Limpias y aseadas. Así nos había dicho sor Visitación que debíamos ir aquella mañana para pasar el reconocimiento médico. A la hermana no le importó que la clase estuviera todavía helada para mandarnos desnudar a las cinco primeras de la lista, ordenada por apellidos. Solo debíamos quedarnos, como otros años, con las bragas, las medias, los zapatos y la bata. A Montse Gadea le permitió que se dejara puesta la camiseta. De vez en cuando le daban ataques epilépticos y las monjas siempre la trataban con un poco más de cuidado para que no se pusiera nerviosa.
María José Gómez, Luisa González, Paloma Gutiérrez y yo nos fuimos quitando delante de toda la clase el uniforme, la blusa y la camiseta, que doblamos con cuidado encima del pupitre bajo la severa mirada de sor Visitación, que viendo que yo tardaba demasiado se acercó a mi mesa para abrocharme la bata con sus manos frías y amarillentas. Miró hacia el suelo y con un gesto de la mano me indicó que me estirara bien las medias, ligeramente arrugadas por la poca consistencia de la goma, que mi abuela siempre me dejaba demasiado floja.
Antes de empezar las oraciones, la hermana nos explicó que ese año la revisión no iba a ser en el gimnasio porque, según la directora, hacía demasiado frío, sino que tendría lugar en la sala contigua al oratorio, situada en la parte del convento, una vez pasada la capillla. Sor Visitación leyó dos oraciones, recitó el Avemaría y todas cantamos de pie con las manos juntas Demos gracias al Señor, dirigidas por la aflautada voz de la hermana, que luego nos dio permiso para que nos sentásemos.
La ausencia del uniforme hizo que el frío de la silla atravesara la débil tela de la bata y me atravesara la espalda. Mi pierna derecha se empezó a mover precipitadamente cuando sor Visitación ya había comenzado la lección de Ciencias. A Montse Gadea la vino a buscar sor Asunción, la portera, no fuera que a mitad de camino le diera el ataque y se quedara allí sola sin nadie que la pudiera ayudar. Me imaginé a la pobre Montse tirada en el suelo toda tiesa, con la espuma desbordándole la boca, y me dio un escalofrío.
A mitad de la lección, cuando sor Visitación acababa de explicar en qué consistía la fuerza centrífuga, entró en el aula Luisa González. Eso suponía que los médicos ya habían empezado a mirar a Paloma Gutiérrez y que yo debía salir ya para llegar a tiempo. No sabía exactamente dónde estaba la habitación que la hermana había mencionado antes de rezar, porque no me había atrevido a levantar la mano para preguntarlo por miedo a una de sus reprimendas.
Volví a estirarme las medias, me alisé la bata y salí de clase dispuesta a encontrar cuanto antes el lugar del reconocimiento. El pasillo de la tercera planta tenía un aspecto demoledor a aquellas horas de la mañana. El azulejo brillaba y se hacía cada vez más negro según avanzaba por él, acompañada de los murmullos que se escapaban por debajo de las puertas de las aulas. De pronto, un grito hizo que me detuviera. En la clase de sexto, la señorita Mari Carmen reñía a alguien y yo deseé con todas mis fuerzas que al año siguiente no me tocara como tutora.
No había reanudado todavía la marcha cuando se abrió a mis espaldas la chirriante puerta de mi clase y la figura oscura de la hermana, solo rota por la cinta blanca del velo, me gritó:
—Señorita Hernández. ¿Se puede saber qué haces aquí parada en medio del pasillo? Toma, dale este libro a don Luis cuando pases por la capilla. Lo necesita para el funeral de esta tarde por sor Pilar. Anda y date prisa, que siempre estás como pasmada.
—Sí, hermana —atiné a decir agachando la cabeza.
Bajé todo lo rápido que pude las escaleras hasta llegar a la entrada principal del colegio. Las puertas estaban abiertas y todo el frío del patio, a esas horas vacío, entraba con fuerza hasta la portería, donde sor Asunción, con una manta sobre el hábito, rellenaba los recibos que luego nos subiría a clase. Me sonrió y con una leve inclinación de cabeza me invitó a seguir por aquel siniestro camino.
A pesar de que eran las nueve y media de la mañana, el convento estaba oscuro. Dejé atrás las últimas clases de las niñas de párvulos, con su olor a goma de nata, y traspasé el umbral que me iba a conducir hacia el oratorio. Apreté con fuerza el libro que me había dado sor Visitación para don Luis y me asomé a la capilla desierta.
Me costó llegar con la vista hasta el altar, a pesar de que la figura de un enorme Jesucristo, agrandado por la luz anaranjada de los cirios, dominaba desde las alturas todo el pasillo central. Esperé unos segundos por si aparecía don Luis, pero el cura debía de estar en la sacristía. Miré hacia el pasillo de fuera. Nadie pasaba por allí.
