¿Cuántas copas de champán me tenía que tomar para estar lo suficiente ebria y al mismo tiempo lo suficientemente sobria para no darme vergüenza a mí misma y poder irme a la cama con mi marido como si eso fuera algo que los dos deseáramos? Me lo pregunté en voz baja, en voz tan baja que casi ni la oía, aunque es evidente que esa voz estaba ahí, susurrante, pegada a mi cabeza, a mis labios, a mis pulmones, a mi corazón. La miré de soslayo, no me atrevía a hacerlo de frente, parecía algo demasiado duro e infantil simultáneamente. ¿Cómo podía estar preguntándome eso? Y lo que es peor: ¿cómo podía seguir midiendo lo que bebía para alcanzar ese justo punto donde me sintiera yo misma, pero desinhibida? Me resultaba patético encontrarme en esa situación, y el propio patetismo me incitaba a seguir bebiendo para huir de él y olvidarlo, lo que no hacía otra cosa que provocar el mismo efecto: sentirme patética de estar bebiendo cada vez más. Un bucle, un circuito, una locura.
Rubén, sin embargo, no parecía estar en la misma tesitura. Bebía a un ritmo constante y miraba al frente, al mar. La terraza del hotel, a esa primera hora de la tarde, no estaba demasiado concurrida; hacía mucho calor y la gente prefería refugiarse en el aire acondicionado de la habitación, un lugar al que yo quería ir y también del que quería huir. Todo lo que me sucedía en esos momentos era así: quería beber más y beber menos, quería hablar y no hablar nada, subir a la habitación y permanecer en esa misma terraza toda la tarde hasta acabar verdaderamente borracha… Y mientras, allí estábamos, un matrimonio de cuarenta y tantos años pasando un día solos y sin saber muy bien qué hacer ni qué decir.
No sé si Rubén tenía el mismo miedo que yo, pero reconozco que hice mucho hincapié en acompañar a Daniela al parque acuático, a pesar de que los padres que iban con la pandilla de sus amigas insistieron en que no hacía falta. Pero yo quería ir, necesitaba ir, era algo que se suponía que tenía que hacer. Eso hacen las madres, ¿no? Acompañan a sus hijas y no se quedan a solas con sus maridos sin saber muy bien de qué hablar.
Me tomé otra copa de champán y di un paso más hacia el sinsentido: empecé a repasar temas para crear conversación. Con mi marido. Sí, con mi marido. Un marido que se pasaba muchas semanas viajando y que había visto mundo y que era un conversador nato. Y yo, una documentalista adicta a la lectura. Repasé mentalmente los últimos libros que había leído, pero no sabía cómo empezar la conversación. Era ridículo, sí, pero estaba pasando. Todo resultaba impostado, artificial, forzado. Era mejor seguir en silencio, llenando las copas y bebiendo champán mirando al mar como una pareja romántica que se siente plena y que no necesita decirse nada. Pero siempre hay cosas que decir, muchos pensamientos que se te pasan por la cabeza a lo largo del día, de las semanas, de los meses. Muchas impresiones, muchos matices. ¿Dónde estaba en esos momentos todo aquello que me colapsaba la mente hasta que me ponía a leer y me llenaba la cabeza con otras historias que no eran las mías? Igual debería haber ido apuntando en una libreta todo lo que se me ocurría, pensamientos fugaces, a veces repetitivos, reflexiones, preguntas. Y luego abrirla y elegir una de ellas y, a partir de ahí, crear una conversación interesante con un hombre interesante.
Apuré la última copa y miré de reojo a Rubén para ver si realmente me seguía pareciendo así, interesante. Últimamente había perdido la perspectiva. Se suponía que un alto directivo de cuarenta y cinco años, con su barba cuidada, su ropa de firma y esa capacidad de estar y hablar con todo tipo de gente tenía que dar como resultado un hombre interesante. Así había sido durante muchos años, pero la cercanía había hecho que dejara de ver nítidamente a Rubén. Físicamente no había cambiado mucho, se cuidaba porque le gustaba verse bien, siempre había sido coqueto, y además creía que era algo que le beneficiaba en el trabajo.
