Lo descubrí un poco a lo tonto y fueron necesarias muchas ocasiones más para que realmente me diera cuenta del fenómeno.
Aquella primera vez había dormido poco, había bebido mucho y me sentía vivo solo moderadamente. No tenía ganas de levantarme y mucho menos de ducharme e ir a trabajar. El mero hecho de hablar (y en mi trabajo en la agencia de viajes tenía que hacerlo a menudo y con cierto entusiasmo) me producía fatiga, pero la vergüenza que sentía al pensar en la imagen de hombre acabado y deprimido que estaba seguro de dar a mis compañeros me insufló la energía necesaria para incorporarme al mundo.
Al cabo de una hora, allí estaba yo, sentado en la silla, con la mesa llena de catálogos y carpetas y en el ordenador el programa preparado para trabajar con las mismas pantallas de cada día. Había saludado a mis dos compañeros intentando aparentar normalidad, pero algo en mí (acaso mi mala cara o una turbulencia en la voz o en una caída algo más pronunciada de los hombros) había provocado en ellos al menos dos reacciones que incluso un tipo como yo en esas condiciones pudo notar. Tomás correspondió al saludo con cierto pesar. Creo que le daba pena y sentía lástima por mí. Al fin y al cabo, no me debía considerar mala persona y debía creer que el hecho de haber sido engañado y abandonado por Laura era algo que no me merecía. Esto, por supuesto, nunca lo había expresado. Era, por tanto, algo que yo imaginaba o intuía, o algo que me gustaba pensar que Tomás pensaba.
Teresa no. Ella era diferente. Me miró con el rabillo del ojo y suspiró contenidamente como una profesora amargada. Desde hacía semanas, cuando constató que, pasados seis meses desde el abandono de Laura, yo seguía en el mismo estado lastimero y deprimente, optó por sustituir la pena, la compasión, por algo que al principio me sorprendió, pero a lo que, al final, me había acostumbrado: su desaprobación. Su mirada hiriente y juzgadora, ese giro de cuello demasiado pronunciado para mirar el ordenador y las escasas y cortantes frases que me dirigía, limitadas expresamente a gestiones relacionadas con el trabajo, eran su manera de decirme que me consideraba un capullo, un cobarde, un calzonazos. Le debía resultar francamente sorprendente que un tipo de 45 años que llevaba seis meses viviendo solo en la misma casa que había compartido con su mujer durante los últimos catorce años continuara con las mismas rutinas. Yo debía ser un sujeto que no merecía respeto ni empatía, simplemente no entraba en la categoría de personas con las que ella se relacionaba. Nunca me dijo nada, pero había aprendido a traducir sus gestos y no había tardado en acostumbrarme a esa nueva Teresa. Teresa la indignada. Teresa la que, si pudiera, me daría dos bofetadas y me diría algo así como: «¿Pero a ti qué coño te pasa?».
Mis dedos empezaron a bucear entre las carpetas y los dosieres de forma lenta y meditabunda. No me había dado tiempo a ponerme con los presupuestos que tenía pendientes cuando entró una pareja de unos setenta años. Sin que me hubiera dado cuenta, los tenía allí sentados, enfrente de mí, sonriendo demasiado para mi gusto. En mis condiciones, no conseguía recordar qué es lo que podía hacer reír o sonreír a la gente.
Intenté poner mi mejor sonrisa, algo parecido a una mueca lamentable, me aclaré la garganta y respiré hondo antes de intentar expresar algún tipo de entusiasmo o al menos cordialidad ante los nuevos clientes. Me presenté, les pregunté qué deseaban y en menos de diez minutos me contaron que buscaban un crucero para celebrar sus bodas de oro junto a sus hijos y sus nietos. No sé si esperaban por mi parte algún tipo de felicitación porque por un momento dejaron de sonreír, aunque se repusieron enseguida. Querían asesoramiento sobre el tipo de crucero y destinos. Sus hijos ya les habían enseñado por internet algunas rutas y habían hablado de precios, pero ellos preferían hacerlo «a la antigua usanza».
Les estuve haciendo algunas preguntas y hablándoles de algunos destinos, pero llegó un momento en que me harté. Estaba realmente cansado. Así que crucé las manos al lado del teclado, incliné levemente mi torso y permanecí así, en silencio. Ese silencio, ese espacio, obró la magia. De repente, y sin necesidad de que dijera nada más, ellos comentaron que se habían decidido por las islas griegas. Así, sin más.