Di unos pasos pegada a la fila central de bancos sin mirar al frente. El olor de las flores y de las velas encendidas era muy intenso. Mis zapatos rechinaban al contacto con el suelo recién encerado. Llegué al primer banco y alcé la vista. La tela blanca bordada que cubría el altar se movía insinuante al compás de las llamas de las velas.
Subí los dos escalones que me separaban del altar y me acerqué al púlpito, desde donde se leían las preces. Era demasiado grande para mí sin el altillo que la hermana nos ponía a las pequeñas para leer cuando había misa. De pronto, la madera brillante y oscura del púlpito hizo un ruido seco a mi lado. Me quedé muy quieta y miré a Jesucristo. Seguía allí, parcialmente iluminado con sus gotas de sangre secas en las manos y en el costado.
Apenas me dio tiempo a fijarme en el gladiolo blanco que se había desprendido de un ramo de la pared y que había caído a mis pies. Solté el libro y salí corriendo por el pasillo reluciente escuchando solo a medias la voz de don Luis a mi espalda.
Tenía la respiración entrecortada. Pegué la cara contra el cristal de las puertas que daban al patio y con los ojos cerrados dejé que el frío que venía de la calle aplacara todo el calor que sentía. Permanecí allí un rato hasta que los latidos de mi corazón se fueron calmando.
Con los ojos todavía cerrados pensé en los gritos de sor Visitación y, lo que era peor, en el castigo que me iba a poner si no llegaba a tiempo a la revisión médica. De la cocina salía ya el olor a sopa de verduras y garbanzos que todos los martes nos servían en el comedor. Solo el chocar de las cucharas contra las ollas interrumpía la calma del convento. ¿Dónde estaban las otras monjas, las mayores, las que no daban clase? ¿Dónde estaba el oratorio?
Pasé la cocina y una serie de puertas en la parte derecha del pasillo se alinearon ante mis ojos. Empecé a recordar. Hacía más de un año, desde el curso pasado, que la hermana no nos llevaba a rezar al oratorio, pero aquellas puertas grises empezaron a serme familiares. Pensé en Paloma. No nos habíamos cruzado, debía de haber salido del reconocimiento mientras yo estaba en la iglesia y ahora estaría en clase ya vestida siguiendo la lección de la hermana.
Un murmullo uniforme empezó a resonar en el vacío del pasillo. Me paré unos segundos, me subí un poco las bragas, me arreglé las medias y metí las manos apretadas en los bolsillos de la bata. Debía de estar cerca. Las voces se hacían cada vez más fuertes. De nuevo el olor de los cirios se hizo presente, más intenso que en la capilla. Esa era una buena señal, quería decir que el oratorio estaba cerca y, por tanto, también el aula del reconocimiento.
En la oscuridad del pasillo inundado por el olor a sopa, vi que una luz se escapaba por debajo de la última puerta y que el rumor de voces se aproximaba. Los médicos estarían esperándome. Saqué la mano derecha y giré el picaporte para entrar por fin en la habitación.
Un inmenso ataúd marrón ocupaba toda la estancia rodeado por el calor y la luz cimbreante de unos gruesos cirios rojos que alumbraban intermitentemente unos bultos negros que desde las paredes rezaban en letanía. Apreté los muslos y fijé la vista en el ataúd un instante. Luego cerré los ojos y esperé a que la imagen se borrara. Los volví a abrir. Pero no, las luces de los cirios se habían metido dentro de la caja. La cara amarillenta y arrugada de la hermana muerta emergió de las tinieblas. Se oscureció y volvió a iluminarse a medias. La miré fijamente.
Se acentuó el rumor siseante de las oraciones y una humedad caliente empezó a descender por mis piernas. Y es entonces cuando supe que llegaría tarde al reconocimiento, que la hermana me castigaría, que mis padres también me reñirían, que las niñas se reirían de mí y que el cura se horrorizaría porque había corrido por la capilla. Pero, sobre todo, supe, con una seguridad que no había sentido hasta ese momento, que nunca en mi vida olvidaría ese rostro amarillento.
Imposible no sentirse como una niña. ¡Genial!
Madre mía, qué de escenarios familiarares y a la vez terroríficos. Muy buena ambientación y muy bien narrada la angustia
Aunque no es la primera vez que leo este relato tuyo, tan gris y verdadero, vuelvo a sentir lo mismo. ¡Qué oscuro era todo! O casi todo. Y estas vivencias nos han impreso un carácter o un ser, o un qué sé yo, que tanto va costando raspar y suavizar: la culpa, el pecado, la minusvaloración de uno mismo, la negación a permitirnos tantas cosas… ¿Sabes qué me encantaría un día? Leer un relato de aquellos años que refleje con tanta transparencia como este los ratos de diversión y de risas y de sentir que hacíamos lo prohibido (que era todo). 🙂 Ya me vale, encima pedigüeña.
Elenita, gracias por regalarme estos minutos de lectura.
Gracias a ti por leerme. Me alegro de que hayas disfrutado. Te mando un beso