Ayer, 25 de julio, fue el día fuera del tiempo. Al menos, así lo creían los mayas. El Año Nuevo maya comienza nuestro 26 de julio (según el calendario gregoriano) y acaba al siguiente año el día 24 de julio, quedando en el aire el 25, un día que los mayas consideraban como el día fuera del tiempo, un día especial para activar lo mejor de uno mismo dedicándolo al juego, el arte, la magia y la creatividad, purificar el espíritu, meditar y reflexionar para el nuevo año que comienza el día siguiente. Era un día para dar menos importancia a los asuntos cotidianos y especialmente bueno para meditar, perdonar, cancelar deudas, elevar el estado de consciencia, ser bondadoso, estar en contacto con la naturaleza, sentirse libre y dedicarse a las artes. Por eso, la bandera oficial para el día fuera del tiempo es la bandera de la paz.
Para el pueblo maya, el tiempo de la Tierra está en sintonía con las frecuencias del universo. Por eso, un año dura lo que para nosotros serían 13 meses de 28 días; exactamente el tiempo que tarda la Tierra en dar un giro completo al Sol de acuerdo a los ciclos lunares (por eso un año en el calendario maya equivale a 13 lunas completas). Pero, si contamos bien, nos damos cuenta de que 13 meses de 28 días dan un resultado de 364, dejando uno como el día «perdido».
Hay muchos que sostienen que el calendario gregoriano, que usamos por imposición del papa Gregorio XIII, no está en sincronía con el tiempo del universo, ya que contamos que la Tierra tarda en dar la vuelta al Sol 365 días, y cada cuatro años sumamos un día más. Eso da lugar a un desajuste que incide, según algunos creen, en nuestra percepción del entorno y la realidad.
Hasta aquí, la teoría; la historia, siempre tan fascinante. No sé por qué, pero me gusta pensar en un día fuera del tiempo como si fuera un paréntesis, un día mágico donde todo es posible. Mi imaginación se dispara enseguida y empieza a diseñar algunas imágenes. Me veo yéndome yo sola de paseo; estoy en un bosque y no se oye nada más que el sonido de mis pasos, el romper de alguna rama seca, el trino de los pájaros, el roce de las hojas cuando son movidas por el viento. Y mi respiración. Sigo caminando por ese escenario donde la luz tamizada que se cuela entre los árboles me ayuda a seguir soñando, a seguir avanzando en ese día sin tiempo. No sé adónde lleva ese camino, ni siquiera si tiene vuelta atrás. Es lo que tiene dejarse llevar por un día tan especial como este…
Cuando esta imagen se va desvaneciendo, surge otra en la que estoy con J. y M. Llevamos unas maletas un poco antiguas y vamos a iniciar un viaje, pero, nuevamente, desconozco el destino; solo sé que los tres emprendemos algo y da la sensación de que si cruzamos este día fuera del tiempo es probable que ya no regresemos adonde estábamos antes. Pero, por ahora, solo observo cómo estamos los tres, juntos, de pie, cada uno con una maleta al lado.
Luego, de repente, me da por pensar que si, efectivamente, se trata de un día fuera del tiempo, es un día en el que todo está permitido, en el que todo es posible. Unas horas en las que todas las locuras tienen cabida, todos los sueños pueden hacerse realidad. Y ahí, sentada en la cama en posición de yoga, busco locuras que hacer, sueños por cumplir. Tengo muchos, claro. Lugares que conocer, naturalezas que explorar, libros que escribir…
Pero después de pasar el 25 de julio en una piscina natural con M., mis sobrinos y los hijos de una amiga, ese día fuera del tiempo transcurre muy pegado a la palabra «veraneo». No soy muy dada la nostalgia, pero en un momento de mi vida donde ya quedan lejanos aquellos años de la infancia en los que nos íbamos a Tavernes durante quince días (o un mes, los años que la economía familiar lo permitía) ese día de piscina me vuelve a conectar con el disfrute pleno de la infancia, en el que cada día era pleno verano y estaba lleno de playa, de piscina, de helado, de cine al aire libre, que para mí era toda una fantasía porque en Vitoria, donde vivía en aquellos momentos, era raro el día que podíamos ir a la piscina porque «hacía bueno».
Los chicos se bañan una y otra vez, se toman un bocadillo en la hierba, un helado, se queman un poco los hombros pese a la crema solar, incluso les da tiempo a aburrirse un poco después de comer… Cada instante del día se convierte en un verano completo con todo lo que el verano tiene en la infancia: no hay horas, no hay obligaciones, no hay nada que hacer más que vivir cada día con todo lo que trae…
Los observo mientras, tumbada en la toalla sobre la hierba, agradezco que en ese espacio no haya música, solo el sonido de los árboles y el chapoteo en el agua. Y así transcurre mi día fuera del tiempo; un día de verano, piscina y naturaleza que, de alguna manera, es otro tipo de tiempo.
La información sobre los mayas decía que tenían un saludo muy respetuoso, In Lak’ech, cuya traducción es «Yo soy otro tú». Al saludo de In Lak’ech se responde con Ala K’in, que significa «Tú eres otro yo».
No se trata de ponerse naif, pero, ciertamente, me parece una buena premisa para ir por la vida. Y, por unas horas, me instalo en esa comprensión para disfrutar, aún más, de ese día de verano.