Nunca he tenido un pueblo y, por tanto, siempre he idealizado un poco las conversaciones de balcón o esas largas horas al atardecer cuando los vecinos sacan sus sillas a la acera para charlar de lo cotidiano o, simplemente, para estar.
El otro día, a primera hora de la mañana, abrí las ventanas de la casa para ventilar y me asomé al balcón. Normalmente no lo hago porque, aunque la calle donde vivo es estrecha, tiene mucho tráfico, lo que equivale a mucha contaminación. Además, el edificio de enfrente está demasiado cerca para mi gusto. Como no me gusta sentirme observada, suelo tener la cortina corrida, a pesar de que eso implique tener menos luz.
Pero en los días raros, hago cosas que normalmente no hago. Por ejemplo, salgo al balcón de madrugada y me siento en la pequeña silla de enea para contemplar la calle vacía y silenciosa. No hablo solo del silencio resultante de la ausencia de coches y de personas, sino a otro tipo de silencio, más extraño, abrumador y sugerente que envuelve la ciudad desde hace unas semanas. Allí, en el balcón, apoyo la espalda contra la pared, cruzo los brazos para abrigarme y cierro los ojos. La respiración se ralentiza y por unos momentos siento que estoy sola en el mundo. No me desagrada.
Pues bien, el otro día, como digo, salí el balcón bien temprano. El silencio de la noche se había transformado levemente, quizá por efecto de la luz, y los pájaros, en los que no suelo reparar (no sé si porque no suelen estar o porque yo no pongo atención) piaban con alboroto.
Apoyé los brazos en la barandilla y cerré los ojos para que el sol recién estrenado me diera en la cara. Había dormido a trompicones, como últimamente me sucede en los días raros, y agradecí ese calor tibio y reconfortante.
—Buenos días. —Escuché.
Abrí los ojos y tardé unos segundos en comprobar que la voz procedía del balcón de enfrente. Me quedé unos segundos mirando a aquel hombre, que, como yo, solía tener las cortinas corridas. Es más, acostumbraba a bajar la persiana, por lo que pensé en varias ocasiones que allí no vivía nadie.
—Buenos días —respondí con la voz un poco pastosa cuando mis ojos se acostumbraron a la luz. Iba a meterme en casa rápidamente, cuando el hombre dijo:
—Parece que va a hacer un buen día.
Llevaba los pantalones del pijama, pero por arriba se había puesto un jersey negro de pico y, en los pies, unas zapatillas deportivas. Yo estaba en pijama, quiero decir con todo el pijama. No era especialmente bonito, como los que venden en algunas tiendas y que parecen ropa bonita y hasta sexi para estar en casa; no, mi pijama era de franela y tenía un estampado de círculos de colores que estaban tan desgastados que desde cierta distancia se podían confundir con manchas. «Lo que me faltaba, hablar con un vecino de balcón a balcón sobre el tiempo», pensé al tiempo que hacía ademán de meterme en casa, echar las cortinas y hasta bajar la persiana del salón.
—Sí —contesté por educación antes de hacer un gesto vago con la mano de despedida.
Pasé el día trabajando de espaldas al ventanal para tener buena luz, pero me sorprendí varias veces echando la vista atrás con disimulo. Luego, de madrugada, tras un rato desvelada, salí al balcón. Todo estaba en ese silencio espeso y atemporal de los días raros. El vecino de enfrente tenía la persiana bajada. Por la mañana, cuando sonó el despertador, me levanté con pesar y me di una ducha para despejarme. Luego me puse una mallas y un forro polar y, mientras se hacía el café, me asomé al balcón. El día estaba nublado y olía ya a una lluvia que no tardaría en caer. Son cosas que se notan cuando tienes tiempo y el aire está más limpio porque en la calle no hay coches ni personas y la vida se reduce a su mínima expresión.
—Buenos días —dijo el vecino, que continuaba luciendo esa extraña vestimenta, mezcla de pijama y ropa informal—. Me gustaba más el pijama que llevabas ayer.
Me pareció de lo más insolente y entrometido. Además, me daba mucha rabia que pensara que me había cambiado de ropa para estar más presentable delante de él.