En esa ocasión solo me di cuenta de que se había producido algo asombroso y gratificante, pero puntual y, por qué no, casual y fortuito. No fue hasta la siguiente ocasión cuando empecé a reparar en la importancia del espacio entre palabras.
Estaba hablando por teléfono con mi madre, a la que no había cogido la llamada en dos ocasiones, y ella insistía una y otra vez en preguntarme si estaba bien y si quería que viniera a mi casa a traerme algo de comida o incluso a cocinar algo. Yo no quería que lo hiciera, pero no sabía cómo decírselo, no pretendía herirla, pero no deseaba una nueva visita suya. Estaba buscando las palabras exactas cuando se hizo un silencio. Y fue entonces, en ese espacio que se había creado entre las palabras, cuando se produjo el milagro. Mi madre dijo: «Bueno, hijo, ya veo que no te apetece que vaya en estos momentos. Lo entiendo».
Tras la conversación me quedé pensando en lo fácil que me estaba resultando dar espacio entre las palabras. Un simple silencio, no necesariamente largo ni potencialmente molesto, hacía que las situaciones se resolvieran solas. Así que esa misma noche, cuando estaba bebiendo demasiada cerveza mientras veía una película que no me interesaba demasiado, se me ocurrió dar un espacio también a las imágenes. Apagué la televisión y me quedé allí sentado, con la cerveza en la mano, en relativa calma. Lentamente, me fui quedando dormido (con ayuda de la cerveza, sí, pero por primera vez sin televisión).
Los días empezaron a suceder de una manera algo menos penosa. Cada vez iba perfeccionando más mi nueva estrategia de dar espacio y poco a poco iba descubriendo nuevos campos donde aplicarlo. Unas veces me salía mejor que otras, pero cuando lograba de verdad sentir el espacio otorgado por mí con verdadera intención todo lo que me rodeaba se recolocaba sin que yo tuviera que hacer demasiado esfuerzo. Estaba descubriendo que esos momentos de vacío, de pausa, de no hacer nada, me sentaban francamente bien.
Una noche empecé a dar más vueltas de lo normal en la cama. Me seguía preguntando cómo no me había dado cuenta de que Laura estaba con otro hombre y de que ya no me quería. Qué tipo de hombre era yo para no saber que ella había dejado de amarme. Y por primera vez me planteé si yo también la quería o si, simplemente, me había acostumbrado a ella y ahora no echaba de menos a Laura, sino al tipo de vida que habíamos construido juntos. Y cómo era posible que si esto era así yo siguiera mirando una y otra vez las cosas que había dejado en casa. Libros, fotos, algo de maquillaje, su abrigo, su pijama.
Cuando estaba a punto de reiniciar mi discurso sobre cómo había sido tan imbécil de no enterarme de que tenía otra relación, de pronto, sin saber cómo, se me ocurrió aplicar el dejar espacio también a los pensamientos. Entonces cerré los ojos, respiré dos o tres veces, conté hasta veinte y luego, de pronto, se hizo un silencio, muy breve, pero un silencio donde me sentía tan cómodo que no quería que se acabara nunca. Tras este lapso maravilloso y mágico, enseguida llegó el pensamiento. Pensé: «Ha sido un lapso maravilloso y mágico». Y luego: «Cómo me gustan los espacios entre pensamientos» o «Si empiezo a dominar esto igual puedo olvidarme de Laura» o «Tengo que trabajar esto más».
Sin embargo, aquel espacio, breve, pero acogedor y profundo, me había dado un descanso desconocido hasta entonces. Era como estar en un no tiempo y en un no lugar. Quizás estaba huyendo, no sé, pero era lo único, los espacios entre palabras, los espacios entre pensamientos, lo que me devolvía cierta calma en aquellos días confusos y turbulentos.
A partir de aquella noche, empecé a dedicar todos los días un rato a respirar (hasta entonces no me había dado cuenta de cómo respiraba, de qué recorrido hacía el aire ni de cómo entraba y salía, incluso de cómo lo retenía a veces) y paulatinamente fui encontrando más espacio entre mis pensamientos.
En la agencia, donde yo, obviamente, no había contado nada acerca de estos descubrimientos, debieron notar algo porque Teresa parecía menos rígida conmigo y me miraba como interrogándome con los ojos, mientras Tomás estaba menos inquieto y preocupado, como si intuyera que mi sufrimiento estuviera remitiendo gracias al paso del tiempo, que lo cura todo, según él.
