Son algo más de las ocho de la mañana. Lo sabe por la voz del locutor, que, como cada día a estas horas, dedica cinco minutos de su informativo a plantear preguntas sobre la vida política que ella nunca sabe contestar, quizá porque está demasiado dormida o porque no le interesan en absoluto los tejemanejes de los líderes políticos y los empresarios.
Su hijo Quique no se ha ido todavía, le oye trajinar en la cocina. Debe de estar preparándose el desayuno por el ruido que hace con el vaso. Unos minutos después escucha el grifo del baño y luego, nada.
Sale de la cama despacio, levanta un palmo la persiana y abre a medias la ventana. Le gusta sentir el frío de la mañana, sobre todo si es oscura y lluviosa como esta, enredarse con el edredón y taparse la cara casi por entero para evitar que ni el frío ni la realidad de fuera puedan entrometerse en su habitación y perturbar el placer de esconderse bajo el ropaje de la cama deshecha.
Su duermevela se interrumpe cuando suena el teléfono, que está sobre la mesilla. Deja que el sonido se prolongue, deseando absurdamente que alguien conteste por ella, pero la Pequeña serenata nocturna de Mozart continúa sin que nadie ni nada la interrumpa. No ha escuchado el sonido de la puerta al cerrarse, pero sabe que su hijo se ha marchado ya, sin despedirse, como otras veces. Saca la mano y sin mirar la pantalla coge el móvil, que siente frío al contacto con su oreja.
—¿Sí?
Su voz es grave, como si esta primera palabra de la mañana emergiera del fondo de su cuerpo. Tras unos segundos de silencio, la llamada se corta. Es un número muy largo, como de centralita. Vuelve a dejar el teléfono encima de la mesilla y se tapa con el edredón. Piensa que las compañías no respetan ningún horario, llaman de noche, a primera hora de la mañana, incluso de madrugada. Trata de volver a acurrucarse, pero no encuentra la postura.
La casa está en absoluto silencio. Quique, efectivamente, se ha marchado a la universidad y su marido debe estar ya en el trabajo. De pronto, y sin saber por qué, imagina que la llamada era porque ha tenido un accidente en la carretera, y quizá la ambulancia no ha llegado a tiempo debido al tráfico y Ernesto ha muerto.
Durante unos segundos se ve recibiendo el pésame de todos sus compañeros de trabajo, que la compadecen y lamentan la pérdida de un ser tan trabajador y afanoso como Ernesto, siempre dedicado a la empresa. Se imagina una enorme corona con la que sus jefes muestran sus condolencias por la muerte de uno de sus más valorados directivos. Y se adivina serena, indiferente.
Es consciente de que en realidad no le importa demasiado lo que pueda ocurrirle a su marido. Está ahí, en su vida, pero es como un actor secundario con pocas frases. Figura como su esposo, tiene sus pertenencias en casa y recuerda vagamente por algunas fotografías que alguna vez estuvo enamorada de él. Ahora solo es alguien que vive en esa misma casa, que no da problemas, que no discute, que no opina. Eso facilita mucho las cosas; en otras ocasiones, hace que una rabia antigua le suba por el pecho y llegue hasta la garganta.
Los ladridos agudos del perro de la vecina la sacan de su ensimismamiento. El teléfono vuelve a sonar. Esta vez lo coge con más decisión.
—¿Sí? —vuelve a preguntar.
—Hola, soy yo.
—¡Ah! Eres tú —contesta aliviada—. Sale un número raro.
A pesar de que es la primera vez que la llama a estas horas de la mañana y, sobre todo, desde un número desconocido, lo ha reconocido al primer golpe de voz. Nota su respiración agitada. Carraspea sin atreverse a hablar en voz alta.
—¿Qué pasa? ¿Pasa algo? —insiste ahora más nerviosa.
—No, nada, solo quería saludarte, hablar contigo.
—¿A estas horas? —pregunta extrañada.
Piensa que le gustaría estar cerca de él para mirarle directamente a los ojos y averiguar el motivo de su llamada. Pero tampoco ahora le hacen falta demasiadas palabras. Miguel es guapo y atento, pero también cobarde y pusilánime. Ella no insiste y, apoyada en la almohada, espera una respuesta del otro lado. El silencio de la casa, de la habitación, solo es interrumpido por el nuevo carraspeo de Miguel. Sabe lo que viene ahora. Sabe que ya no va a ver más a ese hombre con el que desde hace tres años comparte una segunda vida.
—Miguel, quieres…
—Sí, en realidad lo que te tengo que decir es breve. Lo tengo escrito en una hoja, sabía que si no no iba a ser capaz de decírtelo. «Eres una mujer increíble y he sido muy feliz contigo durante estos años, pero ha llegado el momento de poner fin a esta relación, que como tú y yo sabemos está abocada al fracaso, dada la situación personal y familiar de ambos. Silvia me ha dado un ultimátum y he decidido seguir con ella. Las cosas están bien así y no quiero hacer sufrir a mis hijos».
Se siente incapaz de seguir escuchando semejante sarta de estupideces. Corta la llamada instintivamente sin decir una palabra, sin exigir explicaciones, sin dejar traslucir su cólera. No tanto por la ruptura, sino por las formas, por los modos. En el fondo no se siente sorprendida, sabía que Miguel no iba a dejar a Silvia, pero pensaba que tenían una relación cómoda y agradable. Un hotel de vez en cuando, una película, un paseo, un café…
Se levanta de golpe y siente un ligero mareo. Se apoya en la cómoda y se pone la bata. Coge el móvil y, descalza, llega hasta la cocina. En ese momento se da cuenta de que Miguel acaba de desbaratar los planes que tenía previstos para ese día. Repasa mentalmente la agenda y recuerda que tenía hora para ir a la peluquería. Por la tarde iban a ir juntos a una exposición de pintura. Manda un mensaje a la peluquera para anular la cita y se sienta en una banqueta de la cocina.
