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Detrás de la palabra: Risa

 

La risa es —así lo dice el diccionario de la academia— el movimiento de la boca y otras partes del rostro que demuestra alegría. Me gusta es matiz, el de «otras partes del rostro» porque hay quien ríe con la boca muy abierta, entregándose al placer de la alegría que explota, y hay quien ríe solo con la mirada. Este tipo de risa me produce mucha ternura porque es una alegría discreta, que se expresa con unos pequeños pliegues de los ojos y un brillo especial de la mirada. Algo sencillo, modesto, pero inevitablemente sincero y a mi entender atractivo.

Todos sabemos que, si alguien nos cubriera la cara y dejara al descubierto únicamente nuestros ojos, ese alguien no tardaría ni dos segundos en darse cuenta de si estamos serios o sonriendo. La risa de los ojos es la más auténtica y honrada. Podemos reír con la boca y emitir todos los sonidos asociados a la risa que podamos imaginar, pero a veces esa risa se queda ahí, congelada, artificial, como un pegote, porque los ojos, que son los emisarios más serviciales del corazón, no responden, no acompañan. Se quedan impávidos, fríos, inertes, tratando quizá de hacer un esfuerzo y esbozar una sonrisa que se queda en un amago, en un rictus extraño que crea una estampa distorsionada en el rostro. En la lucha entre la boca y los ojos por conquistar la risa, siempre gana la mirada.

Yo, que soy de risa abierta y explosiva que suelo acompañar con lágrimas cuando la ocasión lo pide, aprecio, sin embargo, otras demostraciones menos pletóricas, pero no por ellos menos sinceras y felices. Risas escuetas, comedidas, o sonrisas que curvan ligeramente los labios para demostrar una alegría igual de sincera, pero más prudente, podríamos decir.

El diccionario denomina a la risa forzada o fingida «risa de conejo», coloquialmente hablando, matiza. Reconozco que nunca había oído esta expresión de «risa de conejo» que no consigo asociarla a una risa falsa, sino a una risa ridícula y esperpéntica.

También está la risa afectada, que consiste en una contracción de los músculos de la cara que da a la persona aspecto de estar riéndose. Es la llamada risa sardónica, otra palabra que me encanta, una risa que el diccionario dice que «no nace de la alegría interior».

Hay toda una terminología asociada, como todos sabemos: mearse de risa, partirse de risa, morirse de risa, mondarse de risa y una que me encanta: troncharse de risa.

La risa de algunas personas sorprende cuando la escuchas por primera vez, ya sea porque brota de una forma explosiva o porque produce sonidos extraños, al menos en relación a tu propia risa. He de reconocer que me ocurre pocas veces, pero en ocasiones encuentro a alguna persona con una risa que me resulta desagradable e incluso irritante, lo cual no tiene mucho sentido cuando se trata de expresar algo tan maravilloso como la alegría.

Como en todo, hay gente que ríe bien y otros que lo hacen a trompicones, incluso mal. Al hilo de esto, dice Dostoievski en El adolescente: «Yo tengo la idea de que cuando un hombre ríe, la mayoría de las veces es una cosa que repugna contemplar. La risa manifiesta de ordinario en las personas un no sé qué de vulgar y de envilecedor, aunque el que ríe casi nunca sepa nada de la impresión que está produciendo. Lo ignora, lo mismo que se ignora por lo general la cara que se tiene durmiendo. Hay durmientes cuyo rostro sigue pareciendo inteligente, y otros, inteligentes por lo demás, que, al dormirse, adquieren un rostro estúpido y hasta ridículo. Ignoro a qué se debe eso. Hay una multitud extraordinaria de hombres que no saben reír en absoluto».

Esto es cierto, pero también que hay gente que sabe reír especialmente bien y que nos regalan una risa fresca, sana, contagiosa, abierta y luminosa. Tienen una especie de don.

Dostoievski dice que la risa exige franqueza y bondad como símbolo de la alegría, que para él es el rasgo más revelador del hombre, junto con los pies y las manos. «Hay caracteres que uno no llega a penetrar, pero un día ese hombre estalla en una risa bien franca, y he aquí de golpe todo su carácter desplegado delante de uno. Tan solo las personas que gozan del desarrollo más elevado y más feliz pueden tener una alegría comunicativa, es decir, irresistible y buena. No quiero hablar del desarrollo intelectual, sino del carácter, del conjunto del hombre. Por eso, si quieren ustedes estudiar a un hombre y conocer su alma, no presten atención a la forma que tenga de callarse, de hablar, de llorar, o a la forma en que se conmueva por las más nobles ideas. Miradlo más bien cuando ríe. Si ríe bien, es que es bueno. Y observad con atención todos los matices: hace falta por ejemplo que su risa no os parezca idiota en ningún caso, por alegre e ingenua que sea. En cuanto notéis el menor rasgo de estupidez en su risa, seguramente es que ese hombre es de espíritu limitado, aunque esté hormigueando de ideas».

A pesar de estas observaciones, Dostoievski considera la risa como «una de las más serias conclusiones que haya extraído de la vida». Cuando la risa es auténtica, nos ensancha, nos oxigena, nos ablanda, nos cura, nos hace tomar distancia, evapora los pensamientos y hace que lo más puro y primitivo de nosotros mismos salga disparado, envuelto en una luz más clara.

Me gustaría que se me hubiera ocurrido a mí, pero lo dijo  Dostoievski: «La risa es la prueba más segura de un alma».

 

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