Preparamos la cesta de pícnic, la de mimbre con la tela de cuadros rojos y blancos. Tenía dos platos y dos vasos de cerámica, dos tenedores y dos cuchillos de acero inoxidable y hasta un sacacorchos.
Cogí dos cervezas bien frías y metí dentro de la cesta un táper con tortilla de patatas y unas croquetas.
Hacía sol y nos pusimos los sombreros de paja que usamos en nuestras excursiones. Extendimos la jarapa, aspiramos con fuerza el olor de la hierba después de unos días de lluvia y nos tumbamos para contemplar el movimiento de las nubes. El aire olía a lilas y habían brotado las primeras amapolas.
No miramos nada más.
Ni la piscina con la lona que la cubría y la iba a seguir cubriendo mucho tiempo, ni la verja de acceso donde ponía un claro «prohibido» hasta nueva orden, ni la soledad de las terrazas de los vecinos que desde que se habían acabado los aplausos de las ocho de la tarde apenas se asomaban.
En ese tiempo sin tiempo, miramos hacia arriba, hacia nuestra casa y no supimos si estábamos dentro o fuera…
Así que nos cogimos de la mano y nos propusimos sonreír y hacer como que todo era normal y no pasaba nada.
Me gusta ese picnic, ya estoy con la cervecita en la mano mirando hacia arriba.
¡ A sonreír!