Dicen que las casualidades no existen. A mí, tres coincidencias me parecieron demasiadas.
Estaba leyendo Un hombre que duerme de George Perec cuando me enteré de que el primo de mi amigo Z, a quien yo había tratado en varias ocasiones, estaba en coma. Nadie sabe muy bien qué pasa cuando una persona está en coma, dónde está, exactamente, pero está claro que, sea donde sea, alguien en coma asiste a la vida desde otro plano, desde otra dimensión. Está, sí, pero apenas.
Esa misma noche, antes de cenar —un tanto desganado—, me llamó la mujer de mi socio para decirme que había pisado un alcorque defectuoso y se había roto la rótula. Tras colgar con unas palabras de ánimo, dejé las judías verdes en el plato y cogí el libro de Perec. La novela habla de un chico de veinticinco años que de pronto pierde el interés por sus estudios de Sociología, por sus amigos, por su familia y por su entorno, en general, y se dedica a dormir durante el día en su buhardilla de la rue San Honoré de París. También se dedica a pensar y no hacer nada. Por la noche, sale a vagar por las calles. Tras una breve y silenciosa visita a sus padres, que viven en el campo, regresa a París y retoma sus hábitos, hasta hacerse invisible, sin juzgar nada ni a nadie. Camina por las calles, observándolas como si fuera por primera vez, sin pensar si quiera, sin emitir idea alguna acerca de lo que lo rodea.
Ahí me había quedado, aún me faltaban bastantes páginas para acabarla. Dejé el libro al lado de las judías verdes y me quedé observándolas. Algo sucedió. No pensé «Se han quedado frías» o «Las guardo para mañana» o «Tenía que haberme hecho una tortilla francesa». No. Las miré y solo había eso: una mirada. No es que las observara, como el protagonista de Perec, como la primera vez, pero no lograba asociar ninguna idea o pensamiento o sensación con ellas. Era algo neutro, conocido y desconocido a la vez, inerte.
El volumen de la tele de los vecinos de arriba me rescató de ese vacío y pensé en el primo de mi amigo Z. ¿Cómo estaría su mente? ¿Estaría completamente vacía o habría surgido en su interior un mundo nuevo? ¿Cómo sería si se volviese real? También pensé en mi socio, atado a una cama e inmóvil durante días. ¿A qué se dedicaría? ¿Observaría la habitación del hospital una y otra vez hasta que le dieran el alta y entonces, ya en casa, miraría su cuarto de una nueva forma diferente? ¿Captaría nuevos matices y detalles que hasta entonces le habían pasado desapercibidos?
Todas estas preguntas tejieron un red que invadió mi mente. Esa noche no pude dormir. Por la mañana me levanté como hueco, como si todo lo que me había conformado hasta entonces hubiera desaparecido o se hubiera transformado en algo más leve, tan leve que apenas si lo sentía. Atendí sin saber cómo nuestra tienda de deportes, contraté a una persona que sustituyera a mi socio y dejé que los días pasaran como si hiciera niebla. La realidad se desdibujaba y mi casa había dejado de ser exactamente mi casa.
No podía parar de pensar en la buhardilla de la rue San Honoré, ni en aquel chico del libro de Perec; tampoco me quitaba de la cabeza a mi socio ni al primo de Z, que ya se estaba empezando a mosquear por que le preguntara tan de seguido por él.
Seguía haciendo mi vida, iba al trabajo, veía alguna película en el cine y leía el periódico, pero lo hacía como un sonámbulo. Había empezado a perder la noción del tiempo. Yo no vivía en una buhardilla parisina, sino en el tercero derecha del número 8 de la calle Monegros de Leganés, pero a fin de cuentas era lo mismo.
Un día, sin más ni más, apenas sin pensar —había dejado de hacerlo sin darme cuenta ocupado por todas aquellas circunstancias— decidí que no iba a trabajar. Como no eran un estudiante como el del libro de Perec ni eran los años sesenta, mandé un correo electrónico a mi socio y al chico que había contratado, explicando vagamente una afección que me había debilitado la musculatura y me había dejado sin voz. Fue mi socio quien se ocupó de contratar a otra persona para la tienda.