—No sabía que teníamos una cita —dije, antipática.
—Disculpa, no quería molestarte, es que no estoy muy acostumbrado a hablar con los vecinos y menos así, de balcón a balcón —dijo—. Nunca tuve pueblo y es algo que siempre he añorado.
—Yo tampoco —contesté antes de darme cuenta de que estaba entablando una conversación con él.
—En estas semanas de retiro estoy descubriendo muchas cosas nuevas. No están mal, si te soy sincero. Una de ellas es hablar contigo. Nunca he sabido quién vivía en la casa de enfrente. —Me removí un poco e imploró—: No te vayas, por favor, quédate unos minutos tan solo. ¿Nos tomamos el café mientras hablamos un poco? —preguntó con una sonrisa tímida.
Sin dejarme responder nada, se metió en su casa. Yo hice lo mismo, con la evidente intención de no volver a salir, pero cuando regresé al salón con mi café vi que estaba en el balcón con su taza en la mano esperándome. Salí y dije sin venir a cuento:
—Según un estudio de la Universidad de Yale publicado en la revista Cell, nadie es normal.
Se hizo un silencio dentro del silencio que reinaba en la calle vacía. Dio un sorbo a su café y cerró los ojos unos instantes. Creía que estaba pensando sobre lo que yo acababa de decir cuando dijo:
—Me gusta este olor justo antes de que llueva.
Me molestaba que pensara las mismas cosas que yo, así que seguí con lo mío.
—El artículo de Cell que habla de la normalidad cuestiona la historia de nuestra especie. Sus autores critican la idea que asume la evolución como un camino unidireccional que nos ha llevado a lo óptimo. La evolución no nos ha llevado a tener un único patrón de comportamiento, sino a una enorme cantidad de ellos. Más que lo óptimo, el motor que nos mueve como especie es lo diverso —dije, haciendo mías las palabras que un profesor apellidado Saborido había dicho para el artículo de El País en el que se hablaba de lo que es normal y lo que no lo es.
El vecino continuaba en silencio y con los ojos cerrados. Por unos instantes pensé que se había adormilado.
—Yo creía que era raro y ahora, en estos días donde todo se sale de la normalidad, me parece que estoy empezando a ser más normal que nunca.
Me irritaba que el vecino no estuviera a la altura de mi discurso; aun así, continué impasible:
—Lo óptimo es un mito. Evolutivamente, somos capaces de desarrollar comportamientos distintos porque vivimos y nos enfrentamos a contextos muy diferentes. Si solo tuviéramos una forma de actuar, seríamos un desastre. —Seguían siendo las palabras del profesor Saborido, pero me gustaba dármelas de intelectual con aquel hombre con pantalón de pijama.
—Yo, por ejemplo, nunca tengo tiempo para escuchar el silencio o para aburrirme. Ahora, como me he quedado sin trabajo, estoy haciendo punto de cruz. Me ha dejado un trozo de tela y unos hilos una vecina, también un patrón un poco anticuado, pero me vale. ¿Sabes que puso un anuncio en el portal, al lado de los buzones, ofreciendo tela e hilos por si alguien necesitaba llenar su tiempo cosiendo? Como había dejado su número de teléfono escrito, el otro día cuando bajé la basura lo apunté y la llamé. Nunca había hablado con ninguna vecina por teléfono y menos aún por el balcón. —Sonrió y dio otro sorbo a su café—. Me dejó la tela, los hilos y el patrón en mi felpudo y yo, al día siguiente, le dejé un táper con albóndigas. Nunca las había hecho y no me quedaron tan mal. Le gustaron, aunque mi vecina, que es ya mayor, debe cocinar estupendamente.
—¿Sabes que sentirse fuera de lo común mueve a muchas personas a ir al psicólogo? Muy pocas dicen «yo no soy normal», sino que la mayoría prefiere señalar: «Doctor, lo que me pasa no es normal». Es decir, viven esas experiencias como algo inconfesable o reprobable —seguí reproduciendo obcecada las palabras del artículo que había leído.
—Parece que mucha gente quiere volver a la normalidad, pero yo me estoy haciendo una nueva normalidad que no tiene nada que ver con mi antigua normalidad, no sé si me entiendes.
