Llegué a casa de la abuela a las cuatro de la tarde. La ceremonia no iba a celebrarse hasta un rato después, pero yo había querido ir un poco antes para estar de nuevo sola en aquella casa donde me iba reconociendo en cada estancia, en cada esquina. Me la sabía de memoria y, sin embargo, ahora me parecía extraña, como si hubiera encogido al mismo ritmo que había hecho ella, sobre todo en los últimos meses, desde que ingresó en la residencia.
La despedida pretendía ser algo emotivo pero alegre, aunque yo sabía que la muerte termina entristeciendo y que todos íbamos a acabar llorando. Me dirigí a la cocina, en la que tantos días de verano la abuela Roge nos había dado de comer a los nietos. Antes de entrar me apoyé en el quicio de la puerta y examiné con cuidado la mesa extensible, los fuegos donde cocinaba, los armarios un poco ladeados y pulcros, las banquetas, el cajón de los cubiertos que nunca cerraba bien del todo y la nevera, tan pequeña como ella y tan mágica al mismo tiempo. Nunca pude comprender el milagro de esa mujer diminuta y regordeta, capaz de dar de comer a toda familia con todo lo que iba sacando de ese frigorífico pequeño y ruidoso que ahora, en ausencia de su dueña, seguía emitiendo los mismos sonidos intermitentes. De ahí salían las croquetas de bacalao, el jamón y los tomates, el tocino con el que se hacía, a media tarde, esos bocadillos que no le gustaban a nadie más que a ella, con un pan un poco duro que sacaba de la misma panera metálica que yo estaba contemplando ahora con una mezcla de admiración y nostalgia.
El milagro del pan, que nunca faltaba en su casa, y con el que nos hacía los bocadillos de chorizo de Pamplona que nos pasaba a través de la reja que cubría (y sigue cubriendo) la ventana del salón que da a la calle y que, al tratarse de un bajo, parecía una medida obligada y al tiempo absurda, puesto que el barrio de mi abuela era como un pequeño pueblo donde los portales estaban abiertos y los niños pasábamos horas en el terreno que había enfrente (ahora vallado y más urbanizado), pero entonces solo habitado por tres bancos de madera y unos árboles en los que jugábamos con palos al béisbol. Entonces no había horas, o estas no daban tanto miedo.
Nos regíamos por las comidas. Desayunábamos y nos íbamos a la calle, comíamos y nos íbamos a la calle, merendábamos en ese mismo espacio con los bocadillos que su mano regordeta nos pasaba por la verja y después de cenar volvíamos a salir a la calle para seguir jugando hasta que ya, cerca de la media noche, la abuela nos llamaba para que fuéramos a dormir.
Todo parecía bastante sencillo. La abuela siempre estaba. La abuela raramente nos reñía. La abuela cocinaba y hacía punto. Su terraza daba al otro lado, por eso apenas la veíamos. Era como si fuera una casa con dos orillas. A un lado los nietos y al otro lado la abuela y las vecinas. Nosotros jugábamos sin descanso en una parte, y ella y sus amigas hacían su vida en el otro lado: sus labores, su charla, su estar juntas sin más o vete tú a saber hablando de qué.
Esto me lo pregunto ahora. Entonces, la abuela era solo eso. Una presencia constante y segura, llena de vida. Una vida sobre la que yo llevaba varios días pensando y fantaseando; sobre todo desde que una semana antes había descubierto una especie de ficha de cartulina en la que el abuelo había escrito: «Para mi querida y bella Roge. Que da sentido a mi despertar y acompaña mis noches. Tu amado Antonio».
Me había quedado estupefacta. Primero, por encontrar una nota sin fecha escrita por mi abuelo, y segundo, por ese mensaje amoroso y vagamente erótico procedente de una persona, el abuelo Antonio, de que solo había oído hablar mal las escasas ocasiones que mi madre, mi tía Aurora o mi padre lo mencionaban.
Allí, con la nota en la mano y sin atreverme a tocarla demasiado por un pudor que ya no tenía mucho sentido, de pronto fui consciente de que ni una sola vez en toda mi vida había oído a la abuela Roge hablar del abuelo Antonio. Ni bien, ni mal. Ni con nostalgia, ni con resentimiento. De ninguna manera.
