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Invitado

Se notaba que la cama era la de invitados. El somier crujía ligeramente, el colchón era blando y el edredón, demasiado grueso. Nada era como en mi cama, nuestra cama, mi excama. No la echaba de menos, esa es la verdad; tampoco a Natalia, que es quien se había quedado con la habitación (nuestra habitación, mi exhabitación), pero en las semanas que llevaba durmiendo en el cuarto de invitados me sentía, precisamente, así, como un invitado. O como si acabara de llegar a un sitio nuevo y todavía no me hubiera acostumbrado a las dimensiones del espacio, a sus olores. De hecho, mis cosas todavía estaban en cajas. Así me las había dado Natalia y ahí continuaban. Para poder poner mi ropa en el armario primero tenía que vaciarlo de viejos edredones, sábanas, pelotas de fútbol, cajas de zapatos, la sombrilla y juguetes de cuando los chicos eran pequeños.
Ciertamente, era muy fácil. Tan fácil como cogerlo todo y tirarlo a la basura. Pero había que ponerse y yo no acababa de hacerlo, así que mi ropa continuaba metida en cajas de cartón, cada vez más desordenada y arrugada a pesar de que en el cuarto de invitados, además de la cama estrecha y crujiente y una pequeña mesilla, todavía estaba la tabla de planchar, puesto que hasta hace poco ese era el sitio donde se tendía y se planchaba la ropa. El tendedero está ahora en medio del salón, como un intruso más.
Aparentemente, todo seguía igual, o casi igual. Los dos seguíamos viviendo en la misma casa con nuestros hijos, Rubén y Blanca. Cada uno continuaba en el mismo trabajo, Natalia en la tienda y yo en la imprenta. Solo que ahora habíamos separado las cuentas y los fines de semana nos repartíamos a los chicos. Cuando le tocaba a Natalia yo me iba a casa de mi hermana (un auténtico suplicio al que me enfrentaba con dificultad creciente) y cuando me tocaba a mí Natalia se trasladaba a casa de alguna amiga o vecina. Al parecer, esta era la solución ideal hasta que vendiéramos la casa. Yo no había tomado la decisión, pero tampoco me había opuesto a ella. Siempre he sido de fácil convencer.
Nuestro matrimonio había entrado en lo que Natalia llamó «punto muerto» y me dijo que a partir de ese momento yo me iría al cuarto de invitados. No hubo escenas ni parlamento. No había mucho que hablar, así que se lo comunicamos a los chicos, que no parecieron ni sorprenderse ni molestarse con la nueva situación.
Natalia seguía marchándose a las 9.30 para ir a la tienda, regresaba a comer a las 14.30 y volvía a salir a las 16.00 para llegar a casa a las 20.30. Yo seguía trabajando de 9.00 a 17.00 en la imprenta y las rutinas no variaron mucho. Cenábamos los cuatro juntos con lo que yo preparaba y veíamos mucho la tele. Cualquier cosa. Una serie, una película, un programa. A veces preguntaba, no sé por qué, qué tal había ido el día, a lo que Natalia decía: «Bien, como siempre, poca gente y muy pesada». Rubén solía levantar los hombros y hundir un poco más el cuello y Blanca resoplaba o suspiraba, según los días.
Con 16 y 18 años, respectivamente, no era capaz de entenderlos. Nada. En absoluto. También me sentía un invitado con ellos. Como si estuviera de intercambio o fuera el tío drogadicto que se ha rehabilitado y está pasando una temporada en casa de su hermano. No sabía qué decirles y hacía tiempo que había dejado de saber cuáles era sus gustos musicales o quiénes eran sus amigos. No daban guerra, eso sí. Todo el tiempo que pasaban en casa estaban metidos en sus habitaciones y no había llamadas del instituto, a pesar de que Blanca estaba repitiendo.
O sea, que las cosas estaban más o menos bien. A veces venían los de la inmobiliaria para enseñar la casa, pero hasta ahora no había habido suerte. El piso estaba en una urbanización al sur de Madrid lleno de familias con hijos pequeños o ya adolescentes, como los nuestros, y muchas piscinas y zonas comunes. Fuera, en las calles, mucho asfalto, más pisos y chalets adosados. Y de vez en cuando un bar, una cafetería. Y un enorme centro comercial, claro.