Yo estaba citando un artículo de la reputada revista científica Cell y aquel hombre no dejaba de decir banalidades. Insistí:
—Las personas tendemos a parecernos y solemos establecer perfiles o categorías para las distintas conductas. Pero otra cosa es la existencia de la normalidad. El individuo promedio es una caricatura, no existe, es una mera construcción estadística. —Me estaba dando un poco de vergüenza ya arrogarme las palabras del artículo de El País, pero no podía parar.
—Yo me creía que era normal. Me levantaba, iba al trabajo, comía a toda velocidad, seguía trabajando, compraba algo de vuelta a casa, cenaba, tomaba ansiolíticos, veía la tele, me acostaba y al día siguiente vuelta a empezar. Nunca me había fijado en los pájaros. No sé si es que no estaban antes o es que yo no reparaba en ellos, ¿tú?
No quise contestar. Aquel hombre, no sé por qué, me molestaba e intrigaba a partes iguales. Como si en cierta manera se hubiera instalado en mi cabeza y en mi forma de sentir.
—Sí, me gusta dedicar unos minutos cada mañana a escucharlos, es una forma de conectar con la naturaleza dentro del caos de la ciudad —mentí sin saber por qué.
—A eso yo lo llamo sabiduría. ¿Sabes que yo creía que mi trabajo era fijo y para toda la vida? Y mira ahora, en la cuerda floja y sin saber qué va a pasar. No me preocupa, la verdad. Me siento cómodo dentro de esta incertidumbre. Claro que siempre puedo vender este piso que heredé de mis padres.
Se calló, quizá esperando que yo dijera algo, pero yo no sabía exactamente qué decir. Dejó la taza en el suelo, abrió los brazos y se estiró con ganas al tiempo que inhalaba con fuerza.
—Y el silencio, ¿qué me dices del silencio? Al principio me mareaba y todo, pero ahora me encanta. Es como un gran paréntesis donde no hay nada. Y lo mejor de todo es que no siento la necesidad de rellenarlo. No pongo ni la tele.
De pronto, aquel hombre empezó a interesarme.
—Te he mentido.
—¿Sí?
—Sí, nunca me había dado cuenta de que había pájaros y tampoco era consciente del silencio, pero yo sí me empeño en seguir llenándolo.
Ahora el que se quedó callado fue él.
—Yo también te he mentido —dijo, al cabo de algunos segundos.
—¿Sí?
—Sí. No te conocía de nada, pero desde que empezamos con el retiro hace unas semanas, te he estado observando. Bueno, he estado observando tu espalda mientras trabajas. Me gusta esa forma que tienes de sujetarte el pelo y de sostener la taza entre tus manos. No sabía qué cara ponerte.
—¿Y?
—Me gusta. Pero no te ofendas, por favor, solo es algo sincero.
Me quedé sin habla.
—Una vez leí un relato en el que dos vecinos que apenas se veían y se trataban, empezaban a pasarse mensajes a través de la cuerda de tender la ropa del patio interior que compartían. La cosa se complicaba cuando él le robó unas bragas… Luego la cosa iba a más, pero no te digo el final por si lo quieres leer —dijo—. Me gustaría que fuéramos vecinos del mismo edificio. No por lo de las bragas, entiéndeme, sino porque te pasaría en una bolsa unas lentejas o unos garbanzos. Estoy aprendiendo a cocinar. ¿Te gustan las legumbres?
Y allí, apoyada en la barandilla y recibiendo en la cara las primeras gotas del mes de abril, me dije que a la mañana siguiente saldría al balcón para escuchar a los pájaros y charlar con el desconocido de enfrente. Con la taza de café en la mano y mi pijama descolorido de franela.
Hola Elena,
me ha encantado este relato. A veces, es cierto que establecemos relaciones inesperadas, sorprendentes, y que casi siempre vienen de la mano de situaciones impuestas en las que las personas nos convertimos en una especie de náufragos en un archipiélago lleno de pequeños islotes, desde donde nos intentamos comunicar con mayor o menor torpeza.
Humor y sensibilidad de la mano en este sutil escrito.
Un beso.