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Dentro y fuera

Durante más de treinta años viví como si fuera una espectadora. A la intemperie. Con la nariz pegada a un cristal, contemplando lo que hacían unos desconocidos (fuera lo que fuera) y deseando unirme a ellos. Me costó muchos años darme cuenta de que lo que único que tenía que hacer, simplemente, era abrir la puerta y entrar.
Desde pequeña me ha gustado mucho mirar. Y cuando digo mirar quiero decir observarlo todo. Al principio era el vuelo de un pájaro, el vaivén de la cortina, la falda de una amiga de mi madre, los lápices de mi compañera del colegio, los dientes de la profesora, etc. Al crecer me fueron atrapando cada vez más las manos, las voces, la boca, los ojos, las cejas, hasta que llegó un día, sin darme cuenta, que me podía pasar una tarde entera sentada en un banco del parque viendo a la gente. Cualquiera. Me daban igual niños que ancianos, madres o chavales de mi edad. Me sentaba allí, siempre con un libro para disimular, y empezaba a mirar.
Luego, elegía a uno. Uno del que me llamara la atención algo: la forma de su pelo, la manera de cruzar las piernas, el color de los zapatos, la forma de jugar si era un niño… Y de ese iba pasando a otro y luego a otro hasta hacerme con la escena entera. Me divertía especialmente (y lo sigue haciendo) observar a los que compartían una misma mesa en un bar o en un restaurante. Era como un crucigrama. Iba rellenando poco a poco las definiciones y no me daba por satisfecha hasta que lo completaba y me hacía una idea, al menos general, de qué lazos familiares o afectivos unían a sus componentes.
Por eso me gustaba tanto el metro. Yo era una desconocida. Una mujer joven con un libro o unos cascos sin volumen con acceso a muchas conversaciones, a muchos perfiles, a muchos rostros. Una mujer de treinta años que hacía cada día de lunes a viernes el mismo recorrido para ir al laboratorio donde trabajaba sin llamar la atención de nadie.
No era, ni soy, una cotilla. No se trataba de saber de la vida de nadie. Se trataba, simplemente, de captar un momento, de querer saber más de esa persona, de querer compartir algo de lo que estaba viviendo, de formar parte de su vida si lo que hacía me parecía interesante (y a menudo me parecían interesantes muchas vidas). Después, salía a la calle y me olvidaba por completo de los rostros, de las voces, de las conversaciones, de sus vidas. Me metía en el laboratorio, trabajaba y, muy de vez en cuando, iba a tomar algo con las compañeras para obligarme a la salir de mi burbuja, de la que solamente escapaba algunos fines de semana con mis dos amigas de la universidad. No eran planes sofisticados, a veces ni siquiera divertidos, pero era un estar en compañía, un mantenerme pegada a la realidad sin que los días se me fueran mirando por el cristal.
Vivir desde fuera lo que otros hacen es tremendamente agotador y supone pasar por varias fases, como el que es adicto a fumar o a comer o a jugar a las máquinas. Primero te resistes a hacerlo, es algo que sabes que, en algún sentido, está «mal». Mirar lo que hacen otros puede resultar intimidatorio, molesto o invasivo si al que estás observando se siente y se sabe observado. Y que te pillen observando es algo penoso. Es lo peor de vivir como una espectadora. De repente te sientes sucia, quieres pedir perdón, explicar que no eres una chismosa, que solo sientes envidia de lo que esa persona está contando, que quieres ser como ella, quieres atreverte a llevar esos zapatos, o a reírte como ella, o quizás a tener una aventura como la que está contando o cantar como ese chico, a pesar de que está desafinando.
En el momento en el que como observadora te sientes observada quieres explicar estas cosas y muchas más. Pero yo solo bajaba la mirada hacia el libro o cerraba los ojos, como cuando era pequeña y pensaba que por hacer esto todo lo malo iba a desaparecer por arte de magia. Cuando me metía demasiado en la conversación de alguien o cuando llevaba mucho tiempo mirando a una persona, era lo único que podía hacer, cerrar los ojos. Me habría gustado levantarme y cambiarme de asiento, pero nunca lo conseguía. Me sentía paralizada, abrumada, y me limitaba a cerrar los ojos. En ocasiones, solo en algunas ocasiones, cuando los abría, la persona había desaparecido, y entonces resoplaba discretamente hasta que el malestar se diluía poco a poco.
