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Gerundio

Leí hace poco un artículo del escritor Juan Tallón en el que decía que, por casualidad, había abierto una novela a voleo y que, en la página treinta y pico, había leído que uno de los personajes aprovechaba uno de sus pasos por el cuarto de baño para peinarse por enésima vez en el día. «La novela, también por casualidad, la había escrito yo mismo años atrás», dice Tallón. El personaje, que se llama Luca, estudia matemáticas y mantiene la teoría de que peinarse es una acción siempre en curso, nunca acabada. Dura toda la vida. «No puedes decir que estás peinado y que lo estás para siempre, de modo que al fin taches esa acción de la lista de los dolores de cabeza diarios».

Tallón continúa explicando en el artículo que el peinado no es como el bautizo, o la circuncisión, o esos coches que ya no se fabrican, indestructibles, o como cuando te compras cierta ropa y te dura mucho, sin someterse a la moda del presente absoluto inventado por algunas marcas. Para Luca resulta imposible decir que estás peinado, solo que estás peinándote. El personaje sentencia: «Yo aún creo en el gerundio».

En ese momento, Tallón cerró la novela y concluyó que tal vez nunca volvería a tener tanta razón en otro libro del futuro. «El gerundio desprende en ocasiones una fuerza y belleza arrebatadoras. Nada lo doblega».

Y ahí fui yo quien se quedó pensando. Yo, que, como correctora, había ido cogiendo sin darme cuenta manía al gerundio me vi, de pronto, mirándolo de otra manera. Más benigna, más amable, más interesante y cautivadora.

Esa tirria mía hacia el gerundio tiene una explicación. Es habitual, entre los escritores primerizos, cometer ciertos fallos básicos en el uso de esta forma no personal del verbo, fallos que están tan extendidos en la sociedad que es fácil caer en ellos; los vemos sobre todo en los escritos legales u oficiales.

Hablo del gerundio de posterioridad, que sucede cuando el gerundio indica un acto posterior al señalado por el verbo principal; es decir, se emplea para describir una acción que no es simultánea o inmediatamente anterior a la acción principal. Me refiero, por ejemplo, a «Empecé la carrera a los 18 años, acabándola cuatro años después», en lugar de « Empecé la carrera a los 18 años y la acabé cuatro años después

También es incorrecto usar el gerundio aplicado a un objeto: «Me compré un coche teniendo el techo abatible». Hay otros casos más, pero este escrito no va de eso, sino de la nueva concepción vital indoblegable del gerundio.

Vuelvo la mirada hacia mí misma e indago en qué aspectos me «gerundio» (¿podría, en algún momento, llegar a alcanzar el gerundio la categoría de infinitivo en una divertido y sorprendente maniobra gramatical?).

Hay muchas acciones apenas interrumpidas que continuamente están siendo, como pensar u observar la luz. «Estoy pensando». «Estoy contemplando la luz». Acciones continuadas, casi nunca acabadas, que puede parecer que son siempre iguales, pero están en continuo cambio.

A pesar de que todos disponemos de un circuito poblado por los mismos pensamientos, que pululan por él en bucle, también surgen nuevas ideas y asociaciones, razonamientos, debates, soliloquios. «Estoy pensando». O, un poco más allá: «Estoy pensando que estoy pensando». Es difícil dejar de pensar.

Por mucho que uno se esfuerce por pensarlo todo intensamente durante una semana, un mes o un año no puede decir, como el personaje de Tallón aseguraba en lo referente al peinado, que uno está ya «pensado» para siempre, como cuando te depilas con láser y el vello no vuelve a aparecer. Ni siquiera los monjes más experimentados en meditación podrían decir algo semejante.

Tampoco la luz es la misma si te fijas bien. Tiene sus intensidades, sus matices, sus tonalidades. Se podría hacer una tabla Pantone de la luz según las estaciones del año, por ejemplo, o de los elementos con los que interactúa: la lluvia, las nubes, los árboles… Siguiendo el mismo razonamiento, es imposible decir (salvo que te hayas iluminado y lo uses en sentido figurado) que uno ya ha visto toda la luz. Observar la luz es otra acción constante, aun cuando no pongamos atención en ello o lo hagamos de manera consciente. Podríamos inventar para ello el verbo «lucear».

Es decir, que estoy de acuerdo totalmente con Tallón: el gerundio posee una fuerza y una belleza arrebatadoras.

Voy un paso más allá y me atrevo a asegurar que hay momentos en que la vida sucede en gerundio, con un trote sin interferencias donde apenas cambia el paisaje, como apenas cambia la cabellera que uno peina cada día, y donde uno hace, va haciendo, en una especie de movimiento ondulante, exento de brusquedad, que dota a la propia existencia de un algo que sucede en cada momento. Uno no se engancha a los recuerdos, a lo que ya pasó, pero tampoco sueña con lo que está por venir. Es, en ambos casos, algo que no contempla.

Puede ocurrir que uno desee, en algún momento vital, saberse ya completo, construido del todo, con las juntas bien selladas. O mantener esa construcción si considera que en algún momento pasado la alcanzó. O soñar con lograr una construcción aceptable para los tiempos venideros y que sea así «para siempre».

Hablamos de lo mismo. De algo ya hecho o algo que está por hacer.

Sin embargo, cuando uno «gerundea», uno se abandona al pálpito de la vida, uno no termina ni empieza nada, sino que se entrega al placer de la propia acción sin pensar en los antecedentes ni en las consecuencias. Uno está viviendo.

Nunca podré agradecer suficientemente a Tallón este asombroso redescubrimiento del gerundio. Yo, al igual que su personaje Luca, también puedo sentenciar lo siguiente: «Yo aún creo en el gerundio».

4 comentarios en «Gerundio»

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