Y entonces empecé a llorar. Por una vida (me daba cuenta en ese momento) que nunca llegué a conocer y que ahora añoraba más que nunca. Mi cabeza se empezó a llenar de interrogantes, de dudas, de anhelo por conocer la verdadera historia de mis abuelos. Ahora que la abuela ya no estaba solo tenía eso: su recuerdo y esa nota que había encontrado en Guerra y paz, uno de los volúmenes de Salvat de la serie Libros de RTV que mi abuela tenía. Eran unos libros blancos con un gran cuadrado naranja (algunos en azul, los menos) en la portada. Llevaban toda la vida allí, en las estanterías que había en el mueble caoba que acogía la televisión. Yo me había leído muchos de ellos, La tía Tula, El enfermo imaginario, Robinson Crusoe, El perro de los Baskerville, Juanita la Larga, y, aunque alguna vez me había llevado alguna que otra sorpresa (billetes que mi abuela guardaba en ellos por si acaso venían ladrones, o alguna postal de alguno de los muchos viajes que había hecho en los últimos años), nunca había visto esa nota. Me pregunté si siempre había estado allí o si la abuela la había puesto hacía poco o, al menos, desde que ya no frecuentábamos la casa y, por tanto, no había posibilidad de que ninguno de nosotros —sobre todo yo, que era la que más curioseaba los libros— la encontrara.
Un nuevo estertor del frigorífico me trajo de vuelta a la cocina. Di un paso y pasé la mano por la encimera azul celeste, exactamente la misma de cuando era pequeña. Todo estaba igual, salvo pequeños arreglos que mi padre había ido haciendo en los últimos años según la cocina iba envejeciendo al compás de mi abuela.
Abrí la nevera y revisé que no faltara nada. Ahí estaban las croquetas de bacalao, las que había hecho mi madre, aunque no le salieran igual de bien que a ella, el jamón, el chorizo de Pamplona que ahora ninguno comíamos, pero que no podía faltar, al igual que el tocino. Lo cogí y me lo acerqué a la cara para olerlo. Pero no me olía a nada y menos aún a la abuela Roge. La abuela Roge olía a Heno de Pravia y a un perfume que nunca supe cuál era (ella decía que era uno barato que compraba en la droguería de Pili) y que guardaba en una campana verde de cristal encima de la cómoda de su habitación.
Guardé el tocino en la nevera y me fui directa a su cuarto. No me detuve a mirar su cama ni su armario ni el bodegón que estaba sobre el cabecero. Me senté en la butaca redonda de cuero beis con sus remaches metálicos y cogí la campana entre las manos. Con cuidado la abrí y aspiré aquel aroma que era el aroma de mi infancia, y sin darme cuenta empecé a llorar. Ese olor dulzón se coló por mi nariz hasta atravesar mi corazón y llegar directamente a mi infancia. Y allí sentada, con la campana verde entre las manos y las lágrimas cayendo por mis mejillas, me pregunté si ese era el perfume que usaba mi abuela cuando se enamoró del abuelo Antonio o si lo había empezado a utilizar después de quedarse viuda. Hacía tantos años ya que la abuela era solo la abuela que me costaba imaginar a una mujer joven perfumándose para su novio o su marido. El abuelo Antonio murió joven. Porque era un borracho. Nadie lo decía así de claro, pero era algo que todos los nietos pensábamos.
El abuelo Antonio era guardia civil. El abuelo Antonio era pintor y poeta. El abuelo Antonio era un borracho y pegaba a la abuela y a mi madre y a mi tía.
¿Había sido siempre así? Me levanté, azorada, y entré en el baño. La casa me parecía cada vez más pequeña. ¿Cómo era posible que hubiera acogido tanta vida, a tantos nietos en verano? Abrí el armarito que había encima del lavabo, con su espejo estropeado y las baldas metálicas algo combadas. Y vi lo que siempre había visto. Sus aspirinas, su crema de la cara, sus horquillas, su colutorio, su vaso para la dentadura postiza, su cepillo del pelo, su laca y sus jabones de Heno de Pravia. Me pregunté cómo es que estaban ahí todas sus cosas si la abuela había pasado los últimos meses en la residencia, pero intuí que la tía Aurora le debía haber comprado todo nuevo. Era algo muy propio de ella.
Abrí el grifo y me lavé la cara. Y luego hice algo que siempre hacía: beber directamente del grifo del baño. El agua allí salía especialmente fresca. Y era el agua más rica que nunca había probado. Cerré los ojos y dejé que el agua cayera por mi boca y saboreé su pureza de nuevo. Era algo que tampoco había cambiado.
Volví al salón y saqué Guerra y paz de mi bolso, donde lo llevaba desde el día que había descubierto la nota del abuelo. No me podía separar de ella y, al tiempo, me quemaba y perturbaba. Miré el reloj y vi que no faltaba mucho para que empezara a llegar la familia. Y sin pensarlo, empecé a organizar un pequeño altar en la mesita donde ella tenía siempre su labor.