Hasta que aquel día la persona a la que observaba no desapareció ni se cambió de asiento. Era una chica de unos veinte años. Llevaba una camiseta de tirantes sin sujetador. No se le veía el pecho, pero se intuía porque, además, gesticulaba mucho al hablar. Por eso me di cuenta de que no se depilaba las axilas. Tampoco las piernas. Llevaba una falda de algodón bastante descolorida y de ella emanaba un perfume para mí desconocido. Llevaba el pelo recogido en un moño hecho de cualquier manera y solo llevaba maquillados los ojos con una sombra de purpurina que me tenía absolutamente fascinada. Era algo que yo pensaba que no iba con ella, pero la chica parecía encantada de ser tal y como era.
Yo estaba tan atrapada mirándola que apenas me di cuenta de su acompañante. No podía apartar la mirada de sus piernas y axilas sin depilar, de su escote, de sus manos moviéndose sin parar. Eran de una libertad y una frescura tal que yo, a su lado, me sentía como una vieja con mis vaqueros y mis deportivas blancas, la coleta perfectamente hecha y ese tono rosa pálido de labios. La chica hablaba de sus clases de escritura con tanta pasión que yo solo deseaba saber a qué tipo de escuela o taller acudía para apuntarme yo también (todo era mentira, claro, y yo lo sabía, pero en ese momento, en ese justo momento, era lo único que anhelaba). Parecía tener muchas ideas y se llevaba las manos al pelo, a la cara y al brazo del chico. Le eché un vistazo rápido, pero no me atrajo nada, como si ella lo eclipsara todo. Estaba claro que a él le gustaba (no paraba de halagarla y de animarla), pero ella parecía no necesitar nada de eso. Y esto es lo que más me atraía. Su seguridad. Su alegría. Su valor para no depilarse. Su vitalidad.
Debía de estar tan atrapada mirándola, embebiéndome de ella, que no me di cuenta cuando se dirigió a mí. No lo hizo en un tono alto, ni enfadada, solo sorprendida y vagamente molesta:
—¿A ti qué te pasa? Llevas media hora mirándome. Me da igual lo que te pase, pero desaparece.
Esa vez sí, me levanté como un resorte y, empujando a quien tenía delante, salí del vagón de forma atropellada. Empecé a correr por el pasillo sin poder contener las lágrimas, y solo cuando estuve en la calle me senté en un banco y di rienda suelta a mi llanto. Lloré por el bochorno de haber sido reprendida, por la lástima que sentía por mí misma, por todo el aburrimiento, por mi timidez, por mis miedos, y me sentía tremendamente avergonzada. Debí estar llorando un buen rato, porque cuando por fin conseguí serenarme vi cómo un matrimonio me miraba con pena, la mujer del quiosco de al lado se dirigía a mí con un vaso de agua y un grupo de cuatro o cinco chicas cuchicheaban abiertamente. Y volví a salir corriendo. Y mientras corría lloraba. Lloraba porque ahora era yo la observada y lo detestaba profundamente. No quería dar pena, no quería ser el foco de atención de nadie. No quería que nadie se fijase en mi pequeñez.
Cuando por fin llegué a casa, me tumbé en la cama y seguí llorando. Lloré tanto como no lo había hecho en toda mi vida. Y en esa borrachera de lágrimas, y sin saber muy bien cómo, tomé la decisión de dejar de ser espectadora, de abrir la puerta (fuera la que fuera) y, simplemente, entrar.
A partir de entonces, empecé a quedarme algún viernes a tomar algo con mis compañeras del laboratorio, acepté un par de invitaciones para tomar una copa con un chico, me apunté a la carrera que organizaba la empresa y organicé con mis amigas de la facultad un viaje de fin de semana a la playa. Imagino que muchos estarían sorprendidos con este cambio, pero nadie dijo nada, como si al manifestarse al respecto se fuera a romper el hechizo.
Poco a poco fui sintiendo que me sentía bien dentro. Dentro de las relaciones, de las conversaciones, de las fiestas. Fui a muchas en esa época. Era algo que no había hecho antes y que yo me había automedicado para salir de mi condición de tímida espectadora anhelante de la vida de los demás. Me seguía gustando observar (y me sigue gustando, repito) pero ya no era una necesidad, lo había convertido en un divertimento, algo liviano, porque estaba llenando mi vida de gente y experiencias reales. A veces estas me defradudaban un poco y me daba por pensar que eran mejores las que a veces captaba en el metro o en los parques, como si estas tuvieran más chispa o fueran más atrevidas o más sugerentes.