Nuestros últimos encuentros en la cama no habían sido ni mejor ni peor que otros. Nos conocíamos bien, sabíamos lo que nos gustaba y el resultado era satisfactorio. Todo correcto. Así son las cosas a veces, correctas. En su sitio y como deben de ser. Eso es la madurez, el equilibrio que tantas parejas buscan. Y encima un buen padre. Debía estar loca o demasiado borracha para plantearme todo aquello en esa tarde calurosa.
Rubén dejó la copa vacía de champán con cuidado sobre el cristal de la mesa y suspiró. Luego giró la cabeza para confirmar que no quedaba más champán en la segunda botella. Y a continuación se quedó mirándome con las cejas un poco levantadas. A pesar del calor, llevaba una camisa blanca de lino arremangada y unas bermudas verde caqui. Parecía preparado para salir. Yo hice como que no le veía, mientras buscaba en el bolso el móvil para ver si había noticias o alguna foto de Daniela y sus amigas. ¿Cómo era posible que ni siquiera Daniela nos hubiera servido de base para hablar de algo? Pero era nuestro día, se suponía, y hubiera resultado demasiado bochornoso sacar a relucir a nuestra hija.
Volví a dejar el móvil en el bolso y esperé. Fue Rubén en el que se levantó y me tendió la mano para que yo hiciera lo mismo. Eso sí que no había cambiado. Su gentileza. Y su olor. El mismo perfume que en él olía especialmente bien. Nos dirigimos hacia el ascensor y allí de pie, esperando a que llegara, sentí que después de todo mi embrollo mental había conseguido lo que quería. No estaba especialmente borracha, pero sí lo suficiente para enfrentarme a lo que fuera que venía después. ¿Qué se suponía que teníamos que hacer ahora? ¿Cerrar con prisa la puerta de la habitación y lanzarnos uno sobre el otro con ansia? ¿Hacerlo todo más natural e ir quitándonos la ropa despacio hasta tumbarnos en la cama? ¿Darnos una ducha juntos? ¿Darme una ducha yo y esperar a que cuando saliera del baño Rubén me estuviera esperando? ¿Que se diera Rubén una ducha mientras yo me cambiaba de ropa interior para ponerme algo más sexi? ¿Tumbarnos juntos a ver la televisión hasta que llegara Daniela?
Las posibilidades eran muchas, habría podido seguir con ellas, pero el tramo de pasillo que quedaba hasta llegar a nuestra puerta se iba reduciendo y ya no me daba tiempo a pensar más.
Rubén me dejó pasar y yo dejé el bolso en la silla. La habitación estaba en penumbra, las cortinas blancas dejaban pasar suavemente la luz y el aire acondicionado mitigaba todo el calor de la tarde. Opté por bajarme los tirantes del vestido y dejarlo caer. No tuve que hacer nada más. Fue Rubén el que se acercó y me besó los pechos. Siempre le habían gustado. Pero aquella vez noté cierta brusquedad en sus manos y en su boca. Me sentí halagada y eso hizo que yo también me mostrara más apasionada que las últimas veces. Rubén me cogió en volandas y me lanzó sobre la cama. Me arrebató el tanga y el sujetador. Su mirada era turbia, esa mirada que se te pone de deseo, cuando la razón ya no está y solo ansías un cuerpo. Hacía mucho que Rubén no me miraba así, tanto que me sorprendió esa forma en la que sus ojos recorrían mi cuerpo. Se quitó solo las bermudas (no llevaba nada debajo según pude comprobar, no sin cierta extrañeza) y sin mediar palabra me dio la vuelta y se pegó a mi culo, que azotó con fuerza mientras yo, sorprendida y excitada, me dejaba embestir hasta correrme. Me siguió azotando hasta que segundos después vino su orgasmo y se dejó caer encima de mí.
