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Debilidades

Hay veces que cuando voy a hacer la compra, hago eso, hacer la compra. Pero hay otras veces que cuando voy a hacer la compra también me fijo en la cesta de la compra de los demás. Ocurre también, de vez en cuando, que alguien se fija en lo que yo compro.

Las cosas no son tan sencillas como parecen.

Vivo sola y soy maquetadora. Lo cuento porque eso explica que sea yo la única que haga la compra en mi casa y que mis hábitos sean a veces tan cuadriculados y ajustados como los folletos que maqueto. Voy al súper cuatro veces al mes, una por semana; una de esas veces, hago una compra superior de cosas que al cabo de esas semanas se me han agotado. En esa ocasión, entre todos los comestibles sanos que adquiero, van dos cosas a las que no puedo renunciar: los tranchetes y las galletas Oreo.

Odio los hipermercados y grandes superficies, por eso el súper donde compro es de tamaño medio y desde hace unos meses ha habilitado un pasillo para alimentos ecológicos. Ahí me dirijo cada vez para comprar verduras, hortalizas, huevos y cosas como chía, avena y cúrcuma que tomo porque me gusta cuidarme. Eso no quita que no pueda superar mi adición por los tranchetes y las oreos. Pero como sé que en el fondo es algo asqueroso, cuando llego a la caja los camuflo entre las judías verdes y los champiñones.

Igual nadie me está mirando, pero, como me parece una incongruencia, trato de disimular. Después de horas y horas de observar las cestas de la compra de gente de todo tipo y condición, me he dado cuenta de que casi todos tenemos nuestras debilidades. Bueno, hay gente que vive directamente en una debilidad y sus carros están llenos de alimentos ultraprocesados, refrescos y demás porquería alimenticia. Que quién seré yo para decir nada, pero lo digo o, mejor dicho, lo pienso. No puedo evitarlo.

Me conozco muchas cestas de la compra, hasta tal punto de que alguna vez he estado a punto de decirle a alguien que no se preocupara, que si un día por algún motivo no podía ir al súper yo le haría la compra. Sin lista ni nada porque me la sé de memoria. Pero sé que esta predisposición mía a ayudar iba a quedar sepultada porque esa persona únicamente se quedaría con que la he estado observando, y mucho.

Por ejemplo, hay un señor asiático (creo que es japonés, por lo del orden) que nunca coge carro, sino una cesta de ruedas. Y allí se caben infinidad de cosas que yo sería incapaz de encajar, a pesar de ser maquetadora. Aquello parece un tetris. Luego, en la caja, lo va sacando todo con cuidado. Siempre son las mismas cosas: fruta y verdura, arroz, fideos, soja, bebidas vegetales, algún tipo de pescado y… ¡una tableta de chocolate blanco! Sí, amigos. Nada de chocolate al 89 % ni de comercio justo. Chocolate blanco, y de marca desconocida, además. Como digo, todos tenemos nuestras debilidades.

Un día que estaba pagando y él era el siguiente, me fijé en que estaba examinando mis adquisiciones. Como era la compra más grande del mes, y por tanto incluía mis dos pecados, el japonés no pudo evitar abrir los ojos (hay que estar atento a esto, si no puede pasar desapercibido) cuando planté en la cinta los tranchetes. Al poco, echó un poco la cabeza para atrás cuando se dio cuenta de que después de pasar los tomates y las zanahorias ecológicas aparecieron en la cinta las oreos. Pero para ese momento yo me había recobrado de la zozobra inicial y lo miré directamente a los ojos. Mantuvimos la mirada durante unos segundos y al final bajó los ojos hacia su cesta haciendo que iba a sacar algo. No puede uno ponerse chulo cuando compra chocolate blanco y del malo, además.

Me ocurre que, cuando tengo delante a alguien que compra todo tipo de productos chungos, el sacar los tranchetes y las oreos no me supone tanto esfuerzo, pero si se trata de alguien sano que no cae en ninguna tentación, entonces me las veo y me las deseo para pagar mis dos vicios que, en casa, tienen su lugar exacto. Los tranchetes los pongo detrás de la leche de arroz, por eso de agrupar todos los «lácteos». Las oreos van detrás del arroz y la pasta, por eso de agrupar todos los «carbohidratos». Sé que os habéis fijado: siempre van «detrás».

Así no los veo y me remuerde menos la conciencia, además que, al no tenerlos tan a mano, me duran más. Los tengo racionados, claro. O bien para momentos en los que quiero recompensarme o bien para momentos en los que no puedo más con la vida. Como esos momentos, sean de los primeros o de los segundos, son cada vez más frecuentes, tengo serios problemas y últimamente me ocurre que a mitad de mes me he quedado sin ellos. Solo una vez, cuando aquel imbécil me dijo que yo era demasiado cuadriculada y que él se sentía más como un círculo y se fue de casa, me comí todos los tranchetes y todas las oreos de golpe. Pero, normalmente, consigo que me duren bastante.

El otro día, en la cola, se puso detrás de mí un chico al que venía observando desde hacía unas semanas. Tenía barba y era alto y desgarbado; en la cesta llevaba pepinos, lechuga, pan integral, tres botes de especias que no pude identificar y dos sobres de salmón ahumado. Vamos, que era noruego o algo parecido. Todavía no sabía si me gustaba o me caía gordo, pero el caso es que no podía quitarle la vista de encima, ni a él ni a su compra.

Bueno, pues después de sacar la primera tanda de alimentos sanos, puse en la cinta las oreos, que pasaron bastante desapercibidas. Saqué la segunda tanda sana y dejé casi para el final los tranchetes. Cuando la chica pasó el láser por el código de barras, se produjo algún tipo de error, por lo que introdujo la numeración a mano con esa habilidad en los dedos delos cajeros que siempre me ha dejado pasmada. Pero tampoco funcionaba la cosa. Fue entonces cuando gritó (estas cosas pasan en los supermercados del tipo al que voy yo):

—Niñaaaaaaa, ¿cuál es el código de los tranchetes?

La otra estaba muy ocupada en su caja y no debió de entender bien lo que le decía.

—¿Quééé? —gritó a su vez.

—¿¡Que cuál es el código de los tranchetes!?

—Ah, los tranchetes, dices.

—Sí, hija, los tranchetes, los tranchetes.

Metí la cabeza dentro de la cesta haciendo que buscaba algo porque si volvía a escuchar a gritos la palabra «tranchetes» iba a explotar como una granada. El noruego del salmón no dijo nada, pero carraspeó más fuerte de lo normal. Quería girarme para llamarle imbécil (decididamente me caía gordo), pero estaba tan azorada que no era capaz de ponerme chulita.

Alcé la cabeza lo más dignamente posible. La chica había pasado por fin los malditos tranchetes y estaba esperando a que pagara. Mientras salía el ticket, vi al japonés en la otra caja. Me dirigió una sonrisa que él quería hacerme creer que era de empatía, pero que yo sé que era de superioridad. Está claro que los tranchetes y las oreos es algo mucho peor que una tableta de chocolate blanco.

Salí a la calle tan rápido como pude y al pasar por una papelera del parking tiré los tranchetes a la basura. Puse la bolsa de la compra en el suelo del asiento del copiloto y traté de calmarme. «Será imbécil la cajera, a qué venían tantos gritos. Y el imbécil del salmón carraspeando, ¿no tiene cojones de decir claramente lo que piensa? Por no hablar del enano japonés, mucha soja y mucho brócoli, pero bien que le das al azúcar en vena».

Me cogí una coleta porque estaba sudando, me puse las gafas de sol y antes de arrancar me dieron ganas de bajarme y coger los tranchetes de la basura, pero si alguien me veía sería el fin y ya nunca podría volver a comprar allí. Así que me lo quité de la cabeza, me agaché y con la mano temblorosa acaricié el paquete de las oreos, sabiendo perfectamente que me no me iban a durar ni media hora.

Como digo, las cosas no son tan sencillas como parecen.

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