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Dos sujetos extraños

Cuando uno se acostumbra a una rutina, enseguida se da cuenta de cuando algo cambia. El otro día, no fue solo una cosa, sino dos. Estaba en el metro en la hora punta, pero me pude sentar, es lo bueno del comienzo de línea. Todo estaba en orden. Los hombres y las mujeres que a las ocho y cuarto de la mañana coincidimos para ir al trabajo (lo que no quiere decir, ni mucho menos, que nos saludemos o nos demos por enterados) teníamos nuestros móviles en la mano. No afanábamos, como todos los días, por escribir mensajes, echar un vistazo a las redes y ver vídeos. No faltaba el chico que lo hacía sin auriculares, pero en todo ese tiempo nadie le había dicho nada ni le había llamado la atención, porque en realidad no nos molestaba. Todos adoptábamos la postura que nos resultaba más cómoda: con el cuello bien inclinado hacia abajo, hacia nuestras pantallas. Así nos reconocíamos y así estábamos bien.

Pero el otro día, justo en el asiento de enfrente, había un chico que leía un libro. Me refiero a un libro en papel. Era un volumen gordo e incómodo, también a él debía de resultárselo porque no daba con la postura, sin embargo, no quitaba la vista de las páginas. Me molestó, tengo que decirlo. Me molestó su suficiencia, querer dárselas de distinto con aquel artefacto entre las manos. Creo que hasta hacía ruido aposta al pasar las páginas para que todos lo admiráramos, por mucho que él hiciera como si estuviera sumergido en lo que fuera que estaba leyendo (o hacía que leía). Decidí provocarle un poco. Me quité los auriculares y puse uno de los vídeos que la noche anterior alguien del grupo Hasta Dolerte La Tripa había mandado. Era muy gracioso y me reí un par de veces, un poco más alto de lo normal para ver si le fastidiaba. Nada. El chico continuó leyendo, absorto, o eso nos quería hacer creer. Lo dejé por imposible. Me resulta muy cargante la gente pretenciosa.

Me volví a poner los auriculares y seguí trasteando con el móvil, deseando que ese engendro se bajara cuando antes. Agaché la cabeza hacia mi pantalla y volví a sentirme cómodo, en mi lugar, pero aquel chico parecía decidido a seguir incordiándome con su falsa pose. No podía dejar de observarlo, buscando que él se fijara en mí y transmitirle con la mirada que aquello que hacía no estaba bien, nada bien. ¿A qué venía salirse de lo normal? ¿Por qué tanta afectación? ¿Por qué ese libro tan gordo si seguramente no estaba entendiendo nada de nada? 

Volví a agachar la cabeza y a retomar los vídeos de Hasta Dolerte La Tripa (no tenían comparación con los de Ja Ja Saludos, que eran más bien de un humor surrealista que yo no siempre comprendía, aunque no dejaba de contestar con muchaa caras echando lágrimas hacia abajo). El chico pasó la página haciendo demasiado ruido. Provocando. Yo tenía puestos los auriculares, pero era como si lo hubiera oído perfectamente por su forma de mover la mano y alisar la página.

Aquello ya era demasiado. Se estaba pasando. No quería montar bronca delante de mis colegas mañaneros, así que miré hacia la derecha para ver si había un asiento libre y valorar si me cambiaba. Y entonces la vi. Vaya que si la vi. 

Era una chica de edad indefinida que estaba ahí plantada ¡sin hacer nada! Pero ¿qué le pasaba a la gente esa mañana? ¿Es que no podían dejarnos llegar al trabajo como siempre? Miré sus manos. Nada de móvil. Nada de libro. Nada de nada. Tenía los ojos entrecerrados. No como si estuviera pensando o soñando o estuviera adormilada. Simplemente con los ojos entrecerrados. La boca, ligeramente abierta y las palmas de las manos abandonadas encima de sus piernas, cubiertas con unos extraños pantalones de cuadros. «Tú sí que eres un cuadro», pensé de inmediato. Se me ocurrió hacerle una foto y compartirla en La Unión Hace la Juerga junto con la broma que se me acababa de ocurrir, pero había algo en ella, en su forma de estar sentada y de mirar a la nada y todo a la vez, que hizo que me frenara. 

¿De qué coño iban aquellos dos? Dejé vagar la mirada por todo el andén, no fuera que se tratara de una broma de algún programa o de algún youtuber o instagramer pero todo estaba como siempre, salvo aquellos dos: cuellos agachados y el chico con los vídeos a toda leche. El imbécil seguía leyendo y la intrusa ahí, tiesa como un palo. Bueno, no tan tiesa, pero eso daba a entender, estaba claro. Quería provocar, como el otro. Quería que todos nos fijáramos en ella y que dijéramos: «Mira, qué interesante es». Y una mierda. Debía de estar mal de la cabeza. Uno no puede estar así de quieto y estar bien. Observé sus pies, embutidos en unos zapatos planos de ante negro que a saber de dónde los había sacado. La gabardina parecía recién planchada y no llevaba bolso ni nada.

No se puede ir a trabajar (ni hacer nada, en realidad) sin llevar «algo», lo que sea. Yo mismo llevaba cruzada una pequeña cartera, como todo el mundo. Decidí apostar fuerte y la miré fijamente, con la cabeza bien alta, sin disimular. Ella continuaba en la misma pose. Parecía hasta tranquila si no fuera porque a mí no me engañaba. Resoplé e incluso me puse de pie, haciendo que me estiraba los pantalones. No sirvió de nada. Me entraron ganas de ponerme delante de ella y espetarle: «¿Tú de qué vas? ¿Te crees que puedes entrar al metro así como así y hacer lo que estás haciendo?». Me estaba poniendo muy nervioso, tanto que contesté «ja, ja» a La Unión Hace la Juerga cuando quería responder a Hasta Dolerte La Tripa.

El chico pasó una nueva página y ella permanecía quieta, imperturbable, pero, de pronto, giró la cabeza y me observó. Sus ojos, apacibles, me causaron auténtico terror. Se me congelaron los pies y las manos y empecé a sudar por la nuca, al tiempo que un frío extraño me recorría los brazos y las piernas. Estaba a punto de caerme, cuando ella esbozó una sonrisa pequeña que parecía que no lo era, pero sí. Como si fuera la Mona Lisa.

Me agarré a la barra superior y, trastabillando, me dejé caer, exhausto, en el asiento. Estaba tan mareado que creí que iba a vomitar de un momento a otro. Nadie me miraba, era lo normal, de lo contrario creo que me habría dado un síncope. Me abrí la chaqueta y cerré los ojos. El sonido del vagón parecía lejano, difuso, irreal. Poco a poco dejé de escuchar cualquier sonido hasta instalarme en un vacío desconocido para mí donde todo era acolchado, suave, generoso. No estaba exactamente a gusto, pero tampoco podía decir que me encontraba mal en ese extraño lugar.

Cuando abrí los ojos, el chico que leía y la chica que no hacía nada habían desaparecido, como la mayoría de mis compañeros de vagón. Me había pasado algunas estaciones. Tenía la mirada borrosa, la respiración densa, los músculos acolchados. No sabía dónde me encontraba exactamente, así que volví a cerrar los ojos. El día se había echado a perder. En realidad, todo se había echado a perder. 

Pasé la mano por mi cartera y sentí los bordes del libro que siempre llevo para leer en el baño de la oficina o cuando llego a casa. Los bordes se habían desdibujado aquella mañana. Me pregunté, azorado, si sería para siempre.

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