La mujer y el hombre compartían el vaso. Era un vaso de cristal transparente que hacía unas ondas no muy pronunciadas que resultaban muy agradables al tacto. La mujer y el hombre no se percataban de la suavidad de las ondas, pero les gustaba el vaso porque formaba parte de un juego de dos que les habían regalado cuando abrieron el nuevo supermercado debajo de su casa. El otro vaso se había roto hacía ya unos meses cuando se le cayó al hombre de la encimera. En ese momento, los dos se quedaron mirando los cristales en el suelo como quien observa a un pájaro muerto. Recogieron con cierta solemnidad los trozos sin mirarse a los ojos y los envolvieron en una mortaja de papel de periódico antes de tirarlos a la basura.
No fue un acuerdo tácito. El hombre y la mujer apenas hablaban, pero se entendían de una forma discreta, prudente. Al día siguiente de que el vaso muriera, a la hora de la comida, la mujer sacó el vaso superviviente y lo puso en la mesa. Por unos instantes pensó que le pertenecía, ya que era a él a quien se le había caído el otro, pero acabó moviéndolo ligeramente del lugar exacto donde cada día situaba el suyo. No lo puso exactamente en el centro de la mesa —aquello le parecía demasiado—, pero sí un poco adelantado.
El hombre estaba de pie, con los brazos caídos como si fueran sacos de harina. Quería abrir la puerta del armario para coger una taza en la que beber agua durante la comida, pero no sabía de dónde sacar las fuerzas. Se giró con torpeza hacia la mesa de formica y vio la posición del vaso ondulado. Se sentó en la silla, enfrente de la mujer, cogió la cuchara para tomar las lentejas, que se habían quedado un poco frías, y, a mitad del plato y con la cabeza gacha, alargó el brazo pesado, cogió el vaso y se bebió la mitad del agua.
La mujer y el hombre compartían muchas cosas: el silencio, la mirada baja, la penuria, la piel seca y el vaso de cristal que les habían regalado en el supermercado. El hombre y la mujer eran viejos y no sabían apreciar las ondas.
Al cabo de unas semanas, fue a la mujer a la que se le cayó el otro vaso cuando llevaba los platos sucios al fregadero. Dejó todo en la encimera y se desplomó en el suelo. El hombre creyó oír el ruido que habían hecho sus huesos al caer, pero no se atrevió a moverse. Permaneció ahí, de pie, con los brazos amorcillados y la vista fija en los cristales. La mujer no lloraba, nunca había llorado; la mujer también observaba los cristales con el pecho quebrado y las manos resecas. Extendió la derecha y, como si quisiera acariciar el cuerpo de un niño herido, pasó la mano por los cristales.
La sangre se mezcló con el vacío, con el silencio, con lágrimas inexistentes. Y así estuvieron mucho tiempo hasta que la sangre se secó y se hizo completamente de noche.