Un día, mientras la miraba fijamente, me di cuenta de que no me gustaba mi sombra. Y no me gustaba porque era como si no me correspondiera, como si fuera de otro y hubiera decidido abandonar a su dueño y pegarse a mí, no sé muy bien con qué finalidad, quizá para confundirme, quizá para llamar mi atención sobre algún aspecto que yo ignoraba en esos momentos.
Estaba ahí, de pie, en medio de la acera, y la observé con detenimiento. Mi yo de la sombra era más bajo y más gordo y el perfil no encajaba. Me moví hacia los lados para ver si cambiando mi posición y la manera en que el sol incidía sobre mí la sombra cambiaba, pero apenas se inmutó.
Esta es otra de las cosas que me hizo sospechar: era una sombra apenas alterable, y todos sabemos que las sombras, en función de cómo se proyecta la luz sobre un objeto, muestran unas formas u otras.
Esta sombra que me acompañaba era tozuda y parecía que se estaba burlando de mí. Me puse de perfil para ver si así la doblegaba y ella adelgazó y se estilizó un poco, pero no tanto como debería, como si no quisiera dar su brazo a torcer. Miré a los lados para ver si la sombra era de alguna de las personas que pululaban por allí, pero no había nadie que estuviera parado. La gente iba y venía ajena a mi drama; algunos se detenían unos segundos para saludar a un conocido, mirar un escaparate o el móvil y reanudaban el paso y así era imposible averiguar de quién era la sombra que se me había pegado.
Intenté deshacerme de ella. Lo primero que se me ocurrió fue cambiarme a la acera de enfrente, donde no daba el sol. Si no hay luz, no hay sombra. Así de fácil. Crucé, me apoyé en la pared todavía caliente y miré al suelo. No había rastro de ella. Algo más tranquilo, me acerqué hasta una terraza en sombra a tomarme una cerveza y reflexionar acerca de lo que me acababa de ocurrir y, sobre todo, de por qué me había molestado tanto darme cuenta de que mi sombra no se correspondía con lo que debería ser mi sombra y en la posibilidad, cada vez más firme, de que hubiera suplantado la personalidad de mi sombra a saber por qué motivo.
Di unos tragos a la cerveza fría e intenté recordar, con nostalgia inesperada, a mi verdadera sombra. Quería ponerme emotivo, pero lo cierto es que no la recordaba con mucha claridad. Siempre había estado ahí, conmigo, acompañándome sin que se lo pidiera y yo no le había dado importancia. Todos tenemos una sombra, nuestra sombra, es de lo más natural, por eso no nos fijamos mucho en ella.
La mía era muy parecida a mí, de tipo alta y espigada. Ahora que la había perdido la echaba mucho de menos y lamentaba no haberla observado más, prestarle la atención que se merecía.
Hacía mucho calor todavía a esa hora de la tarde, así que me tomé otra cerveza.
Me pregunté dónde estaría mi sombra. Qué habría sido de ella, con quién se había ido, quién se había querido apropiar de ella y para qué. La única explicación que se me ocurrió es que ese alguien necesitaba un reflejo mejor de lo que ese alguien era en realidad. Una proyección mejorada de sí mismo. Una sombra alta, delgada, angulosa, estilizada. No es por presumir, pero, ahora que la había perdido, me parecía que mi sombra era una de las mejores sombras que había, y no me extrañó que alguien hubiera querido quedársela, que me la hubieran robado.
No fue hasta la tercera cerveza cuando se me pasó por la cabeza una idea que enseguida rechacé, pero que insistía en aparecer una y otra vez. ¿Sería posible que mi sombra me hubiera abandonado voluntariamente? Y, en ese caso, ¿por qué? Tenía que reconocer, ya lo había dicho, que no le había dedicado mucha atención, pero no creo que eso sea motivo suficiente para abandonar al cuerpo que te da la vida. Tal vez se tratara de una aventura, un deseo de experimentar, de sentir cómo se debía vivir siendo la sombra de otro.
En ese momento, con la cuarta cerveza en la mano, se me ocurrió una idea muy loca, descabellada: «¿Y si la sombra no se había ido con “uno”, sino con “una”?». ¿Qué impulsaría a una sombra masculina a experimentar ser el reflejo de una mujer? En ese caso, ¿de qué tipo de mujer?
Aquello estaba tomando demasiadas derivadas, demasiadas bifurcaciones y yo me estaba perdiendo entre todas ellas como si estuviera metido en un laberinto. Decidí no tomar más cerveza y, con un leve mareo, me levanté y caminé por la acera sin sol. Ignoraba cuánto tiempo debía haber pasado, pero imaginaba que el suficiente para que la suplantadora se hubiera marchado definitivamente. Crucé a la acera de enfrente y me planté en medio bajo un sol que ya iba perdiendo fuerza. No me hizo falta mirar al suelo para confirmar que seguía allí, tozuda, tan intensa como la primera vez.
Giré la cabeza de nuevo a los dos lados y vi a un hombre vestido con un traje de lino que hablaba por teléfono. Estaba quieto y la sombra que proyectaba me resultó familiar. Me aproximé para mirarla de cerca, pero el hombre empezó a caminar. Fue como un resorte. Como si estuviera alerta.
No lo pensé; empecé a seguirlo con la farsante siguiéndome los talones. Me puse a la altura del hombre y examiné las dos sombras. La otra se parecía mucho a la mía, pero no era ella, la habría reconocido; sin embargo, era, sin duda, mejor que la que yo llevaba pegada.
Me puse al lado del hombre, que no paraba de mirarme de reojo con suspicacia y cierta alarma, y le pedí la hora. Él continuaba con el móvil pegado a la oreja, pero enseguida me di cuenta de que no estaba hablando, sino que hacía que hablaba para que yo no le importunase. Hice como que me creía estaba conversando con alguien, tan solo necesitaba unos segundos para darle una orden interna a la falsa sombra del tipo: «¡Ahora!», para que diera el cambiazo. Justo cuando estaba diciendo esta orden para mis adentros, mi voz expulsó bien alto y fuerte un «¡Ahora!», que consiguió espantar al hombre, que se cruzó de acera sin mirar si venían coches y estuvo a punto de ser atropellado por una moto.
No le deseaba ningún mal, pero durante unos segundos me lo imaginé ahí muerto, tumbado en medio de la calle, sin ningún tipo de control sobre nada. Sería el momento ideal para darle una patada mi sombra falsa y hacerme con la del hombre de traje de lino, que, aun sin ser la mía, me gustaba más que esa estafadora.
Cuando salí de mi ensoñación, el hombre y su traje de lino habían desaparecido, tampoco había rastro de su sombra, así que continué caminando hasta que encontré otra terraza. Daba el sol, pero ya no tenía casi fuerzas para luchar contra los elementos. Me senté, pedí una cerveza y esperé a que la trajeran para ir al baño.
«Ahí te quedas», le dije a la impertinente, sin darme cuenta de que en esas pocas horas que llevábamos juntos le había dedicado mucha más atención que a la mía, la verdadera, durante toda mi vida.
Cuando regresé del baño, ahí seguía. Me estaba empezando a exasperar. Para calmarme, me bebí la cerveza de tres tragos y pedí otra. Todo el mundo caminaba feliz de un sitio a otro. Cada uno con su sombra. Cada uno con lo que era.
Mi desasosiego iba en aumento, como si yo ya no fuese realmente yo, como si una parte de mí se estuviera desdibujando. Aquella farsante era más poderosa de lo que yo creía, me estaba abduciendo, me estaba trastornando. Di una patada en el aire para asustarla, para que se fuera de mi lado, pero lo único que conseguí fue espantar a unas palomas y derramar la cerveza que me quedaba.
Tuve que pedir otra. Cada vez me sentía más cansado, más diluido, menos persona y, al mismo tiempo, veía a la sombra cada vez más oscura, más densa, más corpórea. Temí por mi integridad. Si aquello seguía así no tardaría en absorberme por completo hasta lograr hacerme desaparecer.
Me levanté como pude de la silla y me arrastré por las calles sin rumbo fijo hasta que empezó a anochecer. Tras mucho tiempo deambulando me apoyé en la puerta de un viejo almacén y me dejé caer al suelo con la espalda pegada al cierre metálico aún caliente. Sin darme cuenta se me cerraron los ojos mientras evocaba, entre la niebla del sueño y del alcohol, el perfil de mi bella y anhelada sombra. El perfil de mí mismo.
No tenía fuerzas para planificar estrategias a fin de poder recuperarla y volver a ser el mismo de antes. Aún con los ojos cerrados y en la oscuridad de la noche, allí, tirado en el suelo de la calle, pude sentir el aliento y la presencia de la sombra suplantadora, que aguardaba cautelosamente. No sé si fue a punto de dormirme o ya dormido cuando pensé que la estafadora igual aprovechaba la noche para engullirme por completo y que quizá cuando se hiciera de día yo, simplemente, ya no existiría.
También era posible que la falsa sombra se diera por vencida y que cuando yo me despertara ella ya no estuviera. Imaginaba o soñaba que, con el sol del nuevo día, me ponía de pie y no había nada. Ni mi sombra verdadera ni la sombra falsa. Nada. No había nada. No tenía reflejo. Y me empezaba a sentir incompleto, cojo, inacabado, insuficiente, fragmentado.
Me entraron muchas ganas de llorar. Un escalofrío me recorrió el cuerpo de puro terror, de pura desolación, pero, al instante, me vi envuelto y arropado por una especie de calidez que provenía de la falsa sombra. Quise preguntarle quién era, de dónde venía, por qué estaba conmigo, pero una súbita ternura que procedía de ella me invadió hasta que me quedé dormido o hasta que la pesadilla se diluyó.
Entonces, entre murmullos reales o soñados le di las gracias, y, al arrullo de sus caricias en esa noche de verano, le pedí, por favor, que no me abandonara.
Mira, mira, que se empieza por una cervecita y acaba uno abrazado a su sombra aunque no le pertenezca 😉