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Las flores y el tiempo

Nunca me han gustado los hospitales. No creo que le gusten a nadie, en realidad, salvo que algunas personas parecen manejarse en ellos con soltura, como si fueran un espacio más de la vida en el que hay que desenvolverse, como cuando uno va al mercado o al banco a pagar un impuesto. Yo, sinceramente, nunca he estado cómodo en los hospitales. Mis padres murieron los dos en casa, a mí nunca me han tenido que operar y cuando algún amigo ha estado ingresado he esperado a que le dieran el alta para hacerle compañía en su casa.

Yo, ese personaje alérgico a los hospitales, llevo tres semanas en uno. Los primeros días no los recuerdo con exactitud, la fiebre era tan alta que durante muchas horas he confundido la realidad con la ficción. He soñado cosas terribles, he estado en lugares desconocidos para mí, incluso he creído estar muerto. Desde que la fiebre está más o menos controlada, han aparecido otros síntomas, todos extraños para mí y, al parecer, también para los médicos que me atienden y que me están sometiendo a todo tipo de pruebas para llegar a un diagnóstico claro.

De vez en cuando pierdo el conocimiento, son una especie de vahídos de los que vuelvo agotado, como si hubiera estado de viaje durante varias semanas o hubiera hecho una dura prueba de esfuerzo. En otras ocasiones, y a veces acompañando a estos desvanecimientos, pierdo momentáneamente la visión. Durante un tiempo que para mí es indescifrable, me dejo caer por una rampa hasta llegar a un lugar donde todo es confuso, rodeado de una especie de niebla y donde se respira más despacio. Me veo vagando por ahí, sin pisar ningún suelo, pero, al mismo tiempo, firmemente anclado a la tierra. Es una sensación extraña. Allí me muevo con lentitud y como a veces no veo voy desplazándome a tientas, pero sin miedo, como si algún instinto profundo y desconocido para mí hasta ahora me guiara en ese lugar extraño y etérico.

Cuando regreso a mi cama, me siento exhausto y no puedo hacer otra cosa más que dormir. Al despertar, lo veo todo con mucha claridad. Digamos que la realidad se me presenta de una manera más nítida, como si no tuviera sombras o dobleces. Las cosas son como son y yo las capto así, de una manera más limpia, sin distorsiones.

Cuando estoy lúcido, a pesar de que he oído a muchas personas manifestar lo contrario cuando están ingresadas, el tiempo se me pasa volando. No hago prácticamente nada, salvo leer o escribir un rato, pero las horas y los días discurren con inusitada velocidad. No sé si eso es por contraste a cómo vivo cuando me dan los desmayos, donde todo se ralentiza y se hace más espeso.

En estos momentos siento que no tengo ningún control sobre nada. Nunca sé cuándo mi cuerpo va a decidir apagarse momentáneamente o cuándo mi vista me va a abandonar para sumergirme en una especie de extraña dimensión. Lo que sí he comprobado es que, cada vez que pierdo la consciencia, luego regreso más lúcido.

En uno de esos raptos de lucidez es cuando me he dado cuenta de que los días pasan demasiado rápido. Se lo he comentado a Ricardo, que desde hace semanas me acompaña a ratos en la habitación. Le he prohibido expresamente que no esté todo el día aquí conmigo y le he limitado sus horas de visita. Como estoy solo en la habitación y hay una especie de sofá cama, Ricardo estaba dispuesto a traerse el pijama y el cepillo de dientes, como si fuéramos una pareja que se acaba de irse a vivir juntos a un apartamento.

Vi en su cara que no le gustó nada lo que le dije, es más, debió parecerle francamente maleducado por mi parte, incluso algo fuera de lugar y de toda lógica. Ricardo y yo nos conocemos desde hace treinta años. Empezó siendo mi ayudante personal en la empresa y ha acabado siendo un amigo fiel, una de esas personas esenciales que aparecen de vez en cuando en la vida de algunas personas. Yo he tenido esa suerte.

Precisamente por ese vínculo, le he limitado las horas de visita. Cuando entra en la habitación, parece que viene del paraíso. No sé de dónde saca todas esas cosas que compra. Siempre le han gustado las exquisiteces y me da la sensación de que está aprovechando mi ingreso en el hospital para recorrer todas las tiendas gourmet de la ciudad. La mitad se las acabo dando a las personas que me cuidan: un chico joven que suele estar por la mañana y una mujer de unos cincuenta años en el turno de tarde. Por la noche caigo en una especie de limbo gracias a la medicación y no sé muy bien quién hay en la planta.

