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La abuela chula

El día de Navidad siempre se comía en casa de la abuela chula. Era así como la llamábamos. Fue mi hermano el primero en hacerlo para distinguirla de la otra, porque la abuela chula iba siempre muy arreglada y maquillada. En exceso y con ropa estrafalaria, pero a nosotros nos encantaba, incluso su empachoso perfume a rosas.

Llevaba sin verla desde la primavera, cuando decidí marcharme con Gabriel a Bruselas. Le habían ofrecido trabajar allí y a mí me daba igual traducir en un sitio que en otro. Creía que así lo nuestro se afianzaría y terminaría por definirse y asentarse.

Volé el mismo día de Nochebuena y fui directa a casa de mis padres. Cuando entré en casa con la sonrisa que había ensayado en el taxi, papá levantó una ceja, mamá me dio detalladas instrucciones para preparar los canapés para la cena, mi hermano salió corriendo a por más gambas y mi cuñada no se enteró de nada porque estaba hablando por teléfono con su hermana. Solo uno de mis sobrinos preguntó de pasada por Gabriel. Mamá contestó que había que terminar de hacer las croquetas.

Todo allí estaba como siempre: ruidoso y silencioso a la vez. No sé cómo se producía aquello, pero así era. A pesar del parloteo de mamá y de mi cuñada, de la prudencia de papá, del continuo movimiento de mi hermano y de los sonidos de las consolas de mis sobrinos, siempre había un espacio o unos segundos donde, milagrosamente, todo quedaba en calma. Era una calma extraña, sí, pero a mí me gustaba refugiarme en ella porque después, invariablemente, venía el alboroto.

Yo, que apenas me doy algo de color en las mejillas y un toque suave de carmín en los labios, me había maquillado en exceso, como la abuela chula, para tratar de ocultar mi tristeza y mi llanto y, aunque no lo había logrado, me reconfortaba a mí misma pensando que, en cierta manera, también estaba homenajeando a la abuela. Nunca adiviné qué escondía bajo sus párpados azules, sus labios rojos, su colorete rosa y aquellos conjuntos extravagantes que se ponía, todo ello envuelto en el empalagoso perfume a rosas que siempre usaba.

La abuela chula apenas cocinaba, pero era una excelente repostera, tanto que era ella misma la que elaboraba el turrón y los polvorones y los mazapanes cada año. Le salían de maravilla, con una suavidad y una textura tan deliciosa que cualquier otro dulce navideño que no fueran los de ella nos parecían un asco.

Estaba deseando verla. Nadie la mencionó en la cena, ni siquiera mamá. Cuando pregunté por ella, dijo que estaba bien, «como siempre». Papá carraspeó y mi hermano se levantó a por más salpicón de marisco y enseguida brindamos por todos nosotros con una alegría demasiado desenfrenada. Mi cuñada me dijo que el maquillaje me quedaba «de maravilla» y papá volvió a toser mientras mamá explicaba que ese año no había hecho lombarda porque por la noche daba muchos gases. Mis sobrinos se habían llevado la cena al sofá para seguir jugando con sus consolas.

Al día siguiente, pasamos la mañana de Navidad entregándonos los regalos. Casi ninguno acertamos, pero todos sonreímos mucho. Yo me arreglé lo mejor que pude y exageré de nuevo el maquillaje, tratando infructuosamente de que la pintura disimulara otra noche hueca.

Cuando llegamos a la casa de la abuela chula abrió la puerta mi prima, que me miró, abrió mucho los ojos y luego los cerró unos instantes antes de hacernos pasar a todos sin decir nada. Tenía tantas ganas de comer el turrón y los mazapanes de la abuela que fui directa a la cocina. Cuando entré, estaba de espaldas. La abuela chula vestía de azul marino. Se giró, pero ya no era la abuela chula. La observé por primera vez en mi vida sin maquillaje y me costó reconocerla. Sus ojos se habían vuelto más azules y acuosos, casi transparentes (acaso habían sido siempre así y la sombra de ojos lo había tapado), sus mejillas parecían de cera y sus labios habían encogido sin el carmín rojo. Me iba a poner a llorar cuando la abuela sonrió al verme y yo suspiré aliviada: seguía siendo ella, la abuela chula.

Todos nos esforzamos por hablar, hablar muy alto. Incluso papá dijo que por qué no cantábamos unos villancicos. Nunca en mi vida había escuchado a papá cantar un villancico. Lo dijo mirándome con ojos de cordero y a mí se me escaparon unas lágrimas que me estropearon el ya de por sí maltrecho maquillaje, ese que había exagerado para compensar, sin siquiera yo saberlo, la piel desnuda del nuevo rostro de la abuela.

Apenas tomé un poco de sopa de pescado y un trozo ridículo de asado. No podía dejar a mirarla. Ella también me observaba, pero desde algún lugar que yo no conocía. Traté de esforzarme por averiguar a dónde se había ido y por qué no estaba donde siempre, aunque tampoco yo sabía dónde me hallaba en ese momento. Pero luego la abuela chula me sonrió y las dos volvimos a encontrarnos sin decir nada.

Después de comer, se levantó renqueante a por los dulces. Yo suspiré varias veces sin hacer ruido. El turrón y los polvorones y los mazapanes de la abuela chula eran mi infancia, mi adolescencia y todo lo que había venido después: novios, trabajos, pisos…

La abuela volvió con una enorme bandeja de torrijas que depositó con dificultad en la mesa. Nadie dijo nada. Yo tampoco. Fui la primera en coger una y metérmela en la boca, sabiendo, como todos, que era la última Navidad en casa de la abuela chula. Volví a mirarla, a observar su rostro macilento en contraste con mi aparatoso y torpe maquillaje.

Degusté la torrija despacio, sin prisas… y un espacio se hizo dentro de mí, un lugar nuevo donde podía respirar mejor por primera vez en mucho tiempo. La abuela volvió a sonreírme y, tras observar la extraña pureza de sus ojos azules y desvaídos, en cuestión de segundos supe que no regresaría a Bruselas con Gabriel y que no me volvería a maquillar nunca más. Y que acariciaría su mano rugosa y delicada durante el tiempo que hiciera falta para que no dejara de sonreír. Tal vez, tras uno de esos viajes de su memoria, regresara con la receta del turrón, los polvorones y los mazapanes para mí.

Me levanté y le di un beso en la sien desnuda y limpia. La abuela chula ya no olía al empalagoso perfume a rosas, pero sí a crema de niños pequeños. Seguidamente, fui al baño y me retiré el maquillaje lo mejor que pude.

Luego volví a la mesa y me serví otra torrija.

3 comentarios en «La abuela chula»

  1. Hola prima no sabia que habia dos abuelas chulas, me imsgino que la vuestra es la madre de tu padre el tio Ángel.
    Que curioso la casualidad.
    Por cierto un relato experimental muy emocionante y rmotivo… me imagino que fuerón las últimas navidades de la abuela chula.

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