Despejé la superficie y puse el libro, pero sin la nota, y un ovillo de lana con las agujas. Fui a la cocina y coloqué el tocino en un plato y lo dejé también en la mesa junto unas aspirinas que cogí del baño. Aquello estaba resultando un tanto extraño, pero eso era la abuela. Me senté en el sofá y me quedé mirando aquellas ofrendas. Sin pensarlo, fui a la habitación a por la campana verde de cristal y la deposité junto con los demás objetos. El resultado era singular y no tenía ni idea de la impresión que podía causarles a mis padres, mi tía y mis primos cuando llegaran.
Solo quería estar allí sentada y observar ese improvisado bodegón que resumía la vida de la abuela Roge. Al menos la vida que yo había conocido. Las tardes infinitas de verano, las excursiones al parque de atracciones, al zoo, a la piscina. Ella sola, con su pan, su jamón, su chorizo, su tortilla y su paño de cocina. Y sus nietos.
Y allí, sentada, me pregunté si mi abuela había querido alguna vez al abuelo Antonio. Tenía que haber estado enamorada de él: un guardia civil al que le gustaba pintar y escribir poesías, una persona encantadora, decía mi madre en las escasísimas ocasiones en las que hablaba de él con desprecio, hasta que bebía y todo se volvía negro.
Pensé también en mi madre y en mi tía. ¿Acaso alguna vez me había parado a pensar cómo debieron ser sus infancias? Solo tenía una imagen, porque era la única escena que tanto mi madre como mi tía, tan diferentes entre sí, habían contado. La de mi madre cogiendo una silla de madera para estampársela en la cabeza a mi abuelo para que dejara de pegar a la abuela.
No había más. No había fotos. No había buenos recuerdos. No había palabras. Mi padre, directamente, decía que era un cabronazo. Nunca delante de la abuela, claro, a la que siempre trató como a una segunda madre. Solo él, mi padre, en las últimas semanas de vida de la abuela, iba a la residencia a lavarla, a cortarle las uñas, a darle crema, incluso debajo de sus pechos tristes y caídos, y conseguía sacarle una sonrisa cuando, a pesar del asco que le daba su suegro, le decía: «Qué, Roge, ¿a que nadie te ha tocado las tetas desde que murió Antonio?».
La abuela viajó mucho, con los grupos de la tercera edad, con la parroquia, sola con alguna amiga. Y yo, con el egoísmo propio de la juventud, nunca la escuchaba del todo cuando volvía y venía a comer a casa para contarnos dónde había estado y qué había visto. Parece que siempre era igual: la abuela era la abuela, pero no sabíamos mucho de ella. Yo no conocía apenas nada. Y ahora era absurdo preguntarse cuándo se torcieron las cosas, cuándo y por qué el abuelo empezó a beber, cómo se sentía ella y cómo vivió su muerte. Cómo y dónde se enamoró del joven Antonio, si disfrutaba en la cama con él, si le leía poesías o si las escribía inspirándose en ella. Qué le gustaba pintar y qué cosas compartían.
Y, sin embargo, las preguntas crecían y crecían en mi interior sin que pudiera detenerlas. Sabía que nunca iban a ser contestadas. Y que nunca me iba a atrever a preguntarle a mi madre, porque era demasiado doloroso para ella. Es posible, además, que tampoco ella tuviera esa información, salvo su propia experiencia de un padre al que temían y del que se sintió liberada cuando murió.
El sonido de la puerta al abrirse me devolvió a ese pequeño salón, donde en unos minutos íbamos a celebrar una ceremonia en honor de la abuela Roge. Justo antes de que entraran al salón, miré el pequeño altar y posé la vista en aquel libro blanco y naranja que me había mostrado una nueva dimensión de mi abuelo.
Guerra y paz.
Y me pareció que tenía todo el sentido.
Me estaba imaginando como, al igual que un pintor barroco, ibas componiendo el pequeño bodegón alusivo y lo ibas convirtiendo en un verdadero «vanitas» lleno de alusiones. Pero era diferente; los objetos no convergían en significados universales, (riqueza, muerte, poder, familia) sino que se habían convertido en pequeñas alegorías personales con significado reducido, quizás tan reducido que sólo lo comprendieras tú.
Muy bonito homenaje, muy bonito bodegón de objetos secretos.
Un beso.
Muchas gracias, María. Me asombra y me admira tu magnífica capacidad de extraer de mis escritos sentidos y significados que seguramente sean inherentes a mi escritura y a mi vida, pero sobre los que, a veces no tengo, a priori, tanta conciencia. Y tú les pones palabras y conocimiento.
¡Cómo disfruto leyéndote, amiga!
Ay Elena, me has hecho llorar!! Yo conozco bien muchos de esos rincones y detalles de la vida de la abuela y coincido contigo en lo poco que nos parábamos a pensar en cómo vivía ella su pasado y su presente. Era simplemente «la abuela».
Qué preciosidad de relato, Elena, cuánto amor y dolor a la vez. Me has transportado a allí sin conocerla. Guerra y paz <3