Apagó la luz de la cocina y antes de salir pasó el dedo por la mesa del comedor. Todo estaba en orden. Cogió el fular que tenía preparado y se lo anudó mientras se miraba en el espejo por última vez. Se veía bien, pero, aun así, volvió a pensar qué cara iba a poner Isabel cuando se vieran después de tantos años. Seguramente todo serían halagos, dichos con sinceridad o quizá para no herir, por lo que decidió no volver a pensar en el tema. Iban a ser tres o cuatro días que había planificado perfectamente. Dónde y con quién iban a comer, qué día quedaría con sus hijos y sus nietos para que conociesen a su amiga, qué pueblos le iba a enseñar. Y hablarían, claro. Hablarían de cómo les va la vida, de la familia, del trabajo, de la jubilación. En los últimos mensajes habían recordado la última vez que se habían visto y ninguna de las dos podía creer que hubieran pasado más de diecisiete años.
Se metió en el coche y arrancó. Dejó que la calefacción empezara a funcionar e introdujo en el navegador la dirección del pueblo al que tenía que ir a recoger a su amiga. Ya lo había mirado en Internet, a su ritmo tardaría más de una hora. Hacía mucho que no viajaba sola y menos fuera de la provincia de Toledo, pero pensó que durante el trayecto le daría tiempo a relajarse y a disfrutar de un rato de silencio. Los últimos días habían resultado agotadores. Se acercaba la Semana Santa y había puesto especial empeño en cuidar todos los detalles para que las habitaciones del hotel estuvieran perfectas. Además, Isabel querría ir a verlo enseguida y tenía que reconocer que se había esforzado más de la cuenta para causarle una buena impresión. No había dejado nada sin revisar, las cortinas, las alfombras, la ropa de cama, las flores secas del baño, las provisiones, la cocina, los manteles del comedor, la cubertería, la recepción, las luces del jardín. Estaba agotada. Y luego su casa. Se había dado una verdadera paliza para recibir a Isabel y que esta se sintiera a gusto en la habitación que le había preparado.
Se puso el cinturón de seguridad y arrancó. Atravesó el pueblo, que a esa primera hora de la tarde estaba desierto, y salió a la carretera. El cielo estaba gris y hacía viento, pero dentro se estaba bien. Había cambiado el ambientador por uno más fresco de limón y había quitado de los asientos de atrás los papeles de caramelos que sus nietos habían tirado el otro día. No había dejado ningún detalle al azar. Suspiró profundamente. Estaba más cansada de lo que imaginaba y volvió a agradecer estos momentos de soledad. Apenas había recorrido unos kilómetros cuando se dio cuenta de que estaba repasando el menú de la cena y de que estaba apuntando mentalmente que no tenía que olvidarse de llamar a sus hijos para confirmar la hora de la comida del sábado. Le había encargado a Andrés que se pasara por Toledo a la vuelta de su ruta para comprar una caja de mazapán, pero de todas formas luego haría una parada para llamarlo y cerciorarse de que había hecho el encargo. Se lo había recordado por la noche, pero sabía que los días que Andrés salía de senderismo con el grupo de montaña se olvidaba de todo. En esos momentos solo contaban él, su mochila, sus barritas y sus bebidas energéticas. Y la capa por si llovía, los bastones para andar, las tiritas, la gorra para el sol, la crema, los frutos secos y la brújula. Hacía unas semanas que no había vuelto a sacar el tema, pero estaba segura de que no tardaría en volver a la carga con lo de la jubilación. Desde que su marido había dejado de trabajar hacía dos años se había convertido en un auténtico apóstol de la vida del jubilado. Todo le venía bien, el senderismo, las rutas gastronómicas y la talla de madera, y quería que ella también disfrutara de estas cosas. «Llevas muchos años dedicada al hotel, decía, ya verás lo que descubres cuando lo dejes». Conocía a una pareja del pueblo de al lado que estaba interesada en llevar el negocio cuando ella lo dejara. Eso no le preocupaba. Lo que le preocupaba era averiguar si ella también deseaba convertirse en otro apóstol de la jubilación y la vejez activa como su marido.
