Saltar al contenido
Inicio » La Primavera de los Cerezos » Instante

Instante

Me di cuenta de que me había convertido en una enferma cuando miré mi mesilla. Sin darme cuenta, habían ido desapareciendo los libros, que antes formaban una torre, así como el lápiz, el bolígrafo y el subrayador. También mi cuaderno. Realmente no podía decir cómo había ocurrido, ni tampoco cuándo. Imagino que debió suceder de manera gradual o quizás alguien se había ocupado de retirar todos estos objetos para hacer sitio a las medicinas y al vaso de agua. También a una nueva lamparita, más grande, pero que daba una luz más cálida. Ignoraba quién la había comprado o quién la había traído. Podía haber sido yo misma la que lo hubiera propuesto, pero si era así no lo recordaba. Era más probable que hubiera sido idea de mi madre, que venía todos los días a verme, o quizá de Maribel, mi querida Maribel que a pesar de su trabajo y su familia venía a visitarme cada vez que podía. Había más gente que insistía en venir a casa, aun cuando yo no hacía nada por ser agradable ni buena compañía. Era normal que cada vez vinieran menos, no había mucho que hacer aquí.
Fue en uno de esos ratos de soledad cuando giré la cabeza para tomarme la medicación cuando, por primera vez, «vi» mi mesilla y «vi» en lo que me había convertido. Era, oficialmente, una persona enferma. Una persona está enferma cuando pasa más tiempo en la cama que fuera de ella. Cuando en lugar de libros hay medicinas y un vaso de agua. Cuando no recuerda cómo y cuándo se ha producido esa transformación.
Recorrí la vista por la habitación como si la viera por primera vez. Muchas cosas seguían en su lugar, el tocador blanco que tanto me gustaba, el cuadro de Chillida, los estores de filigranas, la lámpara de papel que colgaba del techo… Pero había elementos nuevos. Además de la lamparita de la mesilla, había una televisión que estaba todo el rato encendida, y ese olor. No sabía muy bien qué olor era, pero la habitación olía distinto. Quizá yo olía distinto. Es lo que sucede con las personas mayores y con las personas enfermas. Y yo, en esos instantes, me sentía de las dos maneras. Daba igual que tuviera cuarenta y siete años. Y daba igual que no me pasara «nada», salvo que la vida se había desplomado a mis pies, y yo no sabía que cuando la vida se desploma, cuando se abre un vacío tan grande que te asusta, uno solo quiere meterse en la cama y no hablar con nadie más que consigo mismo. Pero también para eso había remedio. La medicación funcionaba perfectamente. Me sentía tranquila, un poco adormecida, y sin parloteo mental sobre lo que había pasado, por qué había pasado y sobre lo que iba a pasar.
Por primera vez, pasé de controlarlo todo a dejar que alguien se hiciera cargo de mí. No lo había hecho voluntariamente, claro está, pero después de unas semanas (¿o eran meses ya?) de llorar y hablar una y otra vez con Maribel sobre el abandono de Javier me había cansado, así que ahora la situación era esta: una mujer con tratamiento que solo se ocupaba de tomar su medicación y ver documentales de naturaleza, casi siempre sin sonido, en una televisión que alguien había colgado de la pared de enfrente; asearse mínimamente, comer un poco de fruta o verdura, y conseguir que pasaran los días sin altibajos. Nada me preocupaba, ni yo misma. Tampoco mi hija, y no era porque mi madre me informara de que ella estaba bien en Irlanda, que «dadas las circunstancias» este verano no iba a venir, pero que estaba «estupendamente» allí y con muchas ganas de que empezara la universidad.
Ciertamente, me daba un poco igual. Solo quería respirar. Respirar sin hacer mucho esfuerzo. Inhalar y espirar despacio, casi sin darme cuenta. Me entretenía mucho escuchando mi propia respiración. Sabía exactamente cómo sonaba el aire cuando entraba por la nariz y cómo quedaba retenido brevemente en mi pecho antes de salir también por la nariz. Había ido descubriendo que no me gustaba usar la boca. Para nada. Ni para comer, ni para hablar, ni para respirar. Solamente para beber agua y tomar la medicación.
Puede ser que fuera ese el nuevo olor de la habitación. Las medicinas suelen oler mal, huelen a enfermo, y ningún enfermo huele bien, eso está comprobado. Además, hacía mucho calor en la habitación, sobre todo por la tarde, cuando el sol daba de lleno, pero nadie había puesto siquiera un ventilador. Me molestaban todos los ruidos, así que es probable que yo misma lo hubiera decidido, quién sabe. Daba igual, el verano se metía de lleno en la habitación y las persianas estaban casi siempre bajadas, aunque no tanto como para evitar que unas líneas de luz se reflejaran en la sábana. Esa era otra novedad: me gustaba estar tapada.
