Es de madrugada y hace frío. No consigo entrar en calor a pesar de las mantas y el pequeño radiador que he encendido. La casa lleva vacía unas semanas y cuesta caldearla, pero no me importa, ahora mismo el frío es el menor de mis problemas. Me envuelvo en otra manta y me tumbo en el sofá. Estoy en la casa de campo que unos amigos me han prestado para evitar que haga cualquier tontería. Una especie de cabaña algo destartalada a la que llegué hace tres días con mi pequeña maleta.
La luz de la lamparita que hay en la mesa de al lado es suficiente para leer, pero no me apetece coger el libro electrónico. Es curioso, tuve que salir de mi casa a marchas forzadas y recoger mis cosas en una hora. Ese es el plazo que me dio. Ignoro si tenía derecho a hacerlo, pero yo obedecí. Eché unas cuantas prendas a lo loco, estaba fuera de mí, pero sí recuerdo que tuve unos segundos de consciencia para no olvidar el cargador del móvil y el libro electrónico. No sé cuánta batería le queda, espero que sea suficiente para unos días.
La lectura es el lugar donde siempre me he refugiado, pero en los últimos años se ha convertido es un verdadero salvavidas. En mis momentos de zozobra, leo; cuando estoy triste, leo; cuando los niños están dormidos y Julio no ha llegado todavía o está demasiado cansado para que cenemos juntos, leo; cuando Miguel espacia sus llamadas y nuestros encuentros, leo.
Lo digo en presente, se nota que sigo trastornada. Pero es pasado. Todo ha pasado ya. En mi cabeza, en mi estómago, en mis piernas, sin embargo, todo sigue sucediendo. Una y otra vez. Una y otra vez.
El viento se cuela a través de las ventanas de madera. La chimenea está vacía. No tengo fuerzas para prepararla, creo que tampoco sabría. Cierro los ojos y, por unos instantes, me imagino tumbada en el suelo sobre una alfombra de pelo beis; a mi lado el fuego crepita y yo doy sorbos a una copa de vino mientras devoro el último libro de Richard Ford. La escena me gusta, me sugestiona, la veo de forma tan nítida que casi me la creo. Pero cuando abro los ojos la escena es otra bien distinta. Una chimenea vacía, un salón frío, un vaso de agua y una mujer derrotada envuelta en mantas y echada en el sofá como un despojo.
Todo vuelve a empezar en mi cabeza y creo que voy a enloquecer. Puta. Traidora. Sucia. Guarra. Cómo has podido. Se va a enterar todo el pueblo. Puta. Asquerosa. Te voy a hacer la vida imposible. Tres años. Tres. Con ese. ¿Cómo has podido? Puta. Y la cara de Julio enrojecida y la saliva proyectándose en mi cara.
Me incorporo del sofá como un resorte. Me quito de golpe todas las mantas y termino de un trago el agua que queda en el vaso. ¿Desde cuándo hace tanto calor en esta sala? Quiero levantarme, pero las piernas no me aguantan. Busco el libro electrónico, pero no lo encuentro, lo he debido dejar en la habitación.
Leer. Tengo que leer. Lo que sea. Rápido. Alargo la mano y cojo una revista de la balda que hay debajo de la mesa. Más allá se llama. Sí, quiero ir más allá, tan lejos que nadie me vea, ni yo misma. Más allá de hoy, más allá de mañana, más allá de los últimos años.
Abro la revista por cualquier página y leo: «Cada vez más personas están sugiriendo que el tiempo se está acelerando. Muchos de vosotros seguramente alguna vez habréis notado que el tiempo pasa más deprisa, que no nos cunde. Todo esto tiene una explicación científica». El tema parece insustancial, pero necesito seguir leyendo. Lo que sea. La periodista explica que los científicos descubrieron hace ya muchos años que la Tierra giraba sobre su eje a 7.8 hz. Otros hablan de que el planeta emite un pulso, algo comparable con el latido del corazón.
«El corazón de la Tierra», pienso.