Y allí estábamos ya los cuatro: el estudiante francés, mi socio, el primo de Z y yo. Tumbados en la cama, con la mente a saber dónde, contemplando la vida desde una nueva perspectiva. En aquellas horas difusas, empecé a sentirme cómodo en aquella equilibrada inacción, en aquella vacuidad. ¿Cómo podía haber pasado tanto tiempo apegado a lo material, ensalzando los materiales y la técnica de fabricación de unas zapatillas para correr, para pasar, en unos pocos días, a no poder siquiera recordar el olor de esas deportivas? ¿Dónde había quedado la ambición de cambiar la tienda a otro local más grande e incluso de abrir un segundo establecimiento? Todo se había esfumado sin esfuerzo, sin intención, con una naturalidad pasmosa.
Vivía solo y estaba acostumbrado a la soledad, pero mi vida estaba llena de personas, de objetos, de ruidos, de aromas. Aquella nueva soledad era, por primera vez, auténtica. No necesitaba nada ni a nadie. No me sentía triste ni alegre. Era una sensación extraña y nueva. Me habría resultado difícil catalogarla en el que caso de lo que hubiera intentado, pues también —de una forma inconsciente, como todo lo que ocurría por entonces— había dejado de nombrar las cosas. Cuando las cosas no tienen nombre no es que desaparezcan, pero es como si se quitaran el pijama y se quedaran en pelotas. Yo las miraba con un punto de extrañeza durante unos instantes, aunque reconociendo inmediatamente después su auténtica naturaleza.
Me aficioné a salir de noche, a vagar por las calles, como el estudiante parisino. A tomarme un café en un bar que siempre estaba abierto para los taxistas, un local donde había cierto alboroto, pero yo me encontraba a gusto.
Un día, una de las pocas mujeres taxistas que hacían el turno de noche, se acercó a mí y me dijo:
—Te invito.
No pregunté a qué y me dejé llevar. Me dirigió a su taxi y me hizo montar en el asiento del copiloto, donde me acomodé con docilidad y sin pretensiones. Empezó a conducir sin decir nada. No sonaba música ni la radio insoportable que utilizan los taxistas. Como hacía días que había perdido la noción del tiempo no me planteaba qué hora podía ser ni cuánto tiempo estaría metido en el taxi de esa mujer en la que nunca había reparado hasta entonces.
Sin darme cuenta cerré los ojos y me quedé dormido. Cuando los abrí, estábamos aparcados al pie de unas colinas. La taxista se bajó del coche y me abrió la puerta. El viento fresco recorría las calles vacías y en el cielo destacaban las primeras tonalidades violetas del amanecer. Subimos a una de aquellas colinas cubiertas de pastos con caminos poblados de pinos, acacias y jazmines en flor. La mujer extendió una pequeña manta y nos sentamos sobre ella.
Empezaba a clarear, pero todavía se veía media luna. De pronto fui consciente —parecía que por primera vez en mi vida— del sonido de las primeras aves, que alborotaban en grandes bandadas que cruzaban aquel cielo que iba perdiendo los tonos violáceos y se iba poblando de naranjas y rojos a medida que sol despuntaba. En medio de aquel despertar, la mujer me acercó un vaso de chocolate caliente y unos churros que debía de haber comprado mientras yo dormía en el asiento del copiloto de su taxi.
Me comí un churro y di un sorbo al chocolate al tiempo que asimilaba la algarabía de los pájaros, la luz anaranjada, el aire fresco, la calidez de la manta, la perfecta armonía de la vida. También reparé en cuatro mujeres que hacían ejercicio no muy lejos de donde estábamos sentados y en una pareja que bebía de un termo al son de una música que no sabía de dónde salía. Y justo en ese instante me apercibí de que yo era, como las cosas sin etiqueta y sin pijama, un ser desnudo y nuevo, dispuesto a experimentar la vida desde otra perspectiva.
La mujer me tomó la mano y sonrió.
—Te invito —volvió a decir.
Yo seguía ignorando a qué, pero sabía que, fuera lo que fuera, lo aceptaría con gusto.
Maravilloso. Inquietante. Me ha gustado muchísimo. Enhorabuena.
Muchas gracias por tus palabras, Flora. Me alegro de que te haya gustado. Un abrazo grande
Qué maravilla leerte, Elena. Me has hecho danzar a través de estos personajes y sus universos. Qué tendrán las casualidades 😉 ¡Enhorabuena y gracias!
Gracias a ti, Ana, por leerme y conectar. Un abrazo
Me gustó mucho. Una concatenación de hechos que parecen ir determinando una vida pero hay una corriente más potente que hace que todo continúe andando.
La corriente de la vida, Silvia, ¿verdad?