¿Qué puede llevar a un hombre a sumergirse en el océano y arrodillarse para enterrar la cabeza en la arena? Ignoro qué pretendió el británico Jason deCaires Taylor, autor de esta y otras esculturas a escala natural que forman parte del Museo Arte Subacuático (MUSA) ubicado en el Caribe mexicano.
Podría tratarse de un hombre harto de su propio mundo. Un hombre que, por la mañana, no quiere levantarse de la cama para ver lo que le rodea. Un hombre cansado de desayunar siempre lo mismo, de ver en su mujer a otra mujer que no era la que él quería o esperaba o de trabajar en un lugar donde no reconoce a nadie, ni siquiera a él mismo. Un hombre que no ve cómo el sol se pone porque tiene la mirada perdida en la nada y en el todo al mismo tiempo. Un hombre, cansado, en fin.
Quizá podría tratarse de este tipo de hombre o de otro, más curioso, con afán de investigar qué hay más allá de lo que puede ver a su alrededor. Alguien con ganas de explorar qué hay al otro lado, aunque ese otro lado esté bajo el agua. Puede que, una vez instalado en el espacio marino, este hombre haya dedicado mucho tiempo a descubrir cómo es el mundo bajo el agua y haya visto tantos seres distintos que, por un tiempo, haya creído que ahí sí era feliz. Pero, puede que llegara un momento en que, harto también de lo que contemplaba bajo el agua (o satisfecha ya su pulsátil curiosidad), sintió que debía seguir escarbando para descubrir otros niveles, otros mundos. Y metió la cabeza en la arena.
Ahí lo vemos, rodeado de peces que transitan pacíficamente ante un hombre aburrido o atormentado o curioso o todas estas cosas a la vez. Parecen no darle importancia. En su nadar tranquilo, lo rodean, incluso lo rozan, pero no se inmutan, acaso ya acostumbrados a ver a los hombres hacer tantas cosas extrañas.
Me pregunto qué habría sentido yo o qué habría pensado si me hubiera sumergido para visitar este museo acuático sin saber nada de su colección y, de repente, me hubiera topado con este hombre. ¿Tal vez me habría entristecido? ¿Me habrían entrado ganas de ayudarlo, de sacarle la cabeza enterrada en la arena para decirle que ya era suficiente, que parara de buscar, que no iba a encontrar nada que él ya no fuera y tuviera dentro? No sé, seguramente me habría detenido en el agua cerca de esta figura y la habría observado tiempo, mucho tiempo, como he hecho con esta fotografía.
El hombre no está solo. Hay unas quinientas figuras en todo el museo. Todo un mundo bajo el agua. Otro mundo o, posiblemente, el mismo mundo, pero sumergido, anestesiado, detenido, protegido, visible solo para aquel que se atreve a hundirse y adentrarse en él.
Como el hombre tiene la cabeza enterrada en el suelo del océano, ya no puede observar lo que le rodea, como, por ejemplo, a esa mujer embarazada acariciándose la tripa descubierta. O a ese círculo de hombres, mujeres y parece que niños unidos por las manos, pero de espaldas al centro, es decir, mirando hacia afuera, hacia el vasto océano en el que se han instalado, como si en el fondo no quisieran verse los unos a los otros, sino perder su mirada en esas aguas llenas de peces, de algas y de corales, pero sintiendo el calor de dos manos ajenas agarrando las tuyas.
Hay muchas figuras y composiciones más, pero me llama la atención otra. Se trata de un busto de una mujer con el pelo recogido en un moño bajo (entrad a verlas si sentís curiosidad), los ojos cerrados, la boca entreabierta y la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás. No parece estar a mucha profundidad, porque, justo encima de su cabeza, surge una luz blanca que indica que no queda lejos de la superficie. Esta mujer, de la que solo observo su cuello y su cabeza, a diferencia del hombre, solo quiere respirar. Nuevamente, ignoro si estaba cansada del aire de su propia existencia en el mundo real y tomó la decisión de sumergirse para ver si la sal del mar y sus aguas limpiaban sus pulmones y su alma, o si, harta de hablar y de hacer infructuosamente, pensó que dónde iba a estar mejor que bajo el agua, en silencio, con los ojos cerrados, sintiendo solo la ocasional caricia de los peces en sus pómulos, la liquidez pura del agua entre sus cabellos, el frescor sobre sus párpados cerrados.
