No soy coleccionista ni tengo tendencia a acumular muchas cosas, pero, sin yo pretenderlo y a mi pesar, dispongo de una colección de pequeños frascos de cristal con arena de distintas playas y desiertos. Todo empezó hace años. M. y yo estábamos pasando nuestras primeras vacaciones juntos y habíamos elegido Cerdeña. La última tarde, mientras apurábamos el sol y la playa, M. dijo que le había parecido ver algo curioso en la orilla. Como sabía que tengo especial fascinación por las conchas de mar (no, no las colecciono), creí que podría tratarse de algo parecido y me acerqué con él a la orilla. Enseguida me señaló un pequeño bote de cristal, del tamaño de mi dedo meñique, y me hizo ver que dentro había un papel. Lo reconozco: me brillaron los ojos. Enseguida pensé en un mensaje de alguien que se había perdido, tal vez unas palabras antiguas o en otro idioma.
Me agaché y cogí el bote. El papel parecía seco, a salvo del agua de mar. M. me incitó a que lo abriera. Mientras leía lo que ponía en el minúsculo papel enrollado, M. se arrodilló ante mí. El mensaje decía: «Dime que sí. Sueño con tu sí». Me quedé mirando el papel y luego a M., que continuaba arrodillado frente a mí con lágrimas en los ojos, que brillaban de una manera especial con la luz del atardecer. Me extendió un anillo que había hecho con algo parecido a un junco y, para qué negarlo, fue uno de los momentos más increíbles de mi vida. Antes de marcharnos decidí llenar el pequeño bote con arena de esa playa, que para mí representaba el amor, la luz, la pureza, la plenitud. Algo eterno.
El bote, junto con muchos otros que empezaron a traerme familiares y amigos pensando que los coleccionaba, continúa en una de las estanterías del salón. M., sin embargo, desapareció hace ya mucho tiempo.
Durante muchos años, recreé en mi mente esa escena como de cine en aquella playa de Cerdeña. Curiosamente, lo que más recordaba eran las lágrimas de M. hasta tal punto que más de una vez me he descubierto pensando que tal vez debería coleccionar lágrimas en lugar de arena. Tendré más de sesenta botecitos. No me veo capaz de tirarlos, ni siquiera de guardarlos en una caja, como tantas veces he pensado. Casi todos vienen con una pequeña pegatina donde figura su origen. Todos ellos me los han traído con cariño gente cercana y querida, aunque también tengo unos pocos que algunos me han regalado para hacerme saber que ellos habían estado «allí». Es una colección que no quiero, pero de la que no me puedo deshacer ni tampoco frenar. Y ahí van acumulándose botes y más botes.
En alguna noche de desvelo he pensado en vaciarlos todos y juntar todas esas arenas de distintos colores y texturas por si pudiera dar lugar a algo mágico, alquímico, al mezclar todas esas procedencias, todos esos sentires, todas esas vivencias. Aunque, seguramente, no quedaría más que un emplasto desagradable y sin gracia.
En los días en que M. y yo tuvimos que aceptar que no quedaba nada más que niebla entre nosotros, leí una noticia que decía que la famosa arena blanca de Cerdeña está considerada un bien público y está estrictamente prohibido sacarla de la isla. Me pareció una señal, como si lo que me llevé aquel día dorado y romántico en aquel botecito fuera algo que, en realidad, no me pertenecía.
