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Inacción

Me había quedado en paro. Pasados unos meses de inquietud y de búsqueda incesante de trabajo, decidí bajar el ritmo y gastar en mí mismo el dinero de la cuenta destinado a los estudios de mis hijos. Lo cuento a sabiendas de suena mal o de que muchos puedan pensar que es un acto deplorable. Pero, por un lado, confiaba en poder reintegrarlo y, por otro lado, mis hijos no parecían muy interesados en verme desde que su madre y yo nos habíamos separado, ni tenían pinta de querer estudiar nada.

Mi vida, durante los últimos años, ha sido muy errática. He saltado de un trabajo a otro sin que realmente ninguno se me diera del todo bien. Me formé como jardinero y me especialicé en podas, pero solo porque un compañero me animó a ello con el fin de que montáramos una empresa que finalmente se fue a pique. Luego, estuve de taxista, pero conducir en una gran ciudad y encima pendiente del navegador para no perderme fue una experiencia poco memorable, por decirlo de alguna manera. También he atendido en un vivero (por aquello de la jardinería) y he tramitado las quejas (muchas y muy airadas) de los clientes de una empresa de telefonía. Algo que no llegué a hacer, aunque lo estuve pensando, fue trabajar en un barco como engrasador de maquinaria. No se requerían conocimientos especiales, me dijeron. Lo que me salvó de meterme en ese barco y quedarme atrapado en una ruta que duraba meses fue la «revelación» que tuve unos días antes.

Estar tumbado en el sofá sin una mísera lata de cerveza y mirando al techo puede hacer grandes cosas por ti. En esa extraña condición (no lo digo tanto por el hecho de estar tumbado, sino por no tener nada que beber) recordé la noticia del japonés que había empezado a ofrecerse de acompañante para, justamente, no hacer nada. Le habían empezado a llover ofertas hasta el punto de que había subido su tarifa. Y fui plenamente consciente de que, al igual que él, si lo que se me daba mal era «hacer cosas» bien podría ser que tuviera facilidad para «no hacer nada».

Como ya he dicho que fui taxista, había desarrollado una suerte de inteligencia emocional, una psicología de la vida que me había permitido darme cuenta de que realmente hay personas que se encuentran muy solas y que solo desean una cosa: estar acompañadas o que alguien las escuche.

Me puse manos a la obra. No sabía muy bien dónde anunciarme. Descarté las páginas de contacto porque allí la gente va a lo que va y encima sin pagar, y me decidí por una solución que me pareció muy adecuada: Wallapop. A pesar de que tenía allí un montón de productos a la venta por los que nadie se interesaba, pensé que quizá no pasara lo mismo si ofrecía «un servicio».

Puse: «Acompañante silencioso para no hacer nada». Quedaba algo enigmático, pero creía firmemente que estaba ofreciendo algo totalmente innovador y que era mejor suscitar un poco de curiosidad. Después de pensarlo un rato, añadí el precio: 50 euros la hora. Menos parecía como que no merecía la pena y más que podía tratarse de un engaño o de algo más turbio.

No tardaron en escribirme. Era una señora que estaba buscando una plancha porque la suya se había roto después de veinte años y se había encontrado con mi anuncio. Nos intercambiamos unos cuantos mensajes (breves por mi parte para alimentar mi nueva filosofía de reducir al máximo mis palabras y mis acciones) para aclarar en qué consistían mis servicios y, tras llegar a un acuerdo, nos citamos el sábado por la tarde en la puerta de una sala de exposiciones a la que ella quería que la acompañase. Como me pillaba cerca, acepté.

Cuando la vi, deseé con todas mis fuerzas que no fuera ella. Que fuera, por ejemplo, esa otra señora anodina vestida con una falda a media pierna de color café con leche y unos zapatos de tacón medio y pelo corto ondulado recientemente en la peluquería. Tenía la mirada perdida y parecía muy sola y tímida. Estaba a punto de aproximarme a ella cuando aquella otra señora esperpéntica se acercó y dijo:

—¿Eres el acompañante silencioso? ¿El que no hace nada?

No supe qué decir y como no reaccioné a tiempo para salir corriendo no se me ocurrió otra cosa que hacer una inclinación al estilo japonés (quizá en mi subconsciente quería rendir homenaje a mi inspirador) que me salió como una reverencia tipo mayordomo, pero que a ella pareció gustarle.

Era una señora de edad indefinida con la piel muy arrugada. Tenía el pelo rubio como si estuviera frito, adornado, de una manera incomprensible, con una diadema hecha de conchas. Llevaba los ojos pintados de azul, un azul intenso que impedía fijar la vista en sus pupilas y la llevaba directamente a los párpados, que parecían dos pájaros nerviosos. Sobre el jersey, un colgante enorme de una figura que no logré identificar. Era una figura extraña, mitológica, mezcla de animal y hombre. No quise indagar más.

Le ofrecí el brazo y entramos en la exposición. Enseguida se dirigió a la zona donde ofrecían vino y unos canapés.

—Coge uno, anda, que una cosa es no hablar y no hacer nada y otra cosa es no aprovechar estas viandas. Además, te digo una cosa, por mucho que te empeñes no hacer nada es imposible, ya te lo digo yo. Ahora, por ejemplo, estás de pie mirándome, algo estás haciendo aunque no digas ni pío, ¿no?