Llegó un momento en que este anhelo, esta idealización, esta huida me estaban haciendo caer poco a poco en mi viejo rol de víctima espectadora, así que me armé de valor y decidí organizar, por primera vez en mi vida, una fiesta. Invité a mucha gente, quería que fuera una fiesta multitudinaria y temática. Bueno, no sé si «temática» es la palabra. Iba a ser la fiesta de «Abre la puerta y entra». Algunos me preguntaron qué quería decir esto, si era una fiesta del terror o algo parecido, pero yo no quise aclarar nada. Querían saber si iba a haber sorpresas o qué tipo de fiesta era. Yo solamente les decía que era una fiesta normal y corriente, una fiesta con la temática de «Abre la puerta y entra» y que cada uno lo interpretara como quisiera. No sabía de dónde estaba sacando las fuerzas ni el arrojo para hacer lo que estaba haciendo, pero había una fuerza en mí que me impulsaba, sorprendentemente, a seguir adelante.
Ahora, cuando me acuerdo de aquello, todavía sonrío. Finalmente, resultó una fiesta muy divertida y liberadora. Yo no elegí nada elegante ni nada a la moda, menos aún sofisticado. Quise hacer un homenaje a la chica que, sin saberlo, me había sacado del hoyo y me puse una falda de algodón por encima de la rodilla, una camiseta de tirantes escotada sin sujetador y un moño que traté de no hacer perfecto. Cuando me miré en el espejo, me quedé sorprendida. No era exactamente ella ni era exactamente yo, pero en conjunto me veía atractiva y distinta.
Los fui recibiendo a todos con una sonrisa y asombrada por el aspecto dispar que presentaban mis invitados. Algunos se habían vestido de fiesta, muy elegantes, otros iban medio disfrazados (llegué a ver a tres compañeros del laboratorio vestidos de la Guerra de las Galaxias y a dos conocidas ataviadas al estilo de los años veinte) y había quien había optado por pasar desapercibido y miraba al resto y sobre todo a mí como preguntando de qué iba eso. Avanzada la fiesta, llegaron dos amigas del instituto, con las que había retomado contacto por Facebook, con un look de la familia Adams o algo parecido. Definitivamente, algunos habían confundido «Abre la puerta y entra» con una película de terror.
Y allí, en medio de esa fiesta extraña donde todos bailamos y bebimos mucho y donde, ya de madrugada, alguien brindó por «este encuentro loco» me di cuenta de que uno de los chicos de la Guerra de las Galaxias estaba incómodo. No era algo aparente ni evidente, pero mis muchos años de espectadora me habían hecho sensible a las miradas, a los rostros, a las emociones. Por este motivo, también me apercibí de que una chica a la que no conocía de nada (no sabía cómo había llegado allí ni con quién), tan sencilla con sus vaqueros y su camiseta azul marino, se sentía fuera de la fiesta aun estando dentro. Era otra espectadora. Supe, por su mirada, que deseaba con todas sus fuerzas ser una de mis amigas del instituto y haberse atrevido a ponerse un vestido de flecos y unos guantes largos de satén y fumar de una boquilla. Vivía como si tuviera la nariz pegada al cristal.
Y yo, achispada dentro de ese torbellino, me vi dentro y me vi fuera. Era la protagonista de la fiesta, al menos la había organizado yo y había creado todo aquello. Estaba dentro. Es más, era el eje sobre el que todo giraba. Pero había instantes en que era capaz de ver mi propia fiesta desde fuera. Como cuando era una chica que se acercaba al cristal para mirar lo que otros hacían y me imagina cómo debían ser sus vidas, qué avatares marcaban sus trayectorias.
Y, por primera vez en mi vida, me di cuenta de que todo era perfecto. Se estaba bien dentro y se estaba bien fuera. Pero no como antes, que casi suplicaba desde el otro lado del cristal, sino como si tuviera entrada preferente y disfrutara en primera fila del magnífico espectáculo de la vida.

2 comentarios en «Dentro y fuera»

  1. Como espectadora que entra y sale, tengo que decirte una vez mas, que no dejas de sorprenderme……no sólo porque entres y salgas….me fascina como entras y sales con las palabras.
    Felicidades una vez más por un relato que te hace ser la protagonista, sea de la historia que sea.
    Gracias

  2. Absolutamente genial. Siento cientos de flechas «amables» llegando a mí relacionadas con esas escenas con las que me identifico. En un muy reciente viaje familiar he vivido exactamente eso y hacia el segundo día de absoluta espectadora asombrada decidí entrar y la experiencia de viaje se volvió mucho más gratificante. Aunque no puedo negar que sigo siendo una espectadora nata disfrutona y que a veces me paso, con «mi amiga Sole». Esa es la amiga que mi hija dice que tengo cuando me evado en mis contemplaciones ajenas. Jajaja. Elena, eres como una bruja, de las buenas, claro. Sueltas tus relatos en el momento justo. Y nos haces disfrutar y reflexionar, siempre, siempre.

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