Poco después (como si el mundo quisiera ponerme delante de las narices una y otra vez que aquel castillo de arena que M. y yo habíamos levantado el mar lo había borrado sin muchas dificultades), descubrí unos artículos de Italo Calvino sobre exposiciones singulares. Uno de ellos decía lo siguiente: «Hay una persona que colecciona arena. Viaja por el mundo y, cuando llega a una playa marina, a las orillas de un río o de un lago, a un desierto, a una landa, recoge un puñado de arena y se la lleva. A su regreso le esperan, alineados en largos anaqueles, centenares de frasquitos de vidrio en los cuales la fina arena gris del Balatón, la blanquísima del golfo de Siam, la roja que en su curso el Gambia va depositando en Senegal hasta los minúsculos guijarros de Maratea, también blancos y negros, hasta la fina arena blanca punteada de caracolitos violeta de Turtle Bay, cerca de Malindi, en Kenia. […] Pasando revista a este florilegio de arena, el ojo sólo percibe al principio las muestras más llamativas: el color herrumbre del lecho seco de un río de Marruecos, el blanco y negro carbonífero de las islas Aran, o una mezcla cambiante de rojo, blanco, negro, gris que se anuncia en la etiqueta con un nombre más policromo todavía: Isla de Papagayos, México. Después las diferencias mínimas entre arena y arena obligan a una atención cada vez más absorta, y así se entra poco a poco en otra dimensión, en un mundo cuyos únicos horizontes son estas dunas en miniatura, donde una playa de piedrecitas rosas no es igual a otra playa de piedrecitas rosas (mezcladas con blancas en Cerdeña y en las islas de Granada del Caribe; mezcladas con grises en Solenzara, Córcega), y una extensión de minúsculos guijarros negros de Port Antonio, Jamaica, no es igual a la de la isla Lanzarote en las Canarias, ni a otra que viene de Argelia, tal vez del centro del desierto. […] Como toda colección, también esta es un diario: diario de viajes, claro está, pero también diario de sentimientos, de estados de ánimo, de humores».
Cómo me habría gustado ser Calvino para tener esa sensibilidad y esa capacidad de describir el mundo y sus correlaciones. Pero yo no era más que una simple mujer con una colección absurda de más de sesenta pequeños tarros de cristal llenos de arenas del mundo.
Esta mañana, tal vez porque la luz del otoño es especial, me he vuelto a acordar de las lágrimas doradas de M. aquella tarde. Me gustan mucho más las lágrimas que la arena, pero tampoco tiene sentido que las coleccione, sinceramente. Hay algo en las lágrimas que me agita, me conmueve, me turba y me apasiona. Cuántas veces me habré tenido que contener para no limpiar las lágrimas de los niños que veo por la calle o la de mi vecina de enfrente que, no sé por qué, llora mucho pegada al cristal de su ventana. Cuántas veces me he quedado fascinada ante mis propias lágrimas.
El otro día, en la parada del autobús, vi cómo un anciano lloraba. Eran lágrimas densas, sincrónicas, derrumbadas y al mismo tiempo llenas de vida. Me habría gustado acercarme a él y, sin decirle nada, observar sus lágrimas, hacerle ver que me importaban y que eran bellas. Tal vez extender un dedo y recoger una con la yema y sentir su textura y su entidad, rendirme ante ella.
Hay un fotógrafo, Maurice Mikkers, que es experto en fotografiar lágrimas. Empezó (como yo mi absurda colección de arenas del mundo) un poco por accidente. Un día, tras golpearse el pie contra la mesa y ver rodar una lágrima, rápidamente pensó que debía fotografiarla y llevarla al microscopio con el que estaba trabajando. Probó diferentes técnicas de cristalización, hasta que encontró una que le sirvió. Al ver la lágrima bajo el microscopio se sorprendió: parecía un pequeño planeta con una compleja textura. Los siguientes días usó diferentes métodos para provocarse el llanto, como pelar cebollas o ver películas muy tristes.
Lo que más me conmovió es que, tras su investigación, se dio cuenta de que las lágrimas, como los copos de nieve, nunca son iguales. Las catalogó en tres tipos. Las lágrimas basales, que son parte de la humedad del ojo y siempre están siendo producidas; las lágrimas reflejas, que son las que salen ante una reacción, como cortar cebolla; y las emocionales, que surgen del dolor y del placer. Estas últimas, claro, son las más especiales, porque contienen componentes químicos que no se encuentran en otro tipo de lágrimas. Maurice Mikkers tiene muchas fotos de lágrimas y dice que, además, siempre son diferentes según las condiciones en las que se secan.
A mí no me gusta secarlas, sino dejarlas caer, que resbalen por las mejillas hasta el cuello o que empapen la almohada o que se queden en el hombro de la persona a la que estoy abrazando. Cuando las lágrimas son de risa, me gusta que me mojen la cara y me nublen los ojos, como cuando en los dibujos animados salen disparadas hacia los lados.
El otro día, después de ver llorar a ese anciano, me dije, sin saber por qué, que la próxima vez que me ría hasta las lágrimas como en los dibujos animados por cualquier tontería tiraré los botes a la basura, para qué arrastrar tanta arena cuando donde yo me siento cómoda es en el agua.
Nos llevan tus palabras navegando hasta la desembocadura, donde nos espera el chapuzón