Los minutos que se sucedieron después fueron extraños. Nos quedamos tumbados sobre la cama sin tocarnos. Sin hablar. Sin suspirar. Sin movernos. Yo no sabía exactamente qué había pasado. Era algo diferente de lo que había ocurrido en nuestros últimos y espaciados encuentros. Podía parecer que había sido un polvo apasionado y arrebatado, como en cierta manera había sido, pero una discordancia surgía desde algún lugar que todavía no tenía localizado e iba a parar a un lugar conocido por mí últimamente: la duda y el vacío. ¿Por qué un marido que te asalta y te azota como no ha hecho en años de repente se convierte en un extraño? ¿Por qué después de que un marido te asalte y te azote surge una desconexión que te hace cerrar las piernas?
Esas y otras preguntas quedaron sin responder. No solo ese día, sino durante los meses siguientes. Rubén no me volvió a asaltar ni azotar de esa manera ni de ninguna otra. Es más, apenas me tocaba y yo tampoco hacía nada por remediarlo. En esos meses, en los que iba y venía de casa por sus viajes de trabajo, me dediqué a observarlo. Esa fue mi tarea. Observar su cara, sus mensajes, sus fotos en Instagram, su comportamiento con Daniela, su maleta, su manera de vestir y su mirada, sobre todo su mirada.
Yo era la observadora y él el observado. Y entre los dos estaba ese algo indefinido, que enseguida pasó a definirse con el nombre de otra mujer. Parecía que era lo lógico, a nadie le sorprendió, ni siquiera a mí misma. Las semanas que vinieron después de que se marchara definitivamente de casa fueron igual de extrañas que las últimas en las que todavía vivía con nosotras. Pero entre medias yo había leído algo sobre física cuántica. Era algo de lo que hablaba el personaje de la novela que me estaba leyendo. Y decía que la realidad emerge a través de la medición, que el mundo que experimentamos está siendo generado por nuestra percepción del mismo. Es decir, que hasta que un fenómeno no es medido, hasta que la mirada no se posa sobre él, permanece en un estado de indefinición que hace que sea y no sea al mismo tiempo. Ondas y partículas a la vez. El personaje experto en cuántica decía que las observaciones no solo perturban lo medido, sino que lo producen.
Y desde entonces no he podido dejar de pensar si fue mi propia observación de Rubén, mi papel de observadora, lo que hizo que el desenlace sucediera tan rápido, que precipitara su salida de casa, que diera impulso a su nueva relación. Como si todo hubiera estado y fuera indefinido hasta que yo, simplemente por el hecho de observar, hubiera transformado las partículas en ondas o al revés (no tenía muy claro qué éramos en ese momento). Ya lo había hecho una vez. Cuando me enamoré de Rubén sentí que esas ondas se condensaban en algo sólido, pero entonces no sabía cómo se había producido.
Quizás nuestra relación se había diluido de tal forma en los últimos años que había sido necesario que me erigiera de nuevo en observadora, ahora consciente, para volver a transformar ese algo en otra cosa. Y, en efecto, algo había cambiado: yo era una mujer separada y Rubén, el amante (seguramente apasionado) de otra mujer. Algo había cambiado, aunque aparentemente yo me hubiera llevado la peor parte.
¿O tal vez todo esto no tenía ningún sentido y Rubén ya se había transformado cuando me asaltó y azotó en la habitación del hotel en nuestras últimas vacaciones juntos? ¿Acaso fui solo una mera espectadora de una película que ya estaba rodada?
En cualquier caso, me sigue gustando más pensar que los fenómenos, hasta que posamos la mirada y atención en ellos, son y no son, están vivos y muertos, son ondas y partículas, porque quizá pueda, así, encontrar la manera de empezar a construir mi nueva realidad.
Una vez mas …gracias.
Gracias, siempre a ti.
Muy bien ambientado y descrito todo, me gustó. Me perdí un poco con las partículas pero ese es justamente su encanto, un poco de abstracción nunca sobra!