He estado, como imagino que muchos de vosotros, en casas donde se coleccionan cosas más o menos extrañas, desde dedales, máquinas de coser en miniatura, abanicos, gatos de porcelana, conchas de mar o incluso botes con arena de distintas playas. Hay quien, en un gesto de nostalgia puramente aterrador, guarda los dientes de leche de sus hijos. Deben de ser más de uno porque hay un objeto que se vende para, precisamente, guardar esos dientes.
Quizá al aludir a esta extraña costumbre os parecerá raro o chocante que os cuente que en mi casa se coleccionaban ojos. No eran ojos de juguete, como los que a veces se les caen a los muñecos, ni ojos de verdad, obviamente. Era ojos postizos porque mi padre tenía problemas de visión y uno de sus ojos no era suyo, sino inventado, creado, elaborado no sé dónde porque no sé ni lo he sabido nunca dónde se hacen esos ojos.
Los guardaba en una cajita de madera alargada que tenía una base de algodón. Nunca supe por qué ni para qué los guardaba. Solo sé que el día que los descubrí por azar me quedé fascinada. Ignoraba qué eran exactamente, aunque de alguna forma la sabiduría innata de los niños me hizo ser consciente de que no eran canicas. Soy hija única y nunca me dio por jugar a las canicas, y como no tenía hermanos esas bolas de cristal no eran un juguete que hubiera por casa.
Los ojos postizos que mi padre guardaba parecían canicas, pero tenían algo más, como si algo de su mirada se hubiera quedado adherido a su superficie lisa y brillante y quisiera seguir observando desde la caja de madera. No me asusté, pero tampoco me atreví a tocarlos. Los observé durante mucho tiempo con el temor a ser descubierta y, cuando escuché sonidos en el salón, la cerré con prisa y la guardé en el cajón inferior de la mesilla de mi padre.
Mi madre era una mujer maravillosa, pero yo adoraba a mi padre. Siempre estaba alegre y haciendo bromas cuando se tropezaba porque cada vez veía peor por el otro ojo, el suyo, aunque a mí me parecía que veía mejor con el otro, con el de mentira, porque tenía un brillo muy peculiar, como si se le acabara de ocurrir una idea buenísima o estuviera ilusionado con algo.
Por eso, a veces, cuando recuerdo a mi padre, me viene a la memoria antes el ojo falso que el verdadero.
No recuerdo con exactitud cuándo pasó, pero sé que fue antes de descubrir la caja de madera guardada en su mesilla. Mi padre había estado varios días en el hospital y cuando volvió tenía un parche en el ojo. Para que no me asustara, me dijo que había cambiado de trabajo y que ahora era un pirata. Y que, cuando menos me lo esperara, me traería un tesoro.
Y era verdad. Cualquier tarde de cualquier día venía a casa con una piña perfecta, un cucurucho de flores secas, unas postales antiguas o un collar hecho de tapones de refrescos pintados de colores. Mi padre era un auténtico pirata y yo nunca supe de dónde sacaba aquellos tesoros.
Al cabo de unos días de venir del hospital entré en su cuarto para ver si quería un vaso de zumo de melocotón, que era nuestro preferido, y me lo encontré tumbado en la cama. Dormía profundamente. No tuve que acercarme mucho para darme cuenta de que no tenía el parche puesto, pero me aproximé de todas formas para observar más de cerca qué era aquello.
Mi padre tenía la boca abierta y un hilillo de saliva le caía por la comisura de los labios. Estuve a punto de salir para buscar un pañuelo de papel para limpiársela, pero temía despertarlo, así que me quedé allí de pie, a su lado, escuchando su respiración profunda y observando ese agujero negro que tenía donde debía haber estado su ojo. Por unos instantes, recuerdo que me pregunté si era de ahí de donde salían los tesoros que me traía, al igual que Papá Noel bajaba por la chimenea para dejar sus regalos aunque el agujero fuera demasiado pequeño.
Yo quería tocar ese agujero, pasar el dedo por la carne arrugada. Quería consolar a papá y decirle que no pasaba nada. Que a mí no me daba miedo y mucho menos asco. Que a mí me gustaba que fuera un auténtico pirata porque ningún padre de ninguna amiga lo era y yo estaba muy orgullosa.
Salí despacio y cerré la puerta con cuidado. Cuando papá se levantó de la siesta, tenía la cara relajada y el parche puesto. Estaba de muy buen humor y yo no le dije nada porque nos íbamos al parque y esas eran dos cosas que no pegaban ni con cola: hablar de agujeros negros sin ojos y salir a coger castañas.
Pasado el tiempo, fue él mismo quien me enseñó su caja de los ojos. Me hice un poco la sorprendida, pero no tuve que esforzarme mucho porque cada vez que la abría (y habían sido varias las veces que lo había hecho a escondidas) me parecía un espectáculo nuevo. Como si sus colores hubieran cambiado. Los ojos que un día eran mis favoritos en la siguiente ocasión me parecían más feos. Los que un día me miraban con dulzura otro día me observaban con recelo, con inquina.
Le dije a mi padre que me gustaban mucho y, a partir de aquel día, mientras mamá trabajaba en la oficina, papá me contaba historias de sus ojos, que no eran más que sus propias historias, ahora lo comprendo bien.
El otro día, recogí a mi hijo de un curso de pintura. La profesora era una mujer delicada y amable que decía haber estado encantada con ese grupo. Mi hijo salía con una carpeta enorme llena de dibujos. En la mano llevaba una pequeña bolsa de gasa de color naranja. Antes de que pudiera preguntarle qué era, la profesora me dijo que había querido tener un detalle con los chicos y las chicas que habían asistido al curso.
«Siempre me han fascinado», dijo señalando la bolsa. Cuando mi hijo la abrió, vi que eran unas canicas de diferentes tamaños y colores. Me quedé helada y sin saber qué hacer ni qué decir. Me acordé, como si un rayo me atravesara de la cabeza a los pies, de los ojos de mi padre, los que guardaba en una caja alargada de madera en el último cajón de su mesilla.
«Es usted una mujer formidable», le dije a la profesora mientras acariciaba la cabeza de mi hijo. Como a él no le gustan las canicas, me las he quedado yo. Las he puesto en un pequeño cuenco al lado del ordenador y así, mientras trabajo, voy viendo cómo su aspecto cambia según la luz que les dé.
Aquella tarde, dejamos la carpeta con los dibujos en casa y mi hijo y yo nos fuimos a coger castañas.