Preparé una fiesta de pijamas, una noche de chicas, como las que hacen ahora mis nietas con sus amigas. Antes no se llamaban así porque directamente no existían. Antes todos en casa trabajábamos como mulos y caíamos rendidos en la cama sin muchas contemplaciones.
En cualquier caso, yo organicé una noche de esas con mis hermanas. Era la primera vez y no les dije nada, hacía muchos años que no estábamos las tres juntas y no quería espantarlas antes de tiempo, bueno, me refiero a Adela, mi hermana mayor.
La primera hazaña fue sacarla de Zamora, donde vivía atrincherada. La muerte de su marido —un mal marido— y luego la de su hijo —un hijo distinto al que ella hubiera soñado— la habían anclado aún más a su pequeña ciudad. Con Isabel me veía más, pero las distancias, a pesar de vivir en la misma región, no ayudaban demasiado.
Dos días antes, cambié las sábanas de la habitación de invitados, intenté arreglar lo mejor posible la casa, compré flores y helado y chocolates, busqué dos o tres películas para verlas juntas y me fui a la tienda donde venden todas esas cosas para ambientar una buena celebración.
No era para menos. Adela cumplía 90 años y, por mucho que ella no estuviera por la labor de festejar nada, salí de allí con dos enormes globos rojos de helio, guirnaldas y hasta una piñata. Me costó varias horas de teléfono convencerla para que saliera de Zamora. No fue tanto las ganas de que nos juntáramos ni el deseo de salir por primera vez desde hacía tanto tiempo de su guarida (y mucho menos celebrar su cumpleaños) lo que convenció a mi hermana mayor, sino el anzuelo perfecto que le lancé.
Me había cambiado de casa hacía un año y medio y el piso estaba aún manga por hombro. Yo, la pequeña, siempre había sido un desastre para eso. Yo, la pequeña, la loca de la familia. Yo, la pequeña, todavía no sabía manejarme bien con la vida, al menos con la vida tal y como ella la entendía: una casa arreglada, limpia, ordenada y con la nevera siempre llena. Qué más dan los globos rojos y brillantes cuando se tienen los cajones de la fruta, la verdura y la carne desabastecidos.
Le dije que necesitaba su ayuda. Y, lo mejor, que si ella no «podía» que no se preocupase, que Isabel se había ofrecido gustosa. Adela tenía a Isabel en un escalafón superior al mío, pero tampoco es que fuera mucho mejor que yo en ese aspecto. Le dije que Isabel me ayudaría a encontrar unas buenas cortinas. Y ahí se venció. Para mi hermana mayor todo está bien en la vida si una tiene unas cortinas como Dios manda en el salón de su casa.
Yo pensaba en los caramelos de violeta que había comprado para ella, para hacerle un caminito como en la noche de Reyes Magos, pero con Adela no se podía hablar mucho de caramelos, sino de días de tristeza y lágrimas. Qué más dan los caramelos y los globos rojos y brillantes cuando hay que llorar tanto.
Pero yo había comprado globos enormes y caramelos de violeta y una piñata y estaba dispuesta a comprar unas cortinas de las buenas, pesadas y horribles, con tal de ver en ella un destello de sonrisa, un brillo fugaz en su mirada.
El viernes, un taxi las dejó a las dos en el portal de mi casa. Adela había encogido e Isabel había ensanchado, pero no dije nada; bastante tenía con ayudarlas a mover aquellos bolsones que traían, como si se fueran a instalar indefinidamente en mi casa. Adela me dio un beso seco, no estaba acostumbrada, e Isabel me dejó la cara embadurnada de ese pintalabios de color coral que siempre usaba. Nada más entrar, mi hermana pequeña se quedó maravillada con la luz que entraba por la ventana y que, al traspasar la fina cortina naranja que habían dejado los anteriores inquilinos, daba al salón un ambiente muy cálido y agradable.
—Baja la persiana, anda, que nos vamos a cegar —dijo Adela.
Isabel se adelantó para evitar que discutiéramos, sin saber que yo había comprado globos, caramelos, chocolates y una piñata porque solo quería que fuéramos felices esos dos días. Adela caminaba trabajosamente, pero enseguida quiso que saliéramos a comprar las cortinas, ni siquiera entraron en la habitación de invitados, así que la sorpresa tendría que esperar. Tardamos más de dos horas en dar con las cortinas que mi hermana mayor consideró adecuadas: unas de lona bien fuerte con flores muy tristes.
—Ya verás qué bien van a quedar y qué a gusto vas a estar.
Le di un abrazo, del que intentó zafarse, pero yo siempre había sido más fuerte que ella en todos los sentidos.
—Isabel te las corta si arrastran.
Las invité a comer en el restaurante de debajo de casa, aunque Adela decía que no estaba acostumbrada y que se sentía mareada. Isabel, sin decir, nada la condujo a la mesa y la sentó como si fuera una niña pequeña. Comió de todo y en abundancia.
—¿Dónde lo echas, hermana? —le preguntó—. Yo lo mío aquí.