Habían empezado a caer unas gotas y su mente se estaba acelerando, así que puso la radio. Según lo que comentaba el locutor, aquel era el día mundial de la contraseña. Un experto en la materia explicaba las claves que debía tener una buena contraseña. Lo primero era evitar poner la misma combinación para la cuenta de correo electrónico, el cajero automático, el móvil o cualquier otro aparato. Mal, estaba claro que ella lo estaba haciendo mal. Tenía la misma contraseña para casi prácticamente todo, excepto para el cajero. En segundo lugar, lo ideal era, seguía enumerando el experto, una combinación alfanumérica. Otra vez, mal. La suya no tenía ningún número, sería incapaz acordarse de ellos. Y, por último, evitar que las palabras o los números tengan una vinculación con el usuario, como las fechas de nacimiento, los nombres de los hijos o el marido y cosas así. De nuevo, mal. Cualquiera que pretendiera entrar en su cuenta de correo, por ejemplo, lo tendría facilísimo. Eran las primeras letras de los nombres de sus hijos, tal y como acababa de decir el experto que no había que hacer. «Camisa». Esa era su contraseña, así de absurda, así de ridícula. Carmen, Miguel y Sara. De pronto, le entró la risa, una risa un poco tonta pero que no podía parar. Redujo la velocidad y se secó las lágrimas con la mano. Su contraseña era una chapuza en toda regla. Se imaginó que llamaba a la radio y le decía al experto que su contraseña era «camisa» y se rio de nuevo mientras veía que aquel señor tan entendido le recomendaba con la voz trémula poner, por ejemplo, «bz0376ej0» para la cuenta de correo personal y «dnj74gaJ54DaS» para la del trabajo. Eso sí que era absurdo. ¿Quién iba a tener interés en leer sus mensajes? Se llevaba bien con los empleados del hotel, alguno de ellos llevaba veinte años trabajando con ella, conocía prácticamente a todo el mundo del pueblo y a la mitad de Toledo y no pensaba que tuviera un enemigo a la vista con ganas de husmear en sus mensajes.
Estaba empezando a llover de verdad. Cambió la velocidad del limpiaparabrisas y se miró rápidamente en el espejo para comprobar que el rímel seguía en su sitio. No se había dado cuenta de que se estaba haciendo de noche y de que cada vez había más nubes oscuras y pesadas que amenazaban tormenta. El bloque dedicado al Día Mundial de la Contraseña y esas carreteras todas iguales, tan rectas y tan bien asfaltadas, sin problemas, sin gente, sin contratiempos, le estaban sentando muy bien.
Respiró profundamente y movió el dial hasta encontrar un programa de música clásica. No era muy aficionada a este tipo de música, pero en ese momento y en esas circunstancias pensó que era lo más adecuado. Hacía tiempo que no miraba el navegador, la carretera no tenía pérdida, pero cuando observó la pequeña pantalla vio que indicaba que estaba fuera de ruta. «Qué raro», pensó. No había visto ningún desvío, así que después de unos momentos de desconcierto llegó a la conclusión de que el aparato no reconocía la carretera por la que circulaba porque era nueva y el navegador ya tenía cuatro o cinco años. Andrés había comentado en alguna ocasión que tenían que actualizarlo, pero como era ella la que iba a tener que encargarse, siempre demoraba la tarea.
Redujo la velocidad, llovía con intensidad y quería ir atenta a las señales para ver si iba por el camino correcto. Era extraño, pero el hecho de pensar que se había confundido de camino o de que podía llegar tarde a buscar a Isabel no la alteró lo más mínimo. Se encogió levemente de hombros y se dejó llevar por la música. Cada vez se sentía más a gusto. La oscuridad, la lluvia, un rayo lejano, la temperatura dentro del coche y esa música que parecía darle un masaje hicieron que sintiera tranquila y relajada.
Pensó en Isabel y por primera vez tuvo que reconocer que no le hacía tanta ilusión volver a verla. El contacto que mantenían, al principio por carta y, desde hacía unos años, por e-mail era suficiente para mantener una relación que no sabía bien cómo definir. Se habían conocido cuando las dos estudiaban Hostelería. Una vez que acabaron los estudios y, dado que las dos tenían gustos similares, habían planificado abrir juntas un restaurante. Pero pasó el verano e Isabel se quedó a vivir en el sur de Francia, a donde había ido de vacaciones. Había conocido al que ella decía era el hombre de su vida, un cocinero de la nueva cocina que le duró dos años, pero con el que montó un local del que, después de algunos reveses, todavía seguía viviendo. No parecía gran cosa, por las fotos que le había mandado en alguna ocasión, pero funcionaba. Ella sabía que su hotel, una delicia rural según algunas páginas web, era otra cosa, y estaba deseando que enseñárselo para decirle «sí, esta es mi obra».
