Trabajando con un libro de física y química, leo, sobre la degradación de la energía, que, si bien la energía no se puede crear ni destruir, sí que se transforma, y que la naturaleza establece el sentido en el que se produce dicha evolución, desde los sistemas más ordenados a los menos ordenados. Y que siempre que un sistema evoluciona de forma espontánea desde una situación más ordenada hacia otra con más desorden, resulta que es imposible devolverlo a la situación física anterior. Dicha evolución se denomina «proceso irreversible».
A mí, no sé por qué, siempre me cuesta aceptar que algo es irreversible. No hablo ya de la muerte como final de una parte del camino, sino de cosas o situaciones de la vida que una vez se acaban y ya.
Empecemos por lo banal. Cuando tenía 18 años me regalaron mis primeros vaqueros Levis. Había todo un ritual por aquel entonces, que no recuerdo muy bien en qué consistía, pero que era algo así como meterlos en una bañera (no sé si solo en agua o con algún tipo de jabón) para que la tela vaquera, la «auténtica», se reblandeciera y luego fuera cogiendo mejor la forma de tu cuerpo. Esos vaqueros me duraron muchos años, los fui alargando todo lo que pude, añadiéndoles trozos de tela cuando se rompían (no se llevaba entonces eso de los vaqueros rotos). Esos trozos de tela, a los que en Vitoria mis amigas y yo llamábamos «petachos», eran cuidadosamente elegidos. A mí me gustaban los de cuadros, tipo escocés o punk, según se quiera ver.
Pues bien, un día los Levis fueron inservibles. No sé cuándo se produjo ese momento exacto, pero llega un instante en que constatas que aquello es, efectivamente, irreversible.
También pasa con las personas: las parejas, las amistades, la gente con la que nos relacionamos, o con los trabajos incluso y, si nos ponemos, con los sueños. Hay cosas que no se pueden mantener eternamente, que van evolucionando (o involucionando) de tal manera que el proceso es imparable y nada de lo que se haga puede devolver a esa persona a la situación anterior. Algo se ha roto. Algo ha cambiado. Se ha pasado, efectivamente, de una situación más ordenada a otra más desordenada. Tan desordenada que no hay quien la enderece. Así, un día, estás mirando por la ventana cómo el viento quizá excesivo aturde las ramas de los árboles cuando te das cuenta de que aquello, sea lo que sea, es irreversible. No le puedes dar la vuelta, como a ese jersey que te regalaron y que, no sabes por qué, sueles usar más por el lado estampado.
Los sueños también se comportan así a veces. Tienes un sueño en el que piensas de vez en cuando o todo el rato hasta llegar a agobiarte. Lo visualizas (dicen que la visualización tiene un enorme potencial) y te recreas en las imágenes. Lo sueñas cuando estás despierto y cuando estás dormido. Es tu sueño. Pero eso no quiere decir nada. Hay gente que ha hecho grandes cosas con los sueños hasta convertirlos en pura genialidad, pero no todos somos geniales, al menos no todo el tiempo.
No estoy hablando de pesimismo, entendedme, sino de que hay sueños que se caen, que no se pueden sostener. Y cuando el sueño se cae, cuando se difumina como una nube que se va deshaciendo poco a poco ante tu mirada atónita o prendada, se abre una especie de vacío que no sabes con qué rellenar.
Hay quien se apresura a llenar ese vacío que deja el sueño al caerse con otro sueño igual de voluminoso.
Hay quien lo rellena de pequeños sueños, menos ampulosos, pero más cuantiosos, como si fuera una colcha de patchwork.
Y hay quien no hace nada más que sentarse a observar ese espacio. Quien lo prueba sabe que, en ocasiones, uno puede llegar a familiarizarse con esa especie de vacío y llegar a sentirse razonablemente cómodo.
En fin, cuando hablamos de sueños, que es un tema que me gusta, hablamos de cualquier cosa. Es como si pusiéramos la variable x. Las personas se caen, se rompen, se alejan, se transforman, evolucionan, involucionan, se deshacen. También las relaciones, los proyectos, los trabajos…
Todos hemos debido vivir en algún momento ese punto exacto de admitir que se está produciendo algo irreversible. Suele doler más cuanto más nos empeñamos en estirarlo o en darle la vuelta, pero el resultado es el mismo: un punto final.
Lo bueno de los puntos finales es que a veces no son el final de todo, sino que son solo el final de un capítulo, un apartado, una sección… que da paso a otro capítulo, otro apartado, otra sección…
Detrás de lo irreversible asoman, de vez en cuando, un espacio y un tiempo desconocidos para soñar algo nuevo.
Otra semana laboral que, irreversiblemente, finaliza con la belleza.
Agradecido
Mil gracias por esta reflexión