La mujer, no obstante, sigue muy viva. La figura, como sucede con otras muchas de este inquietante museo acuático, nos dice muchas cosas. Y lo hace a través de su propia respiración. De su boca entreabierta salen unas burbujas que suben hacia la superficie buscando la luz. La figura respira, el corazón de la mujer sigue anhelando vida.
Ciertamente no inspira paz. También ella, como el hombre de la fotografía y otras muchas figuras de este museo, parece no estar de acuerdo con algo, no conforme del todo con ella misma. Parece que anhela, que busca, que se oculta, que no sabe qué hacer más que sumergirse en el océano, desde donde acaba inclinando su cabeza hacia atrás para seguir buscando la luz y el aire que un día decidió abandonar. Me habría gustado abrazarla, también yo con los ojos cerrados, sin decirle nada, solo para que, por unos instantes, no se sintiera tan sola y se permitiera relajar el cuello, abrir los ojos, estar en paz…
La vida marina se apropia y metamorfosea estas esculturas inertes, que van cobrando vida bajo el mar. Muchas de las obras se encuentran cubiertas de algas o han sido colonizadas por arrecifes coralinos, como si todos estos seres marinos quisieran arroparlas de alguna manera. Produce un cierto escalofrío observar ese manto de algas, ese traje extraño que las plantas del mar componen sobre sus cuerpos. A veces, nacen de ellos corales y estrellas de mar. Su movimiento y sus colores contrastan con la quietud de las figuras y te estremecen ligeramente.
Parece que esa era la idea: una instalación ecológica con el fin de promover la vida coralina, tanto por los materiales de las esculturas como por su implantación en el fondo del mar. Todas ellas fueron diseñadas específicamente para acoger flora y fauna por medio de perforaciones y orificios donde habitan cangrejos, langostas, camarones y peces minúsculos.
Después de escribir estás líneas me permití indagar más sobre este museo (gracias a lo cual he sabido que hay otro similar en Lanzarote). No quería, al principio, saber nada más sobre estas obras que lo que su mera contemplación me produjera. Pues bien, la imagen que ilustra esta entrada es, como casi todo lo que contemplamos, parcial. Solo al entrar en la galería de imágenes del MUSA he visto cómo es en realidad. Reconozco que me ha chafado un poco, pero la realidad es así, no como a nosotros nos gustaría que fuera.
El hombre arrodillado con la cabeza enterrada en el suelo del Caribe no está solo, sino que forma parte de una composición en la que hay más hombres como él. Quiero decir, exactamente igual a él. Todos están en la misma postura y todos tienen al lado un maletín, que no aparece en la fotografía que acompaña a este texto. Son banqueros. Sí, son banqueros, y así se titula la obra.
También hay obras de otros artistas mexicanos en el MUSA, pero a mí me subyugan las de Jason deCaires Taylor, tituladas La Evolución Silenciosa. Cada una de ellas daría para una historia.
La Evolución Silenciosa. Efectivamente, ahí, calladas, inertes, en silencio, ocultas salvo para quien decide sumergirse en el mar, estas figuras, esta representación humana, va evolucionado en sus formas. Parece que vayamos donde vayamos, nos escondamos donde nos escondamos y busquemos donde busquemos, la vida sigue, vibrante, apasionada, mágica.
Justo antes de abandonar estas figuras, veo otra obra que me llama la atención. Es una composición del cubano Elier Amado Gil formada por seis enormes manos colocadas en círculo mirando hacia fuera en un gesto o mudra para desear el bien. Se llama Bendiciones.
Quedémonos con eso.
Leyendo «Bajo el Agua» he comprendido lo que supone una descarga de inspiración cuando visitas un museo y descubres que detrás de la obra del artista, de lo visual y estético, hay un mundo profundo y carismático al que las sensibilidades normales no llegan por falta de entrenamiento, que es lo que modifica la genética.
«Bajo el Agua» ha sido un toque de atención en mi sensibilidad al arte, acaso perdida en la niñez. Ahora estoy seguro que he pasado de incógnito por muchas de las obras de los muesos de siempre, que he mirado con destreza pero tal vez sin pasión.
Dudo, Joaquín, que tengas falta de sensibilidad, a raíz de tus palabras. Un abrazo.