Lo reconozco: estaba estresado. Es más, estaba muy estresado. Se me había caído el pelo de la coronilla y en lugar de una limpia calva habían aparecido una especie de escamas (no confundir con caspa, por favor) asociadas a un picor bastante insoportable. También los dedos de las manos tenían un aspecto extraño, como si se estuvieran pelando. No me picaban, pero me producían una sensación de escozor que me había llevado a morderme de forma continuada los labios, que finalmente también acabaron con pequeñas heridas y úlceras.
Eso, por un lado. Por otro, tenía ardor de estómago, nuevo para mí, y no lograba conciliar el sueño. De madrugada, revisaba una y otra vez esas patologías y barruntaba sobre otras nuevas que podían surgir, tal vez un pinzamiento, contracciones en los trapecios, un buen lumbago, subida de la tensión arterial y otros síntomas que se me iban ocurriendo sobre la marcha.
Cuando lograba adormilarme, aparecían en mi cabeza, desfilando, todos mis clientes. Sí, lo confieso: soy administrador de fincas. Nadie sabe lo que eso. Fincas y más fincas, vecinos llamando a todas horas, reuniones y juntas hasta bien entrada la noche, problemas con el pago de las comunidades, con el jardinero que no arregla bien los setos, con la suciedad de los portales, con el arreglo de la puerta del garaje… Podría seguir y seguir. Como todos, o casi todos, somos o hemos sido vecinos alguna vez, sabréis bien de lo que hablo.
Me levantaba cansado, con ojeras, picor de cabeza, quemazón en las manos y el estómago del revés. Contestaba mal a mi mujer y había empezado a coger manía al pequeño. El otro apenas salía de su cuarto y no sabía muy bien en qué andaba metido. El pequeño, sin embargo, me ponía de los nervios y un día se lo dije:
—Niño, te estoy cogiendo manía.
Mi mujer se llevó las manos a la boca y me dijo:
—Como vuelvas a decir eso…
—¿Sí? ¿Cómo vuelva a decir eso qué?
Se me ha olvidado mencionar que no se trataba solo de mi hijo el pequeño, sino que estaba cogiendo manía a todo el mundo, en general, y cada vez me mostraba más macarra, algo que siempre había querido ser en mi juventud y que, aunque me llegaba un poco a deshora, me producía un placer nunca conocido.
Lo que pasa con las novedades es que te acabas cansando de ellas. Yo, después de ponerme chulo con todos los presidentes de las fincas que administraba y de discutir a grito pelado con cada uno de los vecinos que me llamaba a cualquier hora para solucionar cualquier tontería, empecé a sentirme hastiado del enfrentamiento. El resultado era que me seguían llamando a todas horas, pero yo tenía cada vez más escamas en la cabeza, por no mencionar que había comunidades que ya me habían amenazado con contratar a otro administrador más atento y razonable, como si yo no hubiera sido así durante quince años.
Tenía que hacer algo y lo hice:
—Marisol, te vas a salir de la habitación durante unos días.
—¿De la habitación? ¿Qué quieres decir exactamente con que me tengo que salir de la habitación durante unos días?
—Pues eso. Voy a hacer una cura de soledad e introspección.
—¿Tú te estás automedicando por un casual?
—No estoy para bromas.
—Yo alucino, Toni, yo alucino.
—Menos alucinar y más preparar tus cosas; esta noche duermes con Adrián o donde quieras.
—Pero es que yo alucino.
—Y dale. Mira, estoy en un momento crítico, necesito estar solo y en silencio, así que durante estos días nada de gritos ni de portazos ni de música a toda leche. Y, por favor, no vuelvas a decir «yo alucino».
Dicho esto, me puse mi cazadora y le dije a Marisol que me iba a la calle a comprarme unos básicos de supervivencia para esos días, sin saber muy bien a qué me refería. Cogí dos bolsas grandes del Carrefour y me di unas cuantas vueltas por el barrio. Hacía tanto tiempo que no recorría sus calles un día entre semana que me sorprendí de todo aquel comercio rebosante de vida.
Compré un libro sobre cómo conseguir tus propósitos, un paquete de tabaco (aunque no fumo, pero por si acaso), un orinal y un juego de tapones y antifaz en el chino, un chándal, unos paquetes de jamón serrano y pan de molde, cinco kilos de naranjas, un rollo grande de papel de cocina, un boli y un cuaderno de rayas, unos auriculares, una crema del herbolario y un aparato para hacer limpiezas nasales que me vendió una chica muy simpática y un pack de diez calzoncillos.
Entré en casa, dejé las bolsas en la habitación, le di un beso a Marisol, choqué puños con el pequeño, que andaba por allí mariposeando, y me despedí de ellos.
—Hasta pronto —les dije con la mirada puesta al final del pasillo.
