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Compañero

El banco de la marquesina era demasiado pequeño, así que cuando llegué me quedé de pie para no incomodar a la chica que estaba sentada en un extremo. Son cosas que pasan en los días raros en los que se nos dice que debemos adaptarnos a la «nueva normalidad».

Era el primer día, después de dos meses, que iba a coger el autobús para ir al trabajo. Me sentía incómodo dentro del traje y la corbata nunca me había parecido un elemento tan extraño. Incluso los zapatos me hacían daño, a pesar de haberlos usado cada día durante los meses anteriores. Todo me molestaba, más incluso que la mascarilla y los guantes.

El cielo de esa mañana de mayo estaba lleno de grises y de blancos mezclados con unos azules extraños fruto de la lluvia que había caído durante toda la noche. La gabardina no me abrigaba lo suficiente, así que retrocedí un paso para pegarme al cristal y protegerme de lo que me traería ese día que no sabía si quería vivir en la cómoda soledad de mi casa o junto a mis compañeros de trabajo en unas condiciones y circunstancias desconocidas.

Era mi cumpleaños, quizá por eso me sentía doblemente raro e inquieto. Nunca me ha gustado especialmente el día de mi cumpleaños y siempre lo he celebrado de una u otra manera más por los demás que por mí en medio de una sensación de bienestar por estar haciendo lo que se supone que debía y las felicitaciones más o menos sinceras de la gente que me rodea y un soplo de tristeza o melancolía que nunca he conseguido descifrar del todo.

Aquella mañana, yo estaba de pie con la mascarilla, los guantes, la gabardina, el traje, los zapatos y una bolsa con un cuarto de jamón ibérico y una hogaza de pan de espelta y masa madre que había comprado para celebrar mis 38 años en caso de que se diera la ocasión porque las nuevas medidas de seguridad e higiene hacían todo más complicado.

El luminoso de la marquesina marcaba que el autobús aún tardaría doce minutos en llegar y yo miré hacia el trozo de césped que tenía enfrente para evitar observar a la chica que, con una mascarilla de flores moradas y rosas igual que una bolsa que reposaba en su regazo, no dejaba de encender y apagar el móvil, como si quisiera ver algo y no verlo, saber y no saber al mismo tiempo.

Para un observador enfermizo como soy yo, las mascarillas han sido todo un reto y un descubrimiento porque, una vez que quedan fuera del mapa aspectos como la boca, los labios, la nariz y los pómulos, que distraen, queda lo verdaderamente esencial: la mirada. Los ojos de la chica estaban brillantes cuando llegué. No eran ojos somnolientos ni apagados, sino ojos que estrenaban el día con ilusión, como si fuera un regalo envuelto en papel charol.

Las nubes se iban tornando cada vez más grises y los espacios azules iban cediendo espacio a una tormenta que se olía en el aire. Giré la cabeza con disimulo haciendo que iba a consultar el luminoso de la marquesina y comprobé que los ojos de la chica ya no brillaban, como si el anticipo de tormenta hubiera borrado algo suyo para dejarle un rastro de tristeza.

Era un mayo extraño e insólito. No había apenas personas por la calle, los dueños de los perros se rehuían unos a los otros, llovía con demasiada insistencia y una solitaria amapola en la hierba de enfrente luchaba humilde por mantenerse erguida, más aún cuando empezara a caer el agua. Últimamente, cuando llovía, no llovía como antes (todo parece haber cambiado desde el retiro pandémico), sino que se producía una especie de tromba, de lamento de la Tierra o, más bien, de una liberación, como si el agua pudiera expresarse libremente por primera vez en mucho tiempo, gracias quizá a que los seres humanos estábamos más callados que de costumbre.

La chica llevaba unos vaqueros ajustados, unos zapatos de tacón y una gabardina rosa fuerte. Pensé que iba también al trabajo y que esos zapatos no le iban a favorecer en un día como ese, que presagiaba lluvia abundante. Me entraron ganas de preguntarle si era el primer día que cogía el autobús como yo o si iba al trabajo, pero el lema era «no os toquéis, no os miréis, no os visitéis, no os mováis». Lo había dicho muy bien mi amiga E. Z. en un artículo que había escrito para su blog donde reflexionaba sobre la deshumanización que se produce en ese intento de «protección» en el que todos estamos metidos y donde la posición de buen ciudadano parece diseñada para cumplir con todo lo que nos deshumaniza por el bien de todos.

La chica y yo éramos dos buenos ciudadanos. Los dos guardábamos la distancia de seguridad y llevábamos mascarillas y guantes y seguramente en algún bolsillo líquido desinfectante; y al llegar al trabajo nos encontraríamos con mamparas de plástico, toda una burbuja que nos separa y que nos impide abrazarnos, besarnos, bailar… También lo decía Emma Zapatero: «Divide y vencerás. Salvar nuestro cuerpo parece conllevar vender nuestra alma».

Se había puesto a llover de golpe y con fuerza, como si la tormenta hubiera estado conteniéndose durante un buen rato y no hubiera podido regular su aparición. Yo me sentía ridículo con el traje y la bolsa de pan y jamón aquella mañana de mi cumpleaños que, cada vez estaba más seguro, me habría gustado pasar solo en casa sin siquiera llamadas, mensajes ni videoconferencias. Los minutos se hacían demasiado largos y volví a observar a la chica. Tenía la cabeza inclinada hacia abajo, como la amapola solitaria que teníamos enfrente. Cuando la levantó, los ojos ni brillaban ni estaba tristes. Sus ojos lloraban como esa mañana de mayo.

Quise acercarme a ella, quise preguntarle si se encontraba bien o si necesitaba algo, es más, me habría encantado sentarme a su lado y acariciarle la mano por encima del guante, incluso abrazarla en silencio para protegerla de alguna manera de la lluvia, de la soledad, de lo que fuera que la vida le estaba haciendo. Tal vez para protegerme a mí mismo de mi propia tristeza y rescatarme de ese estado extraño en el que me encontraba.

Me acordé entonces de una película que había visto de pequeño y de la que no me había vuelto a acordar hasta ese momento. Era una película de John Travolta en la que un chico, nacido sin defensas inmunológicas, debe estar toda su vida en un ambiente libre de gérmenes, lo que le hace vivir en una especie de habitación de plástico instalada en su propia casa.  Cualquier objeto, ya fuera un juguete o un biberón, debían pasar un minucioso proceso de esterilización antes de entrar al interior del habitáculo y sus padres y el resto de las personas solo podían tocarlo a través de unos guantes de plástico instalados en la pared de la habitación burbuja. El niño, lo empecé a recordar, asistía a clase por medio de una cámara de vídeo de aquellos años setenta. Exactamente igual que ahora.

La película estaba basada en un hecho real de un niño que de bebé no pudo ni siquiera pasar por los brazos de su madre y cuya burbuja se mantenía hinchada gracias a unos ruidosos compresores que hacían difícil escuchar con claridad sus palabras y mantener una conversación con él. En su día, había leído mucho sobre ese caso que me había sobrecogido, porque en mi casa de cinco hermanos no había ni un solo espacio para la intimidad y la soledad. Aunque me costaba reconocerlo, a veces envidiaba la burbuja de ese niño, lo que inmediatamente me hacía sentir fatal, por otra parte. Tal y como los médicos pronosticaron, el niño burbuja sobrevivió y comenzó a crecer con relativa normalidad (eso decían), a pesar de nunca pudo sentir el calor del cuerpo de su madre y de su padre ni jugar con otros niños, salir a la calle o ir al parque, prisionero de su propia enfermedad.

De alguna manera, yo también me sentía prisionero de mí mismo, de mi vida, de aquella situación insólita que estábamos viviendo. Me habría gustado poder compartirlo con la chica de los ojos que lloraban y derramaban lágrimas en el borde de la mascarilla de flores. Di un pequeño paso hacia el banco metálico y ella se removió en el asiento, así que volví a pegarme al cristal de la marquesina.

Reflexioné entonces acerca de si, en los tiempos «normales», la chica me habría llamado tanto la atención y me habrían entrado tantas ganas de ayudarla o todo aquello era debido a lo que estábamos viviendo. En cualquier caso, los ojos de la chica estaban cada más oscuros debido a que sus lágrimas se habían mezclado con la pintura de sus ojos sin que ella hiciera nada por evitarlo o solucionarlo más allá de pasarse suavemente la mano enguantada para retirarlas.

La lluvia caía con toda la determinación que a mí me faltaba para acercarme a la chica, para darme la vuelta y volverme a casa, para darle la vuelta a mi vida como un calcetín.  La bolsa con el pan y el jamón me pesaba cada vez más y, mientras esperaba la inminente llegada del autobús, recordé otra cosa que no tenía nada que ver con lo anterior. Me vino a la cabeza el significado de la palabra «compañero», término derivado del latín cumpanis (cum: con, panis: pan), es decir «con pan» o los que comparten el pan, como lo hacían los trashumantes y los antiguos viajeros o el mismo Jesucristo en la última cena.

Y pensé que, tal y como los niños se calman cuando les das algo de comer, yo podía ofrecerle un poco de mi pan de espelta y masa madre a aquella chica triste. Le ofrecería una rebanada con un poco de jamón encima y yo también me prepararía otra y los dos nos la comeríamos con la mascarilla bajada mientras contemplábamos la lluvia y la solitaria amapola. Y luego, tal vez, las cosas fueran mejor o, simplemente, las veríamos de otra manera. Seríamos algo así como compañeros, tanto o más que los que me esperaban en la oficina.

Cuando llegó el autobús, esperé a que ella subiera primero, pero no se movió el sitio. Yo dudé durante unos segundos, pero finalmente me subí, apesadumbrado y sin fuerzas.

Antes de arrancar, miré por el cristal lleno de gotas hacia el asiento de la marquesina. Ella ya no estaba. Y yo me quedé sin saber para siempre si sus ojos habían vuelto a brillar o seguían llenos de lluvia.

4 comentarios en «Compañero»

  1. Un relato extraordinario que refleja muy bien estos momentos que estamos viviendo, llenos de incertidumbre y melancolía
    Al leerlo te hace sentir una emoción sutil que a veces me ha hecho ver más que una primavera un otoño, con la unica diferencia de que en otoño no estaría una amapola resistiedo las inclemencias.
    Precioso relato, gracias ad

  2. Gracias por tu literatura que me atrapa y traslada sin darme cuenta y consigue abstraerme de vez en cuando de la rutina de trabajo inagotable. Es la dosis perfecta. Tus relatos me conmueven y emocionan, y casi siempre me arrancan sonrisas. Gracias, amiga.

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