Andrés siempre lo había visto más como una molestia, sin reconocer que el hotel era algo que había puesto en marcha ella sola, por no hablar de los beneficios que les estaba dando después de la restauración que acometió hace unos años con el dinero de la herencia de su madre. No, tampoco sus hijos lo valoraban en exceso, salvo Carmen, quizá, que cuando aparecía por allí no dejaba de halagar su gusto por las últimas flores o el nuevo papel para la carta. Pero todos coincidían en lo mismo. Ya era hora de dejarlo y disfrutar de la vida. ¡Qué sabrían ellos lo que era disfrutar de la vida! Un día tenía que hablar con Andrés para decirle que, aunque se jubilara y traspasara el hotel no pensaba apuntarse a senderismo y menos aún acompañarle a esas rutas gastronómicas donde lo único que hacían era comer y beber hasta el empacho. No. Eso sí que no. Tenía que decírselo y pensó que era lo primero que iba a hacer cuando se marchara Isabel. Luego ya vería qué decidía. Sus hijos también se estaban poniendo un poco pesados. En la última comida, Miguel había vuelto a sacar el tema y entre bromas de unos y otros había dejado caer que cuando se jubilara no iba a estar tan estresada como ahora. Que iba a tener tiempo de sobra para preparar tranquila la comida y la cena y para pasar más tiempo con los nietos. «Y una mierda», pensó.
Siguió conduciendo fuera de ruta, según el navegador, y se sorprendió de la virulencia de sus pensamientos. «Si quieren una cuidadora, que contraten a una chica, a ver si ahora voy a tener que estar de guardería en guardería y de cole en cole como si fuera el autobús escolar». Lo veía claro. Se jubilaría y empezarían a pulular todos por la casa, no solo los fines de semana como ahora, sino a todas horas. Y querrían comer, y cenar, y que se quedara con alguno de los niños cuando se pusiera malo y que les hiciera los recados. Total, ahora tenía tiempo libre. Ni hablar. Anotó mentalmente que también tendría una conversación con sus hijos, mejor hacerlo al principio para dejar las cosas claras y evitar malentendidos.
Isabel era diferente. No tenía marido ni hijos, pero ahora se daba cuenta de que, como siempre hablaban del trabajo, de cómo iba el negocio y de algún que otro achaque, no podía decirse que se conocieran a fondo. Sí, sabía todas estas cosas de ella, pero no cómo se sentía, ni cómo afrontaba la vejez, por ejemplo. A veces se la imaginaba en su restaurante francés y pensaba que se debía sentir sola, aunque ella nunca le había dicho nada al respecto. Por eso, apenas le hablaba de su familia y de las anécdotas de sus nietos. Al fin y al cabo, no los conocía y, aunque le había mandado alguna foto de su familia, Isabel nunca se había mostrado demasiado interesada. Del trabajo, sí, de eso hablaba mucho. De las malas rachas y del intenso trabajo en verano, de los proveedores, del camarero al que había tenido que echar porque era un vago, del último vino que estaba sirviendo, de un cliente muy especial que iba por el restaurante últimamente…
No sabía qué aspecto podría tener ahora, porque, al contrario que ella, Isabel no se había molestado nunca en mandarle una foto y ninguna de las dos había planteado comunicarse a través de videoconferencia. Su relación no daba para tanto. En realidad, no sabía muy bien por qué seguía manteniéndola. Tenía más que suficiente con el hotel, con su familia y con un par de amigas que conoció cuando empezó a estudiar fotografía. La fotografía. Otro frente con el que tenía que lidiar. Estaba hasta el gorro de hacerles fotos a los nietos. Le encantaba cuando iban a casa los domingos. Jugaba con ellos, les daba unas chucherías que les había comprado, les dejaba jugar con la carretilla del jardín y les hacía fotos. Pero cuando ella quería. Normalmente cuando se quedaban a solas y los niños jugaban a su aire. Le gustaba fotografiarlos así. Casi sin que se dieran cuenta. Pero aquella pesadez de los retratos familiares y, últimamente, la de los fotolibros estaba empezando a cansarle. La idea la tuvo Andrés, claro, que había visto un fotolibro de un amigo y le propuso que hiciera uno de las vacaciones de verano. Luego tuvo que hacer el de las Navidades. Y Sara, la mayor, ya le había dejado caer «la ilusión que le iba a hacer a Javier» que la abuela le preparara uno de su primera comunión. Eso era lo último. ¿Qué se habían creído?
