Imagen: Capsula Mundi
Hacía mucho que no salía a cenar. En mi nueva condición de soltero o single, o como se diga ahora, juntarme con las tres parejas con las que quedábamos habitualmente me resultaba francamente costoso. Sin embargo, no pude hacer frente a la presión por celebrar el sexagésimo cumpleaños de Miguel y asistí, entre expectante y taciturno.
Mediada la cena y para rellenar un silencio incómodo que antes no se habría producido, les conté que la vida estaba llena de sincronicidades (a pesar de que Marisol había decidido unilateralmente dejar de sincronizarse conmigo hacía siete meses). Comenté que la noche anterior me había metido en internet para ver si me entraba el sueño tras un par de horas desvelado y había leído la sorprendente noticia de una empresa que se dedica a entierros ecológicos.
Se hizo otro breve silencio, quizá el tema no les parecía especialmente adecuado, hasta que Miguel preguntó qué tenía que ver eso con las sincronicidades.
—Pues que no hacía ni cuatro días que había leído una columna de Millás en El País donde hablaba de nuevos ataúdes de cartón más sostenibles que los de madera… y justo me encuentro con esta otra noticia sobre los entierros ecológicos.
Tomé el ligero cabeceo de Laura, la mujer de Miguel, como una señal para proseguir, a pesar de que no parecían muy emocionados con el tema.
—Es una especie de vaina con forma de huevo compuesto por materiales biodegradables donde te meten dentro.
Silvia y Antonio suspiraron a la vez, ella hastiada, él horrorizado.
—Meten el cuerpo ahí, en posición fetal, y esa cápsula la entierran como si fuera una semilla y se planta encima un árbol que tú has elegido antes de morir. Es una forma de que luego te recuerden y hasta te puedan abrazar; cuando el árbol crezca, se entiende.
—Eso no es nuevo, creo que ya lo hacían o lo siguen haciendo los mapuches en Chile —dijo Miguel.
—¿Tú crees que con mi sobrepeso es posible que me pongan en esa posición? —preguntó Antonio, cada vez más espantado.
—¡Qué horror! ¡Qué horror! Me parece espantoso —casi gritó Laura antes de levantarse de la silla y arrojar la servilleta al suelo.
—A mí todo esto me hace pensar una cosa: «Y si los árboles son frutales, ¿a qué sabrá la fruta?» —dijo Antonio en una nueva ocurrencia, al tiempo que soltaba una carcajada a destiempo.
—Qué bruto por dios, mira qué decir esas cosas… —soltó su mujer. Y dirigiéndose a mí con el dedo índice muy estirado–: Y, tú, ya te vale, para una vez que te animas a salir mira qué temas sacas, es que hay que ver, eres la alegría de la huerta…
Silvia pasó del hastío a la preocupación y murmuró:
—Y si se te muere el árbol, ¡qué cargo de conciencia más grande!
Todos nos quedamos callados. Álvaro estuvo un rato con los ojos y luego dijo:
—Si somos 7 700 millones de humanos, en cien años habría 770 000 millones de árboles más… y a tomar por culo el cambio climático.
Nadie dijo nada, así que levanté la mano y pedí la cuenta.