Y se agarró un par de lozas y se echó a reír. Yo también. Isabel siempre ha tenido una risa preciosa. Nos tuvimos que agarrar la tripa de tanta carcajada. Adela miraba para otro lado, pero creo que hacía esfuerzos para contener una sonrisa, aunque no dejara de repetir:
—Sois como chiquillas y mira el alboroto que estáis armando.
Subimos y las llevé al cuarto de invitados. El corazón me latía como si estuviera enamorada y hasta me temblaba la mano cuando agarré el pomo de la puerta.
—Madreeeee, míaaaaaaaa, madreee, míaaaaa, qué preciosidaaaddddd. Estás requeteloca, Carmiña.
Se lanzó a mis brazos y se echó a llorar. Yo traté de zafarme para ver la reacción de Adela, que se había quedado petrificada con el bolso de piel agarrado con las dos manos.
—¿Y esto?
Es lo único que dijo. No había rastro en ella de sorpresa, admiración, incredulidad, alegría, reproche o incluso asco. Solo había inmovilidad, solo había cemento.
—Es para ti, por tu noventa cumpleaños. Una fiesta de pijamas —dije.
—¡¡¡Una fiesta de pijamas!!! Me encantaaaaa, estás loca, Carmiña, pero que muy locaaaa —gritó Isabel, que volvió a estrujarme.
Adela soltó el bolso en la silla, se sentó con dificultad en la cama y soltó un pequeño suspiro:
—No va a ver quien duerma en este colchón tan duro.
Isabel y yo nos echamos a reír. Luego le saqué la cajita de Violetas y respiré aliviada cuando vi que no le hacía ascos y se metía un caramelito en la boca.
Pasamos la tarde las tres juntas en la cama de invitados. La enjuta Adela y la generosa Isabel una al lado de la otra y yo, cruzada, a sus pies. Nos comimos todos los bombones y mi hermana pequeña nos contó todas sus aventuras del club de lectura, donde había «gente» muy interesante, porque a su edad todavía no se atrevía a hablar abiertamente de los hombres. Adela se quedó dormida con las comisuras manchadas de chocolate. Las manos, posadas sobre la manta, se le habían ablandado y casi casi había desaparecido la marcada franja que tenía en el entrecejo.
Isabel y yo dábamos golpes con los pies a los globos, que brillaban más que nunca con la luz del atardecer. Luego, aprovechando que Adela seguía dormida, le hicimos un caminito de caramelos en el suelo y pusimos las cortinas.
—Son horribles, hermana —musitó Isabel.
—Horrorosas, las más feas que he visto en mi vida.
—Y tapan toda la luz, qué cosas tiene esta Adela. Parecen un mantel.
Y nos echamos a reír, tanto que la despertamos.
—Me duele la tripa —se quejó.
—A nosotras también —mentimos.
La ayudamos a levantarse y miró de manera aséptica el caminito de caramelos y con embelesamiento las cortinas. Luego nos tomamos una manzanilla y les hice un masaje en los pies con aceite de almendras.
—Ayyyy, qué gusto, qué manos has tenido siempre, Carmiña. —Isabel siempre había sido muy de gozar, en eso nos parecíamos mucho.
—Vaya pringue, se quitará, luego, ¿no? —dijo Adela, pero con los ojos cerrados de puro relax.
–¿Jugamos a los globos o ponemos una peli? —preguntó Isabel, que, sin esperar respuesta, salió del cuarto de invitados con los dos enormes globos rojos y brillantes.
Adela les daba manotazos con rabia al principio, pero nosotras dos sabíamos que se estaba divirtiendo.
—Qué cortinas más bonitas te he elegido, quedan preciosas.
—Sí, preciosas, me encantan —dije.
—Más que preciosas, preciosísimaaasss —insistió Isabel.
Y las tres nos echamos a reír.
Por la mañana, Adela nos dijo que había dormido fatal con ese colchón tan duro, pero tenía las manos blandas y había desaparecido la marca del entrecejo. Isabel se había pintado los labios de color coral más que nunca y yo sostenía un globo en cada mano.
—¡¡La piñata!! Se me ha olvidado sacarla. Desayunamos y la rompes, Adela. Por cierto, ¡felicidades!
—Estamos bobas, con tanta fiesta que nos has hecho se nos ha olvidado y todo, Carmiña. ¡¡Felicidades, hermana!!
Adela sonrió un poco y para disimular volvió a mirar las cortinas. Desayunamos café, tostadas, queso y uvas.
—Claro, como al final no cenamos… —Isabel siempre tenía ganas de comer.
Me subí a la escalera y colgué la piñata de la lámpara. Adela rezongaba, pero le dio tal golpe con el palo de la escoba que se nos cayeron encima las chuches y la lámpara. Isabel y yo enmudecimos, paralizadas, hasta que vimos que Adela se echaba a reír con tantas ganas que parecía que le iba a dar algo.
—Me he meado en las bragas por vuestra culpa, atontadas, que parecéis unas chiquillas. ¿Veis? A que tengo que venir otro día a elegirte una lámpara…
Los hermanos, uno de los mejores regalos que nos da la vida, sin haberlo pedido de antemano. Este relato me recuerda lo saludable y gozoso que resulta aceptarlos tal y como son y poder compartir siempre lo que la vida nos trae, lo bueno y lo menos bueno, por muchos años que cumplamos.