Hay personas que se afectan mucho. Yo también lo hago, de vez en cuando, y ni siquiera me doy cuenta, al menos en ese momento. Cuando uno está inmerso en la gazmoñería, es decir, afectado por virtudes, devoción o escrúpulos que no tiene está, digamos, representando un papel y hasta te puede hacer gracia o proporcionarte una sensación de ser mejor lo que eres en realidad. Lo que pasa con la gazmoñería, al igual que con todo aquello que no existe o de lo que careces, es que se acaba desinflando. Y, cuando se desinfla, uno solo se siente de una manera: ridículo.
El papel que, durante la interpretación, te parecía creíble, rozando lo sublime en algunos momentos, se muestra, cuando bajas a la realidad de lo eres como una patochada, otra palabra que me encanta. O, lo que es lo mismo, un disparate, un despropósito, algo necio o grosero. Lo dice el diccionario y, aunque no estemos siempre de acuerdo con las definiciones de la RAE, en esta caso me parece perfectamente adecuado.
Vamos, pues, a bajar un peldaño y a tocar algunas realidades en lugar de quedarnos en planteamientos teóricos o vagas reflexiones. Pongamos que estás en la pausa para el café en el trabajo y un compañero está contando que le está empezando a caer mal su hijo el mediano, el que tiene ocho años y no para quieto y es un insolente. Lo dice tan tranquilo, incluso sonríe cuando lo cuenta; los demás lo secundan y dicen cosas como «no me extraña», «vaya tela» o «es que los niños se ponen a veces insoportables». Entonces sales tú y empiezas a divagar sobre el amor familiar, sobre el respeto y la comprensión por los hijos, por trabajar la paciencia y la empatía, porque así lo crees, pero en el fondo a ti tu hija la pequeña también te cae un poco mal a veces. Te dices que no es que te «caiga mal», eso son palabras mayores, pero sí te pone de los nervios, te desquicia y alguna vez has murmurado para tus adentros «esta niña es tonta». Pero allí, con el café en la mano, defiendes a tus hijos, a los hijos de tus compañeros y a todos los hijos. Te gusta sentirte bueno, incluso un poco santurrón o con exceso de inocencia, casi rozando la mojigatería o la cursilada.
Pero regresas a tu puesto de trabajo con la cabeza bien alta, sintiendo que has dicho lo que tenías que decir, aunque todos te hayan mirado raro, solo que cuando regresas a casa evitas mirar a tu hija, que está merendando en la cocina, y te vas directo al baño a lavarte la cara. Tampoco te miras en el espejo, no sea que al irse tu gazmoñería te veas tal y como eres y te sientas un poco ridículo, incluso avergonzado.
Te prometes ser fiel a ti mismo, sincero y coherente y no volver a caer en las garras de la gazmoñería hasta que en el cumpleaños de tu cuñado todos hablan de lo que se van a comprar hoy en el black friday aprovechando los descuentos o de lo que ya han comprado durante la semana, porque ya no es el blak friday, sino la week friday: una aspiradora, unos edredones muy buenos, una mampara para la ducha, que ahora hacen unas de mejores materiales, hasta un sofá de esos con mando que se echan para adelante y para atrás y vibran y todo.
Entonces sales tú y despotricas contra el blak friday y la week friday porque no te parece más que consumismo puro y duro, comprar cosas a lo tonto solo por el descuento; atacas el capitalismo y el sinsentido de la vida, cómo estamos educando a nuestros hijos, qué tipo de mundo estamos construyendo. Lo dices con vehemencia porque así lo crees. No te comprarías un nuevo sofá así porque sí ni otra tostadora de un acabado más moderno cuando no hay necesidad, pero tu hijo mayor te ha pedido un videojuego para las Navidades y ahora está de oferta. Total, lo vas a comprar igual. ¿Por qué no aprovechar la locura del consumismo si lo ibas a adquirir de todas formas e ibas a acabar pagando más? En el cumpleaños dejas toda tu gazmoñería, pones sobre la mesa todas tus devociones, todos tus escrúpulos, todas tus virtudes junto con la tarta de tu cuñado, pero por la noche, cuando todos están durmiendo y tú mismo no sabes bien ni lo que haces, abres el ordenador y compras el videojuego, así por la mañana tal vez se te haya olvidado toda tu hipocresía.
Puede ocurrir, también, en una fiesta o reunión a la que te han invitado. Estás allí, con una copa en la mano y sin poder fumar, que es lo que realmente te gustaría para tener las dos manos ocupadas y es evidente que no puedes sacar el móvil porque es de mala educación y algo que está fatal visto. Das sorbos cada vez más frecuentes a tu copa y dejas vagar la vista por la habitación; no te encuentras muy cómodo entre todas aquellas personas tan estiradas y tan falsas y entonces, según pasan los minutos y baja el nivel de tu copa, empiezas a mostrarte gazmoño.
Sí. De repente viene un hombre con pajarita y te diriges a él en otro tono que no es exactamente el tuyo, sino como el del cura de la parroquia y dices palabras que normalmente no sueles utilizar como «empoderamiento», «bonhomía», «nefelibata» o «sororidad», que no sabes bien lo que significan, pero que crees que sirven para contrarrestar las conversaciones sobre negocios e inversiones que se producen a tu alrededor.
Luego, cuando llegas a tu casa un poco borracho, te tumbas en la cama con aire satisfecho. Sientes que has quedado muy bien, que has ofrecido una imagen de hombre virtuoso y con escrúpulos, un hombre como debe de ser, recto, comprometido, incluso has dejado a más de uno admirado. Todo eso se diluye como la niebla o se cae de golpe cuando te despiertas por la mañana y, al recordar tu interpretación, solo se sientes ridículo. Demasiada afectación. Cierto es que no te interesan los negocios, ¿pero qué necesidad de ese lado cursi y mojigato?
Ya lo decía Galdós en Miau: «Créeme, eso ya no es honradez, es sosería y necedad. Mírate en el espejo de Cucúrbitas; él será todo lo melón que se quiera; pero verás cómo llega a Director, quizás a Ministro. Tú no serás nunca nada, y si te colocan, te darán un pedazo de pan, y siempre estaremos lo mismo. Todo por tus gazmoñerías, porque no te haces valer».
Galdós hablaba también en La familia de León Roch de otro tipo de gazmoñería: es la gazmoñería racionalista, que consiste en escandalizarse en exceso de la credulidad de otras personas y en ridiculizar su fervor. Pero esto sería ya otro matiz y me divierte más quedarme con el otro, ese gazmoño que muchos llevamos dentro y que nos traiciona de vez en cuando.