Este pulso se ha mantenido estable en 7,8 ciclos por segundo durante miles de años, explica. Sin embargo, unas décadas atrás los latidos del corazón de la Tierra comenzaron a acelerarse y ahora el planeta está girando a 12 hz. La rotación a 7.8 hz se corresponde con las 24 horas del día, en cambio al aumentar la velocidad hasta 12 hz el día dura 16 horas.
«Esa es la clave, dice la revista. Seguimos midiendo el día con las 24 horas de siempre. Ese es el tiempo real, pero la percepción del tiempo ha cambiado; al aumentar la velocidad de rotación parece que todo pasa más deprisa. Nuestro reloj interno se desajusta».
De pronto, me vuelve a entrar frío. Me arropo con las mantas y me tumbo en el sofá. ¿Acaso es la aceleración de la rotación de la Tierra la responsable de que mi reloj interno se haya desajustado? ¿De que mi matrimonio se convirtiera en una agonía? ¿De que me creyera que Miguel iba a dejar a su mujer para irnos a vivir juntos con los niños a una nueva casa donde nunca iba a hacer frío?
Retomo la lectura. Algunos científicos creen que la rotación de la Tierra puede seguir acelerándose hasta llegar a los 13 hz. Y cuando el pulso llegue a los 13 ciclos por segundo, la Tierra dejará de girar sobre su eje. Se mantendrá fija alrededor de tres días y luego comenzará a girar en otra dirección.
Los latidos de la Tierra. La resonancia de Schumann.
Pienso en la Tierra girando cada vez más rápido. Miro el dibujo de la revista, la rotación del planeta sobre su eje y su rotación diagonal respecto al Sol. Si la velocidad siguiera aumentando, también aumentaría la rotación diagonal y, en algún momento, la Tierra se daría la vuelta invirtiendo los polos.
Tres días. Tres días de oscuridad.
Yo también llevo tres días en esta casa. Tres días de frío y oscuridad después de tres años de vivir una especie de doble vida, una nebulosa. Julio, Miguel, los niños. Los niños. Quiero verlos, quiero estar con mis niños. Puta. Haberlo pensado antes. No te mereces nada. La cara de Julio encendida y su boca arrojando saliva mientras me insulta. Tres días en el infierno.
La revista se escurre de mis manos heladas y cierro los ojos. Pienso en el corazón de la Tierra latiendo. Latiendo tan fuerte y tan rápido hasta hacerla girar como una peonza loca. Cuanto menos siento mi propio latido más siento el corazón de la Tierra. ¿Me estoy volviendo loca?
¿Y si después de tres días de oscuridad los polos se invierten de verdad? ¿Y si la Tierra se diera la vuelta? ¿Y si cuando abra los ojos no estoy sola en este salón frío sino en mi casa con mis hijos viendo la tele mientras cenamos y es Julio el que se ha ido dejándonos en paz para siempre?
Los latidos de la Tierra.
La cabeza me da vueltas y creo que voy a perder el sentido. El corazón se acelera. Lo noto. Cada vez más rápido. No sé si tengo los ojos abiertos o cerrados. No sé si hace frío o calor. No sé si es de día o de noche. Tres días. Tres. Tres años. Tres.
El pulso es cada vez más rápido, todo gira y gira. ¿Qué puede suceder dentro de tres segundos, de tres minutos? Consigo que entre aire en mis pulmones y me dejo llevar por el vértigo. La rotación de la Tierra. El corazón de la Tierra. Sus latidos al compás de los míos. Los escucho. Los siento. A la par. Sincronizados.
Abro la boca y consigo volver a respirar. Luego, la nada, una especie de vacío donde no hay dolor, no hay recuerdos, no hay culpa, no hay futuro, no hay nada. Sueño que mi corazón y el corazón de la Tierra laten con el mismo ritmo, la misma sintonía. Entonces, abro los ojos de nuevo y me doy cuenta de que está amaneciendo.
Una luz pálida atraviesa la delgada cortina. Un nuevo día. Otro latido.
¡ Qué preciosidad más intensa !