Alcé la vista hacia la televisión y me quedé mirando un paisaje de hielo y nieve. Parecía desolador, pero yo no podía parar de mirar toda esa blancura, el silencio que allí debía reinar, el oxígeno tan puro. Cogí el mando y pulsé el botón de pausa. La imagen me atrapaba. Una gran explanada de nieve, un pequeño lago y al fondo una especie de montañas heladas, icebergs cuyas formas sobre el hielo daban sensación de algo viejo y denso. No había nada más. Ni un animal, ni una planta, ni una flor.
Posé la vista en el tocador y comprobé que allí tampoco había flores. Imagino que esto debía estar ocurriendo desde que Javier se fue de casa, pero solo ahora me daba cuenta de verdad de que allí no había ninguna flor. Tampoco estaba el jarrón de cuello largo. ¿Lo habrían tirado? Qué ironía: la mujer de un florista se queda mustia. Tal vez nunca volviera a aspirar el olor de la tienda, esa mezcla de flores frescas que a veces me mareaba un poco, y que ahora apenas recordaba. Daba igual, en realidad lo mejor de estar enferma y medicada es que cada vez tienes menos emociones. No te enfadas, no te reprochas, no te preguntas, no echas de menos a nadie, no recuerdas apenas, no anhelas, no te alegras, no te entristeces, no quieres nada.
No puedo decir que estuviera bien o mal así. Simplemente, estaba. Así eran las cosas. Estaba yo, estaba mi respiración, estaba el vaso de agua con las pastillas, estaba la tele encendida y sin volumen, estaban las personas bajadas, estaba el calor, estaba el silencio y estaba ese olor.
En ese nuevo escenario no había espacio para los recuerdos, daba igual qué había sido yo. Daban igual mis estudios, mis másteres, la consultoría, las reuniones, las comidas y cenas con clientes, la preocupación constante por mi hija, mis deseos de que Javier ampliara su negocio de floristería porque, con los nuevos trabajos de decoración en eventos que yo le procuraba, su pequeña tienda se podía convertir en una empresa considerable. Daba igual la lástima que había sentido por mí misma, por resquebrajarme cuando Javier dijo que se iba y que se iba con otra, por supuesto. Ahora no importaba nada todo mi pasado, ni el de hace años, ni el de hace meses, ni el de hace horas. Ni siquiera el de hace unos minutos. Ahora solo importaba el calor, la sábana pegada a las piernas, las líneas de luz haciendo formas sobre la tela. La blancura de la nieve en la pantalla. El silencio. El inhalar y el espirar.
Esa especie de letargo que era ahora mi vida me había traído otro efecto provechoso. Tampoco me interesaba el futuro, lo que pudiera pasar, lo que pudiera ocurrir. El hecho de que hubiera dejado de planificar, organizar y controlar (algo que tan bien se me daba) me había dado cierta paz, aunque si bien es cierto que era una paz carente de bienestar. Era, más bien, una zona de planicie donde no había nada, como en la imagen de la televisión. Y se estaba bien ahí. Sin ruidos, sin colores, sin altibajos; solo un espacio cada vez más grande que se abría dentro de mí.
Tragué saliva y me permití imaginar el latido de mi corazón. Apenas lo notaba, pero sentía que bombeaba despacio, a pesar de todo. Inhalé el aire caliente y cargado de la habitación suavemente, lo retuve un par de segundos y lo solté despacio. Luego lo hice otra vez. Escuchaba el aire entrar y salir, llenar mis pulmones, ensanchar mis costillas y llenar un poco mi abdomen antes de salir por la nariz y calentar ligeramente mis labios.
Detuve la vista en la imagen de nieve y hielo y cerré los ojos. Volví a inhalar y allí, con el aire retenido en mis pulmones, sin pasado ni futuro, sentí que ese instante lo contenía todo y a la vez estaba vacío. Un instante que me pertenecía totalmente. Donde no había nada ni nadie. Un instante expandido que albergaba todo lo que yo era en ese instante, fuera lo que fuera. Sin tiempo. Sin espacio.
Y de pronto, y para mi sorpresa, mis labios se movieron ligeramente, tal vez intentando esbozar una sonrisa. Todo parecía estar bien, así que cogí aire de nuevo y dejé que este me acariciara por dentro antes de salir despacio, de puntillas, y dejarse caer en el calor de la tarde.

2 comentarios en «Instante»

  1. qué sentimiento más grande de vacío retratas. Qué real. Todos podemos llegar a estar ahí en algún momento, se puede pasar de la actividad frenética durante un tiempo al más absoluto abandono. Y a ver cómo remontas…

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *