Rosi dice que hay que tirar con todo. Tirar palante. Que no hay que pensar tanto la vida, sino ponerte con ello y pimpán, pimpán. Me encanta cómo habla Rosi. Me encanta cómo es Rosi, aunque a veces, cuando tengo un destello de lucidez o un día especialmente espeso, creo que está un poco loca.
Rosi es mi vecina. Rosi, con una ese. Nada de Rossi y, mucho menos, Rossie, por mucho que diga la estúpida de su nuera.
Rosi está viuda y tiene tres hijos; solo uno de ellos se casó y vive en otro barrio, uno mucho mejor que el nuestro, parece. Nunca lo he visto. Tampoco a ella, a su mujer, pero eso no quita para que yo piense que es una imbécil, porque nadie con dos dedos de frente y conociendo a Rosi le puede proponer esa tontada de duplicar la ese de su nombre y, mucho menos, añadir una e al final.
Los otros dos hijos de Rosi viven con ella. Uno trabaja y el otro no, pasa mucho tiempo en su casa, con los cascos puestos. Rosi dice que está «creando». Lo dice con una media sonrisa que deja ver sus palas separadas.
Es una de las cosas que más me gustan de ella, ese hueco que queda entre sus dientes de arriba. Es un hueco que dota a sus palabras de un sonido peculiar, sin llegar al siseo o al ceceo. Es solo una forma de sonar. La forma de hablar de Rosi.
En ese hueco caben muchas cosas, no hay ninguna duda.
Cabe la fuerza de Rosi y su manera de tirar palante. Tirar con todo. No pensar tanto. Venga. Vamos. Mira qué tortilla he hecho, te paso un trozo, que estás intrínseca. ¿Has visto mis geranios? El chico dice que le ha salido un tema muy bueno, que luego me lo pone con los cascos que se oye mejor. Me ha salido otra casa, una casa muy buena. Hay que tirar con todo. Tirar palante.
En ese hueco también caben otras cosas, claro. Rosi no lo dice, pero yo me doy cuenta. Allí guarda sin disimulo el cansancio y el dolor de espalda. Y unas lágrimas invisibles que yo veo perfectamente. A veces son tantas que se escapan del hueco. Es entonces cuando Rosi se pone a regar. Riega en silencio, observando las flores de una manera muy rara, como si estuviera rezando. Tiene unos geranios y unas glicinias exuberantes. Debe de ser que se compadecen de ella. O no. Que se alegran de que ella sea así. Que tire con todo.
Yo trato de tirar con todo también. A veces me sale bien. He tirado con el lunes, el martes y el miércoles. Hoy jueves no puedo. Sencillamente no puedo.
No recuerdo cómo he ido a la fábrica. Ni cómo han pasado las ocho horas de trabajo. Lo bueno de hacer la misma pieza durante tantas semanas es eso. No hay nada que pensar. Son movimientos mecánicos. Pum, pum, pum, como diría Rosi.
Al volver me he tirado en la cama y me he quedado dormida. Cuando me he despertado estaba sudando y he puesto el ventilador de techo. Me he quedado mirando fijamente las aspas blancas, que por primera vez, sorpresivamente, me han parecido alas. Dos para mí y dos para Rosi. Las dos volando por un sitio azul que no es el cielo. Es otra cosa que está más arriba y que las dos conocemos como si fuera nuestra propia casa. En el sitio azul Rosi y yo no tenemos que tirar con nada porque no hay nada de lo que tirar. Es más. No hay nada en ese lugar, pero Rosi y yo estamos tan a gusto y nos parece que allí está todo. Todo lo que ella y yo necesitamos.
Oigo la voz de Rosi. «Nena, nena». Me habla desde la terraza. Está regando los geranios y las glicinias. «Luego te paso un trozo de lasaña para que cenes». Y se pone a tararear, porque Rosi nunca canta. Tararea y el aire sale por el hueco que hay entre sus dientes y se junta con el aire del ventilador de mi cuarto.
Yo, sin saber por qué, abro la boca. Y, sí, efectivamente me parece que se respira mejor.
Me ha gustado muchísimo. Tu relato conecta con mis neuronas, lo siento cercano, familiar en su contenido y en sus expresiones.
Muchas gracias.
Gracias a ti, Flora, por estar siempre al otro lado. Un abrazo grande.