Sin darse cuenta había acelerado. Miró el reloj y calculó que llevaba más de dos horas conduciendo. Estaba claro, a estas alturas, que llegaría tarde a recoger a Isabel. Cambió de nuevo el dial y puso una emisora de música comercial. Empezó a mover las manos al compás de la música e intentó imaginar qué pasaría si no llegaba al pueblo donde la debía estar esperando y qué ocurriría si seguía conduciendo. En esos momentos, como si alguien le estuviera leyendo el pensamiento, su móvil empezó a sonar. Se sobresaltó. Era muy extraño que no hubiera sonado hasta ahora, aunque quizás sí lo había hecho y no se había enterado. No hizo siquiera el ademán de ir a cogerlo. Estaba conduciendo, era de noche, llovía y todo estaba bien. El teléfono volvió a sonar. Y otra vez. Y otra. Entonces metió la mano en el bolso y lo apagó. Subió un poco el volumen de la música y se puso a tararear una canción que últimamente cantaba mucho una de las cocineras. Tenía ritmo y de pronto le entraron ganas de bailar. ¿Hacía cuánto que no bailaba? Estaba sola en la carretera. Podía parar el coche en el arcén, subir a tope a música, salir a la lluvia y bailar con los brazos abiertos hasta empaparse. Sí, eso estaría bien. Calibró esta idea, pero siguió conduciendo. Nunca se había sentido tan cómoda al volante. No había nietos gritando ni pidiendo agua, ni un marido avisando de que bajara o aumentara la velocidad o de que estuviera atenta al siguiente stop. Solo ella y la música. Y fuera, la lluvia, la oscuridad, la carretera vacía. Continuó el trayecto hasta que de pronto le entró mucha hambre.
El navegador parecía haber vuelto en sí. Al fondo se distinguían unas luces y decidió hacer una parada. Miró el nombre del pueblo, pero no le sonaba de nada. No tenía ni idea de dónde podía estar y no pensaba averiguarlo. No sabía si seguía en Toledo, o si estaba en Madrid, en Cuenca o en Ciudad Real. Mejor. Aparcó al lado de lo que parecía un mesón de carretera con habitaciones y pidió un bocadillo de beicon y queso fundido. Hacía años que no se comía un bocadillo de beicon y queso fundido. Se imaginó la cara que pondría su familia si la vieran en esos momentos. Ella, siempre tan fina y tan atenta a las calorías. Ella, que se preocupaba por que en la carta del hotel siempre hubiera verduras de temporada, y que en casa vigilaba para que Andrés no comiera demasiado embutido. Sí, ella, la misma que ahora se estaba relamiendo con ese bocadillo un poco grasiento y esa jarra de cerveza bien fría.
Se acabó el bocadillo, remató la cerveza y miró hacia el mostrador. Había unos bollos de chocolate como los que a veces comían sus nietos. No se lo pensó dos veces. Pidió un café con leche y un bollo relleno y cubierto de chocolate. Le supo a gloria. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto de una comida. Fuera seguía lloviendo con fuerza. El cansancio y los nervios previos al viaje, y el relax que había sentido mientras conducía y se dejaba llevar por la carretera y la música le habían dado sueño.
Habló con el hombre de la barra y le dio la llave de una de las cuatro habitaciones que había en el piso de arriba. «La habitación estará fría, no esperábamos a nadie», le comentó. «Da igual», dijo ella. «Se puede tomar otro café mientras el radiador caldea un poco la habitación», le sugirió. Así lo hizo. Cogió un suplemento dominical atrasado y empezó a hojearlo. Pero los párpados se le cerraban.
Subió a la habitación, se quitó los botines, el cinturón y los pendientes y se metió en la cama con la ropa que llevaba. Las sábanas estaban frías, pero olían a limpio y aunque el colchón parecía demasiado blando acogió su cuerpo como una mano grande y cálida. Quería disfrutar de este momento, de esta soledad. Se imaginó los nervios de Andrés al no saber nada de ella, las llamadas que habría hecho a los tres hijos, al hotel, y quizá también a alguna de sus amigas. Incluso a la policía. Y luego estaba Isabel. Tendría varias llamadas perdidas suyas en el móvil. Todos estarían de pie, despiertos, activos, preocupados. Haciendo un esfuerzo, encendió el móvil, escuchó los pitidos de las llamadas perdidas y los mensajes y sin leerlos le puso uno a su marido diciendo: «Todo bien, llego mañana por la mañana».
Seguidamente apagó el móvil. No tenía fuerzas para lavarse los dientes con el cepillo de viaje que siempre llevaba en el bolso y la boca le sabía a café con leche y chocolate. Cerró los ojos y sonrió levemente. Luego se tapó bien con la manta, encogió las piernas y se durmió.
«Y los felpudos se sacudieron y limpiaron en los zapatos»… Gran relato Elena!!! Eres una auténtica crack!!! ENHORABUENA