Es agosto. Un grupo de amigas desayunamos en la cafetería del hotel de playa en el que estamos alojadas. Conversamos de series, de libros, de películas y, de pronto, surge la palabra «tricotosa». Y es algo inmediato: una sonrisa me llena la cara y, aunque no me puedo ver los ojos, juraría que me echan chispas, como el brillo del mar que observo desde ese ventanal cuando el sol se deposita en sus suaves ondas.
Todo viene porque mi amiga me habla, ya no recuerdo bien por qué, del libro El crimen del vendedor de tricotosas, de Javier Gómez Santander, un título que me atrapa por completo.
Pero volvamos a la palabra. «Tricotosa» es como el after sun que me daba mi madre después de la ducha, tras todo un día de playa jugando sin parar con mis hermanos y con mis primos con una colchoneta de tela de color rojo por un lado y azul por el otro cuyas costuras me raspaban todo el cuerpo (yo tenía también una verde y morada de la que estaba enamorada y que rememoro ahora como si no hubieran pasado los años).
«Tricotosa» también me enlaza en ese breve lapso de tiempo lineal del desayuno con las amigas (pero vago, ambiguo, ancho en mi memoria) con un día de Reyes Magos. Esa palabra no representa para mí nada adulto, nada real, nada útil. No es una máquina de verdad que sirva para hacer cosas de verdad. Solo significa infancia y un juguete. Investigo un poco en internet porque no guardo un recuerdo fidedigno de lo que era, tan solo una evocación vaporosa, y veo que el juguete se llamaba Mi tricotosa y servía, evidentemente, para tricotar, un verbo que me resulta encantador.
El diccionario indica que procede del francés tricoter y su primera aparición, al menos lo que documenta la RAE, es relativamente reciente, de 1972. Dice: «Tricotando con los trebejos, conseguí un líquido que, al menos por el color, con…». Y ahí se detiene, en esos puntos suspensivos. No puedo, claro, más que quedarme intrigada con lo que sigue. Me pregunto quién ha escrito esa frase, de qué libro procede, qué líquido es ese que se menciona, para qué lo quiere el protagonista de la novela, de qué color se trata y qué es un «trebejo». Vuelvo a consultar y dice que es un utensilio, un instrumento. También un juguete o cada una de las piezas del ajedrez… En fin, podría seguir tirando del hilo y a saber dónde llegaría…
Vuelvo a la tricotosa. A la de juguete. Nunca tuve una y nunca tuve ganas de tenerla. Eso es lo de menos. Lo que cuenta, en este verano, en ese fin de semana de playa, en ese desayuno mirando al mar, es la sonoridad del término. «Tricotosa». Una palabra cargada de magia, de colores.
Tricotosa es azul y rosa, es una cabra de dibujo animado corriendo por un prado, es una corona de flores silvestres, es el abrazo de mi abuela, mi madre cogiendo el bajo a una falda, la estrella del árbol de Navidad, quedar con mis amigas a las cinco de la tarde en la esquina de FS, una bolsa de regalices, un disfraz de vaquero, un suelo de loseta, un libro de detectives, un bolso pequeño de cuero colgado del cuello, un moratón en las piernas, una silla plegable en el campo, unas botas de cremallera…
Son muchas las asociaciones. Muchas las imágenes, los colores, los sonidos, los olores que se activan en mi piel cuando, tantos años después, vuelvo a escuchar la palabra «tricotosa».
Ya hay algunas familias en la playa. Los niños pronto empezarán a jugar, a bañarse, a recibir todo el sol del verano para, quizá, ser embadurnados de after sun cuando caiga la tarde.
Mientras el día se despereza, yo alargo el desayuno con mis amigas mientras miro de vez en cuando por el ventanal de este hotel que también, me doy cuenta ahora, tiene un aire de tricotosa.