Así era como vivíamos por aquel entonces, en una nueva rutina que, salvo por el colchón demasiado blando y la ropa arrugada en cajas de cartón, enseguida me pareció casi como mi vida de siempre. En el salón seguían las fotos de la boda, de los chicos cuando eran bebés y de algunas vacaciones. Y cuando volvía de pasar el fin de semana en casa de mi hermana, siempre me decía para mis adentros: «Por fin en casa», significara esto lo que significara.
Natalia parecía estar mejor que nunca. Aunque solo coincidíamos un rato por la mañana y a la hora de la cena y ella se retiraba enseguida a su habitación, yo la notaba más ligera, más guapa que nunca. No sé si se había hecho algo en la cara o había modificado ligeramente la forma de vestir (no estoy acostumbrado a fijarme en estas cosas), pero algo había cambiado en ella.
Y de forma absurda empecé a sentir celos. Unos celos que nunca había tenido, ni hacia ella ni hacia nadie. No soy celoso por definición, así que la aparición de este fenómeno me cogió por sorpresa. La relación con Natalia se había acomodado en los últimos años y todo estaba donde tenía que estar: conocíamos nuestros gustos, nuestras manías, atendíamos a nuestros hijos, el trabajo y la casa y casi todos los veranos nos íbamos de vacaciones unos días a la playa. No había mucha pasión, claro, pero entendíamos que eso era algo normal en una relación larga como la nuestra, y de vez en cuando nos acostábamos de forma satisfactoria, diría yo. Aunque ahora eso es algo que me estoy replanteando. ¿Era el aburrimiento de Natalia en la cama, era mi incompetencia no puesta de manifiesto durante tantos años lo que había impulsado a Natalia a echarme al cuarto de invitados?
Me levantaba pensando en esto y no paraba de darle vueltas durante todo el día, lo que me llevó, inevitablemente, a empezar a espiar a mi mujer. No tenía que hacer muchos esfuerzos, porque ella tampoco parecía ocultar nada. Una mañana me dijo, por ejemplo, que a partir de la semana siguiente iba a dejar de venir a comer a casa porque se había apuntado a un gimnasio y luego iba a comer en el comedor del trabajo, algo que, durante muchos años, le había horrorizado. No comíamos juntos, pero solíamos coincidir algunos días si ninguno de los dos se retrasaba al salir del trabajo. Eran unos minutos insustanciales, pero que alimentaban nuestra rutina. Algo sobre lo que había comido ella o iba a comer yo a continuación, un resoplido de cansancio, un hasta luego rápido.
Creo que no fui capaz ni de fingir que me parecía bien o que estaba de acuerdo con el hecho de que Natalia ya no vinera a casa a comer. O, simplemente, de mostrarme asombrado. Me quedé ahí plantado, en medio de la cocina, con la taza de café en la mano mientras Natalia se despedía desde la puerta para irse al trabajo. Y allí permanecí unos minutos más mientras sentía que la ira me iba subiendo hasta la garganta. Arrojé los restos de café en la pila y dejé la taza en la encimera. Y empecé a tramar un plan: iba a reconquistar a mi mujer fuera como fuera.
Lo primero iba a ser ponerme en forma, me levantaría antes y empezaría a correr. Es algo que he detestado toda mi vida, pero estaba dispuesto a hacerlo para bajar un poco de peso. Además, me pondría a dieta. Tendría que dejar pasar unos días para evitar que Natalia lo notara y pensara que lo estaba haciendo por ella, como efectivamente era, o peor, como revancha o pique entre dos adultos que se quieren demostrar algo.
Creo, de todas formas, que mi precaución era absurda porque Natalia parecía vivir en una burbuja. Se levantaba de mejor humor, estaba más cariñosa con los chicos (y los chicos con ella) y después de cenar se despedía animosamente de todos nosotros para estar en su cuarto (mi excuarto, nuestro excuarto) a solas.
