Para la gente normal, los segundos apenas cuentan. A no ser que seas un deportista que está compitiendo o trabajes en un quirófano o seas bombero, por ejemplo, los segundos se nos caen de los bolsillos sin que nos demos cuenta. Andan por ahí, confeccionando el tiempo, pero no les prestamos atención.
Son como esas monedas de céntimo que incluso nos molestan en el monedero, pero que a veces hacen posible que podamos hacer una compra casi por los pelos.
Los segundos, impasibles, se siguen sucediendo, a pesar de nuestro desdén.
A mí, a veces, me gusta fijarme en ellos. Detenerme en ese espacio pequeño de tiempo donde ocurren verdaderos milagros.
Es el segundo justo antes de que el sol se oculte tras la montaña o el segundo que falta para que empiece a amanecer. Siempre hay un momento, un segundo, donde la luz se apaga o la luz llega; luego viene el día y la noche como una sucesión mágica de segundos que urden el tiempo, pero uno solo marca el ocaso o la aurora.
Es el segundo en el que, justo cuando tus labios se van a juntar con otros labios, notas una corriente que te hace temblar las piernas, un espacio de tiempo minúsculo donde está toda la tensión ante lo que está por venir. La antesala de la felicidad, como decía Eduard Punset.
Es el segundo en el que, después de inhalar profundamente, retienes el aire dentro de ti y, por unos momentos, casi todo se paraliza. Se trata de un segundo que abre un espacio nuevo, inmenso, una especie de alquimia antes de exhalar el aire por la nariz o por la boca.
Es el segundo, el primer segundo, nada más meterte en la cama y notar cómo tu cuerpo se derrumba sobre las sábanas, arropado por un edredón fino en el inicio del otoño, mientras la luz de la farola se cuela por un resquicio de la persiana. Un segundo de disfrute máximo, en el que el mundo es perfecto antes de que lleguen los sueños y, a veces, pongan el segundero patas arriba y empiecen a jugar con el tiempo, aprovechando que tú estás dormido y has soltado las riendas del reloj.
Es el segundo en que notas, nada más salir del mar, cómo el sol se posa sobre tu piel y te calienta con toda la fuerza del verano; un segundo en el que se mezcla la sal, la humedad, la brisa y el sol creando una porción mágica de tiempo que se deshace como las olas.
Es el segundo en el que eres consciente del abrazo de un amigo. Todavía no ha llegado a rodearte con los brazos, casi ni te ha tocado la espalda, pero ya notas, en ese primer instante, la calidez del abrazo que te espera, la lasitud de tu cuerpo que se afloja con su contacto y se deja llevar.
Un segundo de estrella fugaz, un segundo de una mirada que se aparta de repente, un segundo antes de explotar a reír, un segundo de miedo antes de cruzar el puente, un segundo en el que no te acuerdas de nada…
Un segundo que se abraza a otro segundo y a otro segundo y te ofrece, misericordioso, el regalo de la vida.
Muy bueno, enhorabuena. ¡Cuanta vida hay en 1 segundo!, que no sabemos valorar.
Pero en el segundo es dónde está la intensidad del momento, como en los pequeños detalles con tu pareja, con tu familia, con los amigos, con las personas, esos que parece que no cuentan y que hay que esforzarse en repetirlos para mantener vivo el sentimiento y las buenas formas.