Eché el cerrojo y me senté en la cama. Era raro estar allí un martes a las seis y media de la tarde. Todavía no había anochecido y no sabía bien qué hacer, así que me dediqué a sacar mis compras y a ponerlas encima de la cama. Estaba realmente satisfecho con ellas. Luego retiré de encima de la cómoda los archiperres de Marisol y fui colocando mis adquisiciones, salvo el orinal, que, obviamente debía ir debajo de la cama, pero que, como la nuestra era de canapé, coloqué debajo de la mesilla.
No se me había ocurrido desconectar el móvil y enseguida avisó de un mensaje.
—¿Pero esto va en serio? —Leí que escribía Marisol con un emoji de una cara con los ojos muy abiertos.
—Mal empezamos con esto de la introversión y la soledad si en menos de media hora ya me estás mandado un mensaje. Lo voy a apagar. Y no llames a la puerta porque entonces me veré obligado a buscar mi espacio en otro lugar —tecleé un tanto misterioso sin saber exactamente lo que había querido decir con eso.
Pasé los siguientes días en una especie de nebulosa. Me había acostumbrado a ponerme los tapones durante todo el día porque no había manera de dejar de escuchar ruidos en la casa, aunque debo reconocer que no se oían voces ni portazos. Y así, en chándal y con un sándwich de jamón en una mano y mi nuevo cuaderno de rayas en la otra, escribí mi primer poema. No estaba nada mal; decía:
Oh, soledad, soledad
Saliste de las sombras para brillar en mi luz.
Mi luz que se asoma por la ventana
y quiere ver un nuevo mundo.
Oh, soledad, soledad.
Cuánta compañía me haces.
Nunca había escrito una cosa tan íntima y tan profunda. Me salió a la primera y me sentía tan orgulloso que lo escribí en otra hoja con una letra más bonita. Me habría gustado que lo leyera Marisol, se habría quedado asombrada de mi nueva faceta, pero me resistí a pasarlo por debajo de la puerta por si interpretaba aquel gesto como una señal de querer entablar algún tipo de comunicación.
Luego escribí otros dos poemas, pero ya no me quedaron tan bien. Me entregué a la lectura sobre los propósitos y acabé haciendo figuras de papel con las hojas del cuaderno. A medida que los días pasaban, me iba dando cuenta de que estaba más tranquilo, las escamas habían dejado de brotar y los dedos apenas si me escocían. La crema del herbolario me había ido francamente bien. Aprovechaba bien entrada la madrugada, cuando todo estaba en absoluto silencio, para ir al baño, deshacerme de la orina y asearme mínimamente en el lavabo sin hacer ruido.
A partir del quinto día, noté que había integrado totalmente ese nuevo modo de vida, que consistía en no escuchar nada (los tapones habían sido una magnífica compra) y no hacer nada. Después de escribir el primer poema, que me había quedado redondo, e intentar dos más y aburrirme de la lectura, mis horas se pasaban así, haciendo nada. Me había acostumbrado a estar tumbado en la cama vestido solo con mis nuevos calzoncillos y un cigarro apagado en la mano. Tras escribir el poema y haber leído unas cuantas páginas del libro, me daba cuenta de cómo se debían de sentir los verdaderos escritores.
Como mi mente se había vaciado de las voces de los clientes y de los vecinos queijicas y pesados, incluso de mi propia familia, empecé, sin darme cuenta, a llenar ese nuevo espacio de fantasías. Soñaba despierto que me convertía en alguien célebre, alguien que, gracias a haber renunciado a la vida familiar, social y laboral y a haber conectado con su yo más profundo, escribía una gran novela llena de reflexiones profundas sobre la vida, que se erigía en una especie de biblia para los que, como yo, se sentían en clara insuficiencia con el entorno. Y los medios de comunicación me querían entrevistar, pero yo seguía viviendo en la habitación, aunque con otros tapones aún mejores.
Tal vez un día concedería unas palabras al mundo, pero sería por medio de papel y boli y yo decidiría qué preguntas de las que me pasaran por debajo de la puerta contestaría.
Cuando se cumplió una semana de encierro introspectivo, salí de madrugada a hacer mis necesidades, como ya me había costumbrado, y con el orinal lleno de pis en la mano noté un silencio especial dentro de mi propio silencio. Después de tantos años de hablar y hablar, en esos días me había convertido en un experto en la ausencia de sonido.
Me asomé al cuarto de Adrián y vi que estaba vacío; también el de Javi. La cocina, perfectamente recogida y el salón, frío y oscuro. Regresé a la habitación arrastrando los pies y vi la nota. Decía:
«Estimado don introspectivo: puedes hacer la cura de soledad en cualquier parte de la casa, es toda tuya. Hemos apagado los móviles, nosotros también necesitamos que no nos hables. Atentamente, una extrovertida».
Y allí, con la nota en la mano pensé que los escritores somos, en verdad, unos incomprendidos.