Hay palabras sencillamente perfectas. «Delicuescente» es una de ellas y tiene que ver, en una de sus dos acepciones, con costumbres o movimientos artísticos o literarios que no tienen vigor y son decadentes.
Proviene del latín deliquescens, -entis, participio de presente activo de deliquescĕre, que significa «licuarse, derretirse».
Sin embargo, me quedo, sobre todo, con ese otro término que nos ofrece el diccionario de la Academia en su definición: «evanescente», es decir, que se desvanece o esfuma.
Bueno, pues con todo ello, ya podemos ponernos a soñar.
Podemos soñar con algo que, efectivamente, se licúa o se derrite. Una nube cuya forma se va desdibujando a nuestro pesar, una caricia que dura menos de lo que nos habría gustado, pero que nos deja un pálpito suave antes de desvanecerse, los ecos de unas palabras de amor que se han quedado flotando en el aire, unos pensamientos vagos que aparecen a la hora del amanecer entre la niebla, una cortina suave de seda que se ondula con la brisa que proviene del mar, el reflejo dorado del sol en la arena cuando apenas queda una sombra carmesí en el cielo, una flor de cerezo que cae sobre tu pelo, el olor fugaz de los naranjos cuando pasas a su lado con la bici, un arcoíris donde has dejado prendida tu mirada, unos copos de nieve inesperada en primavera que se disuelven en la palma de tu mano, los pétalos de una amapola que nace salvaje y te regala su belleza fugaz, los restos de un sueño que se queda suspendido en el aire de la habitación unos segundos antes de abrir los ojos y despertar…
Grandes hombres lo han dicho mejor.
Mi gran amiga D., que me ha hecho llegar este término, me regala estas palabras del magnífico Álvaro Pombo en su novela Virginia o el interior del mundo: «Figura delicuescente del hombre enamorado», porque estar enamorado es, en sí, algo que se va derritiendo poco a poco y que acaba por desvanecerse. Después del enamoramiento, puede ocurrir que no quede nada o que permanezca solo un recuerdo tal vez vibrante, tal vez lleno de nostalgia, tal vez atemperado, o que surja algo menos evanescente y más duradero, aunque no por ello menos ondulante, como es el amor.
Si hay alguien capaz de vincular «delicuescente» (término que los diccionarios asocian solo con los estilos literarios y artísticos) con la palabra «tiempo» ese es Cortázar. El resultado es tan delicioso que no hace falta leer más. Te puedes sentar, tumbar, cerrar los ojos, suspirar, soñar y regodearte todo cuanto desees. Solo hace falta leer «tiempo delicuescente» o, si te atreves, susurrarlo suavemente, y la magia brota al instante envolviendo esa imagen en una luz dorada y frágil que deja chiribitas en el aire.
Es en el capítulo 8 de Rayuela, cuando Horacio Oliveira y su amor, Lucía, la Maga, van caminando por el Quai de la Mégisserie de París viendo las peceras que se exhiben. Observan a la gente, a las vendedoras, a los niños y a los turistas que caminan por allí y tienen una conversación sobre lo triste y vacía que parece ser la vida de un pez que están mirando.
Hay que ser muy grande para escribir algo así, por eso es mejor que me retire y os deje a solas con el maestro.
«… Entrábamos en las tiendas donde las variedades más delicadas tenían peceras especiales con termómetro y gusanitos rojos. Descubríamos entre exclamaciones que enfurecían a las vendedoras —tan seguras de que no les compraríamos nada a 550 fr. pièce— los comportamientos, los amores, las formas. Era el tiempo delicuescente, algo como chocolate muy fino o pasta de naranja martiniquesa, en que nos emborrachábamos de metáforas y analogías, buscando siempre entrar».
No hace falta mucho más.
Piensas en un tiempo delicuescente, en un chocolate muy fino o en una pasta de naranja martiniquesa, y algo cálido, algodonoso, delicado y sutil se cuela por debajo de tu piel y te estremece.
Dulcemente licuado y agradecido, a D. por apuntar la palabra, y a la soñadora de palabras por estremecernos suavemente.