Llevo observando a la enfermera de por la tarde unos cuantos días. Es una mujer de una belleza discreta. Tiene el pelo claro y unas manos delicadas pero firmes. No es muy habladora, pero me he dado cuenta de que sus ojos parecen no necesitar las palabras. En dos ocasiones, al aterrizar de nuevo en mi cama después de un desvanecimiento, me he encontrado con su rostro limpio de maquillaje y con sus ojos puestos en mi rostro. Como si me estuviera esperando. Como si me dijera: «Tranquilo, todo está bien. Ya estás aquí de nuevo».

Se lo he comentado a Ricardo. Le he dicho todas estas cosas extrañas que me están pasando últimamente. Esos apagones de mi cerebro que me llevan a lugares remotos y desconocidos donde todo sucede a cámara lenta; la percepción de que, cuando estoy consciente, los días pasan cada vez más deprisa; y la sensación familiar y tranquilizadora que me produce la enfermera de la tarde. Judit, se llama.

Ricardo no ha dicho mucho al respecto. Creo que teme por mi salud mental; no sé si me ve demasiado viejo, pero es probable que crea que me estoy volviendo loco. Como nos conocemos muy bien, sabe que es mejor no decir nada. Solo asentir y, como mucho, exclamar algo del tipo «qué curioso» o «qué interesante».

La otra tarde me trajo un artículo impreso. No sé de dónde lo ha sacado. Ricardo siempre está recopilando cosas extrañas; dice que son para mí, por si un día me falta la imaginación para escribir mis historias. El artículo explica por qué, a medida que pasan los años, se acelera nuestra percepción del tiempo. Parece que, según nos hacemos mayores, dejamos de producir dopamina, un neurotransmisor que se libera cuando percibimos estímulos inéditos. Eso se debe a que nuestras vidas se hacen más rutinarias y en ellas apenas hay experiencias nuevas. Ya no hay un primer día de colegio, ni unas primeras vacaciones con los amigos, ni un primer amor, ni un primer trabajo y ya no te importan tanto los cumpleaños o las celebraciones.

Tengo que decir que he tenido que leer los primeros párrafos varias veces porque yo siempre he asociado la rutina a algo lento, a un devenir amortiguado de los días. Y resulta que, según el artículo, cuando eres joven y estás lleno de nuevas experiencias, la persona debe dedicar mucho esfuerzo cerebral a procesarlas. Eso hace que todo sea intenso y parezca, al mismo tiempo, muy largo, como esos veranos de la infancia que parecían interminables. En la rutina, por el contrario, no hay que hacer ningún esfuerzo para procesar nada. Todo está ya procesado una y otra vez, día tras día, semana tras semana, mes tras mes, y eso hace que los días pasen más rápido.

Reconozco que la lectura del artículo me ha dejado descorazonado. No puedo decir que mi estancia en el hospital sea rutinaria, sobre todo porque nunca sé a qué prueba me van a someter, y no tengo la más remota de idea de cuándo mi cerebro va a desconectarse para llevarme a un desvanecimiento por tierras ignotas.

Sea como fuere, esta lectura me ha obligado a hacer un repaso somero de mi vida. No he podido descubrir en ellos ningún elemento excitante, salvo alguna sorpresa que me da la escritura, puesto que en ocasiones mis relatos me llevan por caminos que nunca hubiera imaginado. Pero en estos últimos años no ha habido viajes apasionantes, ni grandes celebraciones, ni ningún amor ni ningún sueño por cumplir. Los días han transcurrido de una manera tranquila, acomodada, gozosa también, pero sin aspavientos.

Enseguida, mi cabeza se pone a funcionar. Puede parecer absurdo o contradictorio, pero, a pesar de estar ingresado en un hospital, he tomado la firme decisión de que los días no se pasen tan rápido. Me pregunto si mis visitas a ese lugar extraño al que voy cuando pierdo el conocimiento o cuando me sube la fiebre y donde todo es reposado y lento han influido en mi decisión.