El suelo está frío. Agacha la cabeza y mira sus pies descalzos y con la pedicura perfecta, pero no hace ni un solo movimiento para levantarse a por unas zapatillas. Lo que acaba de suceder la ha dejado desconcertada y confusa. Rodea su cintura con los brazos y cabecea ligeramente, sonriendo sin fuerza. Inventa una nueva mentira, aunque no haga falta. Quique, Ernesto. Ninguno de los dos se merece una explicación.
Esta noche, cuando estén los tres cenando, dirá que el curso de patchwork con el que hasta ahora había justificado sus ausencias vespertinas le ha dejado de interesar y que por el momento no se decide a apuntarse a otra cosa. Ernesto, abstraído en sus proyectos de empresa, apenas le prestará la atención suficiente para asentir con la cabeza y decir sin mirarla: «Muy bien, cariño, como quieras». Quique, si acaso, levantará la vista del plato y le dirigirá una mirada cargada de incomprensión e indiferencia.
Encoge ligeramente las piernas y se queda de puntillas para evitar que el frío de las baldosas se cuele por la planta de sus pies. Dirige la vista hacia la encimera y ve el vaso con restos de café y los envoltorios de las magdalenas que su hijo se ha tomado para desayunar y que ha dejado ahí sin preocuparse de recoger.
También Quique es un ser ausente, pero es casi peor que su padre porque además es egoísta. Se marcha por la mañana y llega para cenar, cuando los tres hacen que comparten algo. Algunas tardes aparece por casa, pero, tras un saludo frío e impreciso, se mete en su cuarto y no sale hasta que llega su padre.
Le entra un escalofrío. Antes de regresar a su cuarto se da un paseo por toda la casa. Entra en el salón y aspira el aire cargado de tabaco por los cigarrillos que anoche fumó Miguel y que todavía permanecen en el cenicero. Lo coge con intención de limpiarlo, como otras veces. Lo mira unos segundos mientras lo sostiene con las manos y finalmente lo deja caer sobre el suelo enmoquetado, que se cubre de colillas arrugadas.
Vuelve a su cuarto. La habitación está fresca y con algo más de luz que antes. Se mete en la cama sin quitarse la bata y se arropa con el edredón tapándose casi hasta la frente. Permanece con los ojos cerrados. Está boca arriba, quieta, con las piernas estiradas y los brazos pegados al cuerpo. Como si estuviera muerta. Poco a poco va entrando en un estado en el que la realidad y la ficción juegan a esconderse y a engañarse. No siente frío ni calor, ni siquiera siente su cuerpo. Solo la mente sigue funcionando a su pesar.
Si tuviera fuerzas llamaría a su marido y le diría la verdad, lo que él también sabe, la falsedad de su vida, el vacío, el egoísmo de Quique y hasta el abandono de Miguel, aquel que la distraía y ocupaba sus tardes. Pero Ernesto le diría como siempre: «Muy bien cariño, como tú quieras».
No sabe si los pies se le han helado o es que en realidad han desaparecido. No existen, no son, como Ernesto y Quique, y ahora como Miguel. Quiere tocarse para comprobar que sigue ahí, pero tampoco las manos le obedecen. Al final, sin darse cuenta, se queda dormida, en una especie de letargo forzado que la protege de la luz y del frío. Cuando despierta, continúa sin moverse, estirada y con los ojos cerrados. No sabe cuánto tiempo ha pasado. No puede ni siquiera mover la cabeza para mirar el despertador. El móvil, aunque está en la cocina, no parece que haya sonado.
Su mente está cubierta de imágenes y sueños oscuros, como lagunas de aguas densas, las mismas que están entrando por la ventana de su habitación cuando por fin vuelve a abrir los ojos. Se ha hecho tarde y la casa continúa en silencio.
Se levanta despacio, un poco mareada. Descalza, avanza lentamente hacia el cuarto de Quique. Abre su armario desordenado y saca una caja de la parte de arriba. Extrae una pequeña máquina negra. La enchufa. Se sitúa delante del espejo de la pared y la pone en marcha. La pasa por su cabeza despacio, una vez, dos veces, cien veces, hasta quedarse completamente calva.
Gracias, Elena. Interesante historia para parar: la mentira más dolorosa es la de engañarnos a nosotras mismas, la de no intentar buscar quiénes somos y a dónde queremos ir, intentar al menos…. Y la desnudez de la cabeza qué intensa es y cuántas emociones abre, no todas malas si se sabe mirar… Creo que solo alguien que lo haya experimentado por la razón que sea puede entenderlo en su plenitud. Un regalo leerte.
Muchas gracias, Deiane. Sí, el pelo es un elemento muy potente y en muchos sentidos, a veces nos cubre demasiado, a veces nos desnuda, a veces nos pesa…
La rutina hace que en ocasiones nos acomodemos a situaciones insostenibles y consigamos una sensación de normalidad, pero con la autoestima por los suelos, como el pelo de la señora
Fantástico relato Elena. Como los otros. Están llenos de realidad, de vida, de TODO eso que somos o simulamos que somos.
Gracias por hacerme reflexionar. Gracias por este fantástico regalo.
Ojalá ese «corte de pelo» sirva para que la protagonista encuentre a su verdadero amor, ella.
Un beso gigante Elena y gracias!!!