Me propuse, entonces, empezar también yo a ser más cariñoso con los chicos. Pero estos reaccionaron de forma extraña: Rubén me miraba con recelo y Blanca me preguntó si estaba enfermo. Me cuestioné qué es lo que estaba haciendo mal y tras una noche de intensa reflexión lo comprendí: no debía seguir imitando a Natalia. Lo de ponerme en forma (algo que pensaba seguir haciendo) y mostrarme más cariñoso (esto iba a regularlo, lo que no me iba a costar demasiado porque nunca he sido muy dado a besos y arrumacos) parecía que no me estaba dando resultados, así que opté por actuar de forma diferente. Por mostrarme tal y como yo soy.
Esto me produjo cierta inquietud, puesto que nunca me había parado a pensar qué tipo de persona era. Y dado que este tipo de persona que era (fuera el que fuera) lo único que había conseguido era distanciarme de Natalia y los chicos, se me ocurrió una idea genial. Tan brillante que casi me pongo a dar saltos en la cama. No sabía cómo no se me había ocurrido antes. Lo único que debía hacer era mostrarme diferente, auténtico. Todos en casa iban a descubrir al verdadero hombre que era.
Como esto no lo tenía muy claro me puse a imaginar. El trabajo, de momento, no lo podía dejar, pero podía empezar a cambiar mi forma de vestir, a redecorar el cuarto de invitados para convertirlo en una habitación propia y con carácter, a escuchar música diferente (todavía debía pensar en cuál) y, por qué no, a hablar de forma distinta. Enseguida me entusiasmé con el proyecto. Me suscribí a varios canales de youtubers para enterarme de qué música escuchan los chavales ahora y, de paso, incorporar algo de léxico juvenil. Visité algunas cadenas de ropa, donde me dejé asesorar, y compré luces y láminas para dar un nuevo aire a mi cuarto. Estaba tan ensimismado e ilusionado con mi reconversión que, por momentos, dejó de importarme el impacto que esto produjera en Natalia y los chicos.
Estaba eclipsado conmigo mismo. Instalé un espejo de cuerpo entero en el cuarto, donde me observaba atentamente: mi nuevo corte de pelo, la ropa moderna, incluso me compré un pequeño altavoz para escuchar trap. No sé si me gustaba mucho o no, pero eso era lo que iba conmigo en esos momentos.
Tan embriagado estaba en mi propio proceso que no me daba cuenta de que cada vez veía menos a Natalia y a mis hijos. Hasta que un día Natalia dijo que no venía a cenar, que iba a tomar algo por ahí con las compañeras al salir del trabajo.
Fue entonces cuando lo eché todo a cara o cruz: o decidía seguirla, enfebrecido por los celos, para ver con quién cenaba realmente, o empleaba una táctica más rápida y arriesgada. Sopesé los pros y los contras y decidí esto último. Ahora, yo era un tipo arriesgado.
El siguiente viernes que le tocaba a Natalia estar con los chicos, conseguí que los dos se fueran a dormir a casa de amigos; me pedí el día libre en el trabajo y, cogiendo ideas de internet, decoré nuestra exhabitación con velas, flores y luces tenues. Compré un conjunto de lencería para Natalia, que puse sobre la colcha, y me esmeré en preparar una cena romántica. Iba a vestirme con mis últimas adquisiciones, un look para maduros juveniles, y a esperar con el champán frío a que Natalia apareciera por la puerta.
Qué lejos queda ahora eso. Ahora, en mi cuarto alquilado, todavía le doy vueltas a qué pudo fallar. Nunca he reflexionado mucho sobre la condición humana, pero me resulta del todo incomprensible. Parece que Natalia se cansó de mí por ser como era (esto todavía no sé muy bien en qué consistía, aunque le había valido durante muchos años), pero tampoco le gustaba el nuevo hombre en el que me había convertido. De mis hijos sigo sin saber qué pensar. Si antes no los comprendía, ahora aún menos, aunque de un tiempo a esta parte noto que están más cariñosos conmigo. También Natalia, lo que me lleva, si cabe, a una mayor incomprensión.
Los tres me llaman por teléfono de vez en cuando, con unas voces entre asustadas y dulces, y me preguntan si estoy bien, si necesito algo y si me sigo tomando la medicación que mandó el médico al que me llevaron. Y me aseguran, en cada llamada, que me quieren tal y como soy. Esto, cuando cuelgo, me suele hacer mucha gracia. Y pienso: «Pobrecillos, no se enteran de nada».

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