Tengo que ser realista. No puedo moverme del hospital, apenas si dar algún paseo lento por el pasillo cuando las fuerzas me asisten y la fiebre y los desmayos no me dejan para el arrastre, así que, en estas circunstancias, no puedo ni siquiera soñar con un viaje, ni con unas vacaciones, ni siquiera con conocer a alguien que me saque del letargo de la rutina.

Hoy me siento cansado, aunque hace un par de días que no me ocurre nada extraño. No he perdido el conocimiento ni la vista, pero me han sometido a un TAC y los médicos no se cansan de preguntar, auscultar y hacerme reconocimientos. La fiebre también me está dando un descanso; aún así, ya digo que me siento débil. Estoy a un paso de sumergirme en una especie de autocompasión, incluso estoy a punto de llamar a Ricardo para que venga, pero al final desisto; solo conseguiría alarmarlo y preocuparlo. Me pongo la bata y me levanto con cierta dificultad. Con pasos pequeños y tambaleantes me dirijo por el pasillo hacia una zona común donde los enfermos se juntan con sus familiares y amigos cuando no quieren estar en la habitación y su salud se lo permite. En esa sala siempre hay cierto alboroto, como si fuera un espacio al margen del hospital, de las habitaciones, de los médicos, de las enfermedades.

Solo he ido un par de veces y reconozco que me ha provocado cierto regocijo ver a esas personas en pijama y bata (a veces con un gotero y tubos colgando) hablando tranquilamente con otros que proceden del mundo normal, que llevan pantalón o falda, un bolso, un collar, una cartera… El contraste tiene cierta gracia, pero, al mismo tiempo, me produce un poco de espanto comparar las caras pálidas, las piernas blancas de los enfermos con sus pies metidos en unas zapatillas de estar en casa que aquí están claramente fuera de lugar con los rostros vívidos de los familiares y los amigos. Y me angustia ver cómo estos se esfuerzan por hacer que todo es normal, que no pasa nada. Los de aquí hablan de sus enfermedades, los de allí preguntan o escuchan el parte como si fuera una letanía. Parece que nadie quiere saber nada de lo que ocurre fuera, en lo que para mí era hasta hace poco el mundo real y que ahora se me aparece desdibujado e impreciso.

No me apetece entrar en la sala, así que me quedo en unos asientos de plástico de color naranja que hay cerca del puesto donde están las enfermeras y los enfermeros. Suelen estar alegres, también ellos hacen como que su trabajo es normal, como si no tuvieran que tratar cada día con las miserias de la biología humana. En mis paseos ocasionales, he escuchado cómo se hacen bromas y también como protestan por los turnos o las vacaciones o cómo critican a algún médico.

Apoyo la espalda en el asiento de plástico y cierro los ojos. Los escucho hablar, oigo el sonido del teclado del ordenador, el de alguien que pasa unas hojas y otro de la grapadora cuando se clava en el papel. Luego un carraspeo.

De pronto, se hace una especie de silencio y creo sentir a alguien llorando al otro lado del mostrador. Oigo el murmullo de una voz que trata de resultar amable, conciliadora. Escucho una nariz que sorbe y el sonido de quien llora sin poder contenerse. No sé por qué, pero en ese mismo momento, cuando sigo con los ojos cerrados, sé que las lágrimas son de Judit. Es una especie de intuición; ella no es muy habladora, pero reconozco de una forma que no sé explicar el sonido de sus lágrimas. Cuando abro los ojos veo que una enfermera más joven la está consolando.

Me encorvo sobre mí mismo sin atreverme a moverme. No quiero que me vean, no quiero que me descubran y que piensen que las estoy espiando o algo similar. Así que me encojo todo lo que puedo y trato de estarme quito y no hacer ningún ruido. Ruego a quien sea que no me dé ningún desmayo, sería de lo más inoportuno.

No quiero reproducir aquí la conversación que he escuchado. Quiero respetar su intimidad. Solo decir que esa mujer de pelo claro y manos delicadas pero fuertes llora por un hombre. Por un hombre que parece no quererla ya, que ha olvidado su cumpleaños, que hace dos días que no aparece por casa, que la está destrozando. Un hombre que se ha perdido y una mujer que no sabe cómo vivir esta pérdida.

