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No dije nada a nadie. No tenía fuerzas y, además, no me interesaba su opinión. Ni la de mis padres, ni la de mi hermana, ni la de mis amigos, ni la de la psicóloga. Había sido un acto impulsivo: pasaba por delante de una agencia de viajes, me paré a ver una foto de una aurora boreal que tenían en el escaparate, miré hacia arriba, vi que se llamaba Tierras Polares, entré y en menos de media hora había contratado un viaje a las islas Lofoten, al norte de Noruega, para dentro de una semana.

Había pasado un año desde que ella murió y no había hecho otra cosa que intentar sobrevivir. Básicamente, mi vida en los últimos doce meses se había reducido a llorar, pensar, recordar, caminar y medicarme para no volverme loco. Más que caminar, deambular. Cada mañana, cuando conseguía volver a la realidad después de una noche de insomnio y pastillas, me duchaba, salía a la calle y me ponía a andar. Sin dirección fija, sin ningún objetivo más que el moverme de un sitio a otro.

Era viudo. Estaba depresivo. Estaba de baja. Podía hacer lo que me diera la gana.

Todos trataban de ver en mis «paseos» matinales algo positivo, al menos yo estaba haciendo «algo», salía de casa, me duchaba y me vestía dignamente, en lugar de quedarme encerrado en mi cuarto viendo la tele o borracho. La realidad era que ni yo mismo sabía por qué lo hacía. Mis caminatas no tenían ningún objetivo: simplemente era algo que hacía cada mañana.

Faltaban catorce días para que se cumpliera un año de la muerte de Luz y los días me pesaban cada vez más. Nadie se atrevía a abordar directamente el tema. Las palabras «aniversario», «misa» o «funeral» debían andar en la mente de más de uno, sobre todo de mi madre, pero nadie decía nada. Se dedicaban a mandarme mensajes para tener la tranquilidad de que seguía ahí, aunque fuera deambulando, temiendo que llegara el 15 de marzo y el mundo se hundiera a mis pies. Yo también sentía que cada día que pasaba respiraba un poco peor, y las piernas apenas me sostenían. Ignoraba qué podía suceder el 15 de marzo, qué iba a hacer, cómo iba a poder sobrevivir a ese día.

Aquella mañana, tenía una nebulosa en la cabeza. Me había tomado el doble de somníferos y, aunque recorría las calles sin detenerme ni ver nada, algo hizo que me parara delante de ese escaparate. Ver esa foto de una aurora boreal debería haberme hecho caer al suelo, desplomado sin conciencia, o debería haberme producido un paro cardiaco; sin embargo, me quedé mirándola y sin que mediara el pensamiento ni el entendimiento entré y contraté el viaje. El sueño de Luz siempre había sido ver una aurora boreal. Y yo había hecho el imbécil creyendo que teníamos toda la vida por delante para hacerlo.

Fui a una tienda especializada y me compré toda la equipación necesaria. El día antes del viaje, escribí un mensaje a mis padres, hermana y amigos para decirles que me marchaba una semana al norte de Noruega de viaje, y maticé que era organizado para que se quedaran tranquilos.

Preparé una mochila grande y otra de mano y me subí al avión sin tener muy claro qué estaba haciendo. Tras hacer escala en Oslo, llegué a Evenes por la noche. En ese aeropuerto frío y pequeño, conocí a las personas que formaban mi grupo. Debían venir en el mismo vuelo, pero no me había fijado en ninguno de ellos: una pareja con un hijo adolescente, un chico portugués y un matrimonio de Tenerife. El guía se presentó. Se llamaba Daniel y enseguida nos llevó a la furgoneta. Hacía dieciocho grados bajo cero y yo no tenía ganas de hablar con nadie. Me senté a su lado sin dar explicaciones, mientras el resto se acomodaba en los asientos traseros.

En el breve trayecto hasta el albergue, Daniel nos fue preguntando de dónde éramos y si conocíamos Noruega. Era una manera amable de iniciar la convivencia de una semana y todos respondieron con ganas a sus preguntas. Cuando todos acabaron, se hizo un silencio y Daniel giró un segundo la cabeza para mirarme, pero no dijo nada. Nadie dijo nada. Yo me limité a seguir mirando hacia adelante y contemplar los copos que caían sobre la carretera nevada.

La dinámica era levantarnos pronto, desayunar juntos en la cabaña y dedicar el día para conocer esas islas extrañas, los fiordos, los lagos helados, los pueblos pesqueros y hacer excursiones por aquella nieve que lo inundaba todo. El grupo era alegre y entusiasta y Daniel un buen guía. Tenía experiencia en llevar grupos y enseguida me di cuenta de que era un tipo especial, alguien que conocía bien la naturaleza humana.

Yo estaba casi todo el tiempo callado; apenas murmuraba unas palabras de agradecimiento cuando compartíamos el desayuno o cuando, por la noche, el tinerfeño, con la ayuda del resto, preparaba la cena con el bacalao, el salmón y las verduras que comparaba Daniel. Mi mutismo, sorprendentemente, no incomodaba a nadie. Cada uno habíamos ocupado nuestro lugar en el grupo y mi silencio no parecía ser un problema.

