaba preparado el telescopio para que mi mirada ignorante pudiera gozar de Hydra o Delphinus. Ignoro si estas constelaciones se pueden ver realmente, pero en mi ensoñación no solo las veía, sino que disfrutaba diciendo en voz baja sus nombres en mitad de la noche.
Con Aurora (o Ángela) me atrevía a ir más allá, y no sé si era porque estábamos en un lugar apartado o porque era de noche, a veces hacíamos el amor al amparo del cielo iluminado por las estrellas.
Como no quería gastar este sueño tampoco, cuando lo necesitaba recurría a Diana, que escribía versos en su casa pequeña y ordenada, como dice García Montero en su poema. Yo la miraba con su pluma y su cuaderno mientras hacía que leía en el sofá. Luego, ella recitaba lo que había escrito y yo, con los ojos cerrados, me bebía sus palabras profundas y sutiles, y confirmaba que la vida tenía sentido.
Necesitaba a estas mujeres, estos sueños, para poder sobrevivir a la realidad. Una realidad que me situaba en un piso (pequeño y ordenado) en el centro de la ciudad, con un trabajo en una farmacia que cada vez se parecía más a una tienda de cosmética cara, y con unos amigos que me mantenían unido a la tierra. De vez en cuando los ojos se me nublaban demasiado y ellos entendían que era el momento de dejarme solo, en mi piso, o paseando o visitando algún museo o alguna exposición hasta que después de estar en esta órbita volvía poco a poco a la realidad con su ayuda. A veces bastaba una llamada o un café, otras, me preparaban una cena u organizaban una salida al campo.
Un día de esa realidad tenía que ir a una jornada sobre el papel del farmacéutico como asesor en alimentación en nutrición. Demasiada tierra para mi gusto. Salí a la calle más nostálgico que de costumbre. Que fuera sábado, que hiciera frío y que estuviera lloviendo me llevaron a parar un taxi para ir hasta el lugar donde se celebraba la jornada. Me monté después de sacudir el paraguas y enseguida noté que dentro olía a naranja y canela. Le di la dirección a la taxista sin fijarme apenas en su melena caoba y en que ese aroma procedía de ella y giré el rostro para observar cómo caía la lluvia. Debí suspirar más alto de lo que suponía porque ella dijo con una voz que me sobresaltó por su fuerza:
—Mal día, ¿eh?
—Desganado, más bien —contesté.
—Mal día, entonces.
Y, aunque continuaba mirando por la ventanilla, adiviné que lo había dicho sonriendo. No dijimos nada más durante un rato. A pesar de que no llevaba música y apenas se oía la radio que usan entre ellos, el silencio era cómodo.
—Los días de lluvia dan ganas de comerte una buena hamburguesa con patatas —dijo de pronto.
Miró por el espejo retrovisor y me encontré con unos ojos grandes, vivos, despiertos. Al no obtener respuesta añadió:
—Pruébalo, de verdad, eso levanta a los muertos.
Y me regaló una risa explosiva. No pude por menos que sonreír y asentir con la cabeza.
—Algo es algo —dijo—. Vamos mejorando.
En otro momento me hubiera molestado esa intromisión de la taxista, pero aquel sábado gris y lluvioso y de camino a una jornada que no me interesaba lo más mínimo, sus palabras y su vitalidad hicieron que saliera del taxi un poco menos mustio.
Cuando estaba en la calle, bajó la ventanilla y me entregó una tarjeta por si otro día necesitaba otra «conversación». Y guiñándome un ojo volvió a reír mientras yo observaba sus dedos fuertes y mojados por la lluvia.
Al finalizar la agotadora jornada y antes de llegar a casa me metí en un local americano y me tomé una hamburguesa con patatas que me sentó de maravilla. Saqué la tarjeta del bolsillo del abrigo y leí su nombre: Carmen Macías. Y supe, en ese mismo instante, que la volvería a llamar.
Y así funciona mi vida ahora, con una mujer de carne y hueso que me trae a tierra y que, de vez en cuando, cuando me ve con la mirada perdida, demasiado cerca del sueño y la ilusión, me monta en su taxi y me lleva a sitios misteriosos que sus muchos años volante le han ido revelando.
Intuyo que hoy me llevará a alguno de esos lugares. Llevo varios días con los ojos extraviados, añorando algo que no existe, que no es, pero que anhelo, porque mi realidad a veces se me queda pequeña.