Y aquí, sentado en esta silla de plástico naranja y echo un ovillo, decido que voy a tratar de hacer algo. Suena absurdo y posiblemente así sea, pero me da igual. Quiero hacer algo por ella, quiero, egoístamente, que mis niveles de dopamina aumenten; quiero ver sonreír a esa mujer, quiero que los días pasen más despacio.

Llamo a Ricardo y le pido que encargue unas flores y que las traigan de urgencia al hospital. Unas rosas no, son demasiado románticas y no se trata de eso. Me doy cuenta de que no sé mucho de flores y dudo, pero al final me acuerdo de unas que le gustaban mucho a mi madre, las gerberas. Se lo digo a Ricardo, que me escucha en silencio, dispuesto a hacer esta gestión para mí sin hacer preguntas. Le dicto lo que quiero que ponga en la nota y le pido que las gerberas sean de todos los colores, naranjas, amarillas, rosas, rojas. Así eran las que había en mi casa cuando era pequeño y siempre me gustaba verlas cuando el tiempo pasaba despacio y los días eran largos.

Cuando cuelgo el teléfono, el llanto de Judit parece haberse calmado, aunque las dos mujeres continúan hablando en tono bajo. Yo sigo sin moverme. Estoy agotado; me gustaría estar en la cama tumbado, tal vez desvanecido y flotando en esos mundos extraños a los que voy donde pierdo la consciencia, pero al mismo tiempo quiero ver cómo llegan las flores y qué pasa en el rostro de la enfermera.

Me quedo traspuesto durante un tiempo que no sé precisar. Cuando abro los ojos, sin saber muy bien dónde estoy y qué hago aquí, un chico moreno y delgado está dejando en el mostrador un hermoso ramo de gerberas. Las dos enfermeras se miran. Judit tiene los ojos hinchados y las mejillas pálidas. La enfermera joven sostiene el ramo entre las manos y se lo extiende, como si fuera una novia. Judit lo coge asombrada. Por unos momentos veo brillo en sus ojos y me maldigo. Maldigo mi egoísmo porque, llevado por un impulso, no me he dado cuenta de que mi afán por alargar los días podía romper aún más un corazón. En todo ese rato, no he pensado ni una sola vez que ella podía creer que el ramo es del hombre que ella añora, como si a última hora se hubiera arrepentido y le mandara unas flores para decirle que la quiere, que le dé otra oportunidad. La última. La de verdad.

Judit ha posado el ramo en el brazo derecho, como si fuera un recién nacido, mientras con la otra coge la tarjeta. La otra enfermera tiene los ojos muy abiertos y una sonrisa muy joven. Judit vacila, le tiembla un poco la mano.

La observo desde mi silla de plástico naranja. En la sala de al lado, el bullicio ha desaparecido y todo está en silencio. Los enfermos en sus habitaciones y el pasillo vacío. Deshago mi ovillo y estiro un poco la espalda; creo que, aunque me pusiera de pie, ninguna de las dos me vería. Por unos instantes poso mi mirada en el rostro de Judit, en sus ojos acuosos y transparentes. Toma la tarjeta y la lee. La lee para sus adentros. Luego vuelve a leerla moviendo apenas los labios y emitiendo un leve susurro que arrastra las palabras. Mueve la cabeza para los lados. Parece incrédula y, según me parece captar, aliviada y gratamente sorprendida. El color ha regresado de forma sutil a sus mejillas y un amago de sonrisa aparece en su boca.

La enfermera joven le pregunta con la mirada si el ramo es de él. Ella niega con un delicado gesto de la cabeza, mientras unas lágrimas se escapan de sus ojos. Unas lágrimas distintas. Lee en voz alta la nota: «Gracias por hacer de este día un día más largo, más intenso. Gracias por sacudirme. Gracias por recordarme el color de las flores. Gracias por avivar el tiempo».

Judit se quita las lágrimas con la mano mientras sonríe como la primavera. La enfermera joven sigue interrogándola con la mirada. Ella dice: «Firmado: un enfermo tal vez imaginario».

 

P.D. Dedico este relato a F. D. Gracias por regalarme un espejo luminoso donde mirarme. Gracias por llenar de sol la ventana que abro cada viernes. Gracias por permitirme entrar en su tiempo y en espacio.

 

 

 

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