Cerré los ojos y dejé escapar un breve suspiro. Parece que fue suficiente para recordarle a la señora para qué me había contratado. Cuando los abrí, me había cogido del brazo y me llevaba hacia uno de los cuadros más grandes.

—A mí es que me gustan los cuadros grandes. Grandes, muy grandes. Como decía Resines en aquella película tan graciosa con Carmen Maura, ¿te acuerdas? —Y se carcajeó de forma exagerada para mi gusto.

Me limité a hacer una mínima negación con la cabeza para ver si la señora le iba cogiendo el tranquillo al asunto.

—Pues a mí no me dice nada —dijo después de apurar media copa de vino—. Esto del arte abstracto no hay quien lo entienda. ¿Tú lo entiendes? A mí no me dice nada —insistió—, pero no lo puedo decir en alto porque me tacharían de inculta y eso sí que no. A ti te lo digo porque eres el acompañante silencioso. Se agradece, no creas.

Se quedó mirando el cuadro y apuró la copa.

—Vamos a por otra, a ver si con suerte quedan canapés, que en estos sitios la gente va a lo que va, que parece que no han comido en años. Luego que si el arte por aquí que si el arte por allá, pero lo que realmente les interesa es el ágape —dijo cogiendo dos que quedaban en una esquina de la bandeja y montando uno encima del otro—. La tortilla está más bien seca y el huevo se nota que no es huevo, pero qué vas a pedir. Un día vienes a casa y te hago una tortilla como Dios manda.

Abrí mucho los ojos sin darme cuenta. Estaba sudando.

—Comemos en silencio, si ese es el problema. Así disfrutamos más. La puedo hacer con chorizo o con cebolla, como más te guste —siguió diciendo mientras me arrastraba hasta otro cuadro grande.

—¿Ves? Este es casi igual que el otro, no noto la diferencia. Los artistas se las dan de genios y, como nadie se atreve a decirles nada, pues vamos listos. Un timo, eso es lo que es. Anda, vamos a por otra copa de vino, que es de lo mejor que vamos a encontrar aquí.

Se agarró de mi brazo y me condujo hasta la pequeña barra.

—¿Insistes en no tomar nada? Pues tú te lo pierdes, oye, que este vinito está bien bueno, lástima de tortilla…

Como no podía más y debían de haber pasado solo veinte minutos, cogí un catálogo de la exposición, a pesar de que eso iba en contra de «no hacer nada». Hice como que leía la información, mientras la señora de los ojos como pájaros eléctricos seguía trasegando vino.

—La semana que viene vamos a otro acto, que este es un muermo. Y te cuento mis cosas, que yo he tenido una vida muy interesante. Uy, si yo te contara —dijo, dándome golpes en el brazo—. Ni te lo creerías, pero hoy no, que es el primer día e igual te asustas. —Y se rio tan fuerte que pude ver cómo le faltaban varias muelas.

La situación me desbordaba, no podía pensar en otra cosa que no fuera salir corriendo, pero no quería irme sin los 50 euros y tampoco quería darme por vencido a la primera de cambio. Me pregunté si al japonés le habría ido igual de mal la primera vez. Lo dudé, esa gente es más bien educada y tranquila. Seguro que el japonés había pasado una hora plácida y tranquila con alguien igual de plácido y tranquilo ¡y encima cobrando 80 euros la hora! Noté que el calor me subía desde la tripa hasta la garganta y, cuando iba a decirle algo, arruinando de una vez por todas mi recién estrenado oficio, ella se adelantó:

—Tengo unas amigas con las que juego al chinchón y de vez en cuando alguna falla. Ya sabes que a estas edades cuando no es un catarro son las varices o un lumbago. Les voy a decir que te contratamos y así, entre todas, nos sales más barato, porque no es por nada, pero qué precios te gastas. Yo porque me lo puedo permitir de vez en cuando, pero barato, barato no eres… A ver, no te ofendas, que lo haces muy bien, lo de no hacer nada, digo… Mira, mira ese otro cuadro, es horroroso. Anda que si me oye el pintor… Qué horrible, es espantoso. Me lo regalan y no lo quiero ni atado. ¿Vamos a por otra copita de vino?

Hice una nueva inclinación con el cuerpo. No sabía por qué hacía ese gesto y qué quería decir con él, pero de forma irremediable era lo único que me salía una y otra vez.

—Uy, qué educado, por Dios.

No me veía capaz de aguantar más y señalé con el dedo la puerta de los lavabos sin decir nada.

—Ah, ya veo, el pajarito necesita vaciar el agua.

Y se volvió a reír tan alto que la gente que teníamos alrededor se nos quedó mirando, diría que con demasiada fijeza. Como si, de repente, las protagonistas no fueran aquellas pinturas, sino una señora estrafalaria y un hombre grisáceo. En unos instantes había elaborado mi estrategia: de camino a los lavabos me daría la vuelta y camuflándome entre la gente huiría de aquel lugar y de aquella mujer, aunque no cobrara los 50 euros.

Cuando estaba a punto de alcanzar la puerta, escuché:

—Huye, huye, cobarde. Que no vales ni para no hacer nada, qué soso, por Dios.

Yo salí a todo correr, con la frente empapada. Pero, ya en la calle, me siguió llegando su voz:

—¡Yo solo quería una plancha, imbécil!

 

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