En casa, como estaba lanzado, probé a dejar espacios entre un trago de cerveza y otro. Pensé que no iba a ser capaz. La cerveza y la tele se habían convertido en mis aliados durante los últimos meses. Sin embargo, el espacio entre tragos me empezaba a saber tan bien como los propios tragos. Como si unos dieran intensidad a los otros. Esta sensación hizo que me planteara si me estaba volviendo loco, pero en cuanto mi cabeza empezó a disparar cosas de ese tipo también le di un espacio. Y entonces, sucedía de nuevo el milagro: ni tele, ni cerveza, ni palabras, ni pensamientos. Durante unos segundos, solo había la nada. Un enorme espacio concentrado en unos segundos. Un lugar seguro que cada vez que lo visitaba me devolvía a la vida.
No me atrevía a contarle a nadie mi descubrimiento. Teresa y Tomás estaban descartados, mi madre también, por supuesto, y los amigos comunes que tenía con Laura poco a poco habían dejado de llamarme y escribirme.
Así que ahí estaba yo, buscando los espacios, vaciando para llenarme de algo que no sabía bien qué era, pero que me ayudaba a sobrevivir. Mi vida, entonces, empezó a ralentizarse. Cada vez hablaba menos, bebía menos, comía más despacio (también había descubierto el placer del espacio entre bocados) y caminaba con menos prisa. Me estaba haciendo un verdadero experto en el hallazgo y el disfrute del espacio.
Imagino que fue esto lo que provocó que un día me echaran de la agencia. Parece que mis silencios entre palabras eran cada vez más frecuentes y prolongados y lo clientes cada vez menos. Empecé a buscar frenéticamente otro trabajo. Currículms, páginas web de empleo, algunas entrevistas… Me sentía agotado, había empezado a beber más cerveza y me estaba enganchando otra vez a las películas.
Una de esas noches, se me ocurrió que, si tan bien me habían funcionado los espacios entre palabras y entre pensamientos, entre tragos y bocados, incluso entre inhalar y espirar, quizás también podía probar a dar espacio a las acciones. En resumidas cuentas: dejé de buscar trabajo, de mirar ofertas de internet y de hacer entrevistas penosas.
Y así, paseando despacio, respirando despacio, hablando poco, bebiendo cada vez menos, pensando sin aturullarme y ralentizando en general mi vida fue como me llegó, a través de un hermano de Tomás, mi nuevo trabajo de guardia jurado en el museo donde él trabajaba de administrativo.
Nunca me hubiera imaginado que podría acabar trabajando de guarda jurado y nunca me había gustado especialmente la pintura. Pero en esas salas llenas de cuadros impresionistas donde no tenía que hablar prácticamente nada y tenía todo el tiempo para mirar, empecé a enamorarme de los colores y las formas. Los miraba. Los miraba mucho. Y luego cerraba brevemente los ojos para dejar un espacio a la vista. Y los volvía a abrir para seguir mirando. También a la gente. Hombres, mujeres, parejas, jubilados, grupos de escolares, estudiantes de bellas artes. Pasé muchos meses de casi absoluto silencio y rodeado de espacios creados por mí cada vez más conocidos y gratificantes. No sabía si me había vuelto majara, asocial o raro. Pero vivía en paz.
Hasta que un día ella llegó, se plantó, como cada día, delante de ese cuadro pequeño donde el cielo se confundía con el mar y solo una breve mancha blanca como de un velero rompía esa continuidad mágica, y yo murmuré en su oído: «A veces no distingo el cielo del mar, pero hay días que busco ese espacio y lo encuentro». Ella no dijo nada, solo se giró levemente y asintió. Y yo supe, en ese mismo instante, que se abría un nuevo espacio y se llenaba un hueco.
Maravillosooooooooo
Cada día te quiero más!
Gracias de todo corazón.
Me encantó……
Una forma sutil y elegante de definir el silencio.
Y en el silencio nos encontramos……
Qué gran regalo el silencio, ¿verdad?
Elenita, me ha encantado. En este mundo frenético donde no queda espacio para el silencio
hay que encontrar momentos para parar y dejarse ir. Es buen propósito para este curso.
UN ABRAZO GRANDE AMIGA
Gracias a ti, amigo, por todo el cariño que recibo de ti. Y por tu entusiasmo 🙂
Así es, Mamen. Otro para ti, preciosa
Gracias de nuevo por recordarnos a través de este relato que la mayoría de las veces no nos conviene pretender ordenar todo lo nuestro o buscar el porqué aturulladamente, sobre todo porque no conseguimos nada. Y en tantas ocasiones dejando pasar y dejando espacio muchas cosas se ordenan solas. Y como siempre en tus textos el valor del silencio y de parar… Seguiré aprendiendo.
Y yo contigo, amiga.