No sé adónde me llevará. Nunca me lo dice, nunca lo hablamos. Yo no le pido nada y ella no se anticipa. Simplemente, cuando detecta que me hace falta me saca de casa, del barrio, de la ciudad y me mete en una escena ensoñadora de la que me alimento durante un tiempo.
La última vez me llevó al Panteón de los Hombres Ilustres, que yo ignoraba que existía, para ver arte funerario, las sepulturas de Eduardo Dato, Canalejas y Sagasta, obra de Benlliure. Me conmueve el esfuerzo que hace para mostrarse natural cuando me cuenta datos y anécdotas de estos lugares, y me emociono imaginándola en el taxi tomando apuntes en su cuaderno para memorizarlo y contármelo y regalarme esa burbuja de evasión.
Esta noche hace frío. Mucho. Los dos estamos en el sofá leyendo. Yo el volumen dos de En busca del tiempo perdido, de Proust, y ella un libro de jardinería. Cerca de la una de la madrugada me coge de la mano, me levanta y me ayuda a ponerme el abrigo. Bajamos al taxi sin decir nada. Pone la calefacción, pero no enciende la radio, solo se oyen nuestras respiraciones y el poco tráfico que hay un martes a estas horas.
En un determinado momento, aparca y en silencio me sonríe levemente antes de ponerme un pañuelo negro sobre los ojos. Siento que arranca y que seguimos circulando unos minutos más hasta que el taxi se detiene definitivamente. Me abre la puerta y siento su mano, que me guía para bajar y caminar unos pasos. Con ella me siento seguro y no me da tiempo ni a pensar. De pronto, oigo un leve murmullo, como si estuviera conversando con alguien muy bajo, aunque no estoy seguro, quizá es solo ella hablando consigo misma, como suele hacer en casa mientras arregla las plantas.
Oigo el sonido de una puerta. Debe ser pesada y de madera porque cruje y tardamos un poco en entrar. Sin soltarme de la mano, me guía en los pasos que damos hasta que nos detenemos. No se oye nada y hace frío. Detecto un lejano aroma a velas y justo cuando estoy pensando que estamos en una iglesia me quita el pañuelo de los ojos y me encuentro rodeado de oscuridad. Cuando mi vista se acostumbra compruebo que, efectivamente, estamos en una especie de capilla. Todo sucede de forma rápida y lenta a la vez. No me ha dado tiempo a tomar conciencia del lugar cuando, de repente, se encienden un montón de luces y delante de mí, alrededor de mí, por encima de mí surge el ilusionismo barroco. Frescos que cubren todas las paredes y preciosas esculturas en los retablos que me marean con su lujo, su movimiento, su colorido. Me tengo que sentar en el banco más cercano para no caerme. Las lágrimas no me dejan ver bien esta maravilla que disfruto en soledad. No sé cuándo se ha ido Carmen de mi lado.
Me tumbo en el banco y allí tendido los ojos se me inundan con los frescos de la cúpula, tan magníficos. Dejo que mi vista se pasee errática por todas aquellas figuras, por ese santo que desconozco ascendiendo al cielo rodeado de ángeles. Quiero moverme para ver todas las pinturas, pero no tengo fuerzas; de momento, y desde mi posición, observo a todos aquellos santos, a todos aquellos hombres, mujeres y niños en movimiento, con sus ropajes coloridos y vivos, relatando escenas que no comprendo, pero que me atrapan con sus formas, con sus expresiones dramáticas y al tiempo cotidianas.
Al cabo de un rato, siento que Carmen me acaricia la cabeza. Intento levantarme, pero ella me posa la mano en el pecho invitándome a continuar tumbado. Permanecemos así mucho tiempo, ella sentada en el reclinatorio y yo, desplomado en el banco de madera. Su mano, grande y fuerte, me da calor en el pecho y me ancla. Por primera vez en estas excursiones que me prepara no dice nada. Giro la cabeza y contemplo su sonrisa y sus ojos, cubiertos por una fina capa de humedad. Poso mi mano sobre su mano y la miro. Observo su melena caoba, su boca ancha, el contorno de su mirada amplia y fresca, su barbilla, su cuello, su pecho, su alma. Y soy consciente de que nunca podré agradecerle lo suficiente que me traiga el cielo a la tierra.

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