Todas las noches intentábamos ver auroras boreales. En el momento de salir, se me encogía el corazón y, por momentos, creía que no iba a ser capaz de dar los pasos necesarios para salir de la cabaña. Cada noche, Daniel, que vivía allí, me tomaba con cuidado del brazo y me ayudaba a salir. Sin soltarme, pero apenas haciendo presión, caminaba conmigo hasta dejar atrás las luces de la cabaña y situarnos en medio de un camino oscuro desde donde esperábamos ver esas luces verdes, que hasta el momento no habían aparecido.

Él las había visto muchas veces, claro, pero parecía un espectáculo mágico que uno no se cansa de ver nunca. Cada noche, yo entraba en la misma pelea: quería ver una aurora boreal, quería regalársela a Luz, aunque fuera tarde, quería que supiera que la seguía queriendo, que seguía pensando en ella cada día, cada hora, cada instante. Quería que supiera que nunca me perdonaría haber sido tan imbécil de no haber comprendido que la vida es ahora y que ella y yo podíamos estar en estos momentos, como la pareja de Tenerife, cogidos del brazo en las islas Lofoten en medio de la noche a veinte grados bajo cero mirando al cielo para presenciar el milagro de una aurora boreal.

Al mismo tiempo, no sabía si iba a ser capaz de soportarlo, de ver una aurora boreal sin ella, de estar allí, con gente a la que conocía de nada, contemplando ese espectáculo que debía haber sido algo íntimo entre ella y yo. Aquellas batallas internas me dejaban agotado. Sin embargo, a pesar de que todas las noches el cielo estaba despejado, no logramos ver ninguna aurora boreal, lo que me agobiaba y liberaba a partes iguales.

La naturaleza brutal y primitiva de aquel lugar hizo que, durante aquellos días, se produjera una especie de milagro: la imagen de la nieve virgen y perpetua, de los enormes lagos helados, los fiordos, las pequeñas islas y las imponentes montañas era tan descomunal y extraordinaria que, por segundos, conseguía que dentro de mí los pensamientos y las emociones desaparecieran hasta rozar el silencio absoluto. Y en ese silencio yo conseguía descansar, aunque fuera por unos instantes, como si fuera un espacio sagrado donde no había nada: ni voces, ni recuerdos, ni miedo, ni angustia. Nada. No había nada.

En las excursiones que hacíamos, me acostumbré a cerrar los ojos de vez en cuando para concentrarme en cada pisada sobre la nieve y percibir el crujido, la sensación de la bota hundiéndose en esa masa blanca, brillante, esponjosa, sentir el frío cortante en las mejillas, el silencio amortiguado, mullido, y el sol tenue de esa latitud haciendo reflejos extraños en el agua…

La última tarde visitamos un centro especializado en auroras boreales, donde un matrimonio holandés nos iba a explicar cómo y por qué se producen esas luces. Parece que Rohn y Marija llevaban doce años viviendo allí desde que, fascinados por este fenómeno, se habían dado cuenta de que Laukvik era un lugar especial para verlas. Durante todos esos años, Rohn había desarrollado un sistema de medición y predicción de las auroras, mientras Marija se dedicaba a fotografiarlas.

Yo estaba especialmente taciturno. El viaje se acababa y, no sé si para bien o para mal, no habíamos conseguido ver ninguna aurora boreal. Las noches habían estado despejadas, pero, a pesar de eso, no se habían cumplido las predicciones que el mismo Rohn le facilitaba a Daniel cada día. Yo no quería estar allí, no quería conocer a ese personaje, del que desconfiaba abiertamente, no quería saber nada de auroras boreales.

No quería que Luz hubiese muerto.  No quería estar solo.

Rohn parecía un loco y su mujer, una mujer de otro tiempo. Su laboratorio estaba lleno de instrumentos extraños, como de ciencia-ficción, de los que salían papeles impresos con líneas ininteligibles. Todo el grupo parecía a sombrado y encantado, a pesar de que el cielo estaba lleno de nubes y era imposible ver una aurora boreal en esas condiciones.

Rohn comenzó su explicación en un inglés básico. Yo, sentado en una de las sillas del fondo de la sala, cerré los ojos. No quería ver ninguna foto. Rogué para que el sueño acudiera en mi ayuda y me llevara a su territorio durante el tiempo que duraría la charla, pero no tuve suerte y las palabras de aquel hombre extraño se fueron colando en mis oídos como si fuera un cuento susurrado en medio de la noche.

Contaba que ese fenómeno está relacionado con algo que ocurre en el Sol algunos días antes. Nos habló de los agujeros corona. Nunca había oído hablar de ellos. Me pregunté si Luz los conocía y si era así por qué no me había hablado antes de ellos. Las palabras de Rohn impidieron que volviera a meterme en una vorágine de culpa y remordimientos acerca de lo que había hecho con Luz, de lo que no había hecho con Luz, de lo que había hablado con Luz, de lo que había callado ante Luz…

No quise abrir los ojos para ver la fotografía que Marija debía estar mostrando en la pantalla que tenían preparada. Imaginé esos agujeros corona del Sol como una especie de manchas negras que funcionan a modo de ventanas por las que sale o se escapa el viento. «Viento solar», dije para mis adentros. A Luz le habría gustado, estaba seguro. Las partículas que componían ese viento solar eran atraídas por los polos magnéticos de la Tierra y eso hacía que, en el norte de Noruega, Islandia y Finlandia, por ejemplo, se pudieran ver auroras boreales.

Sus palabras eran embriagadoras y el timbre de su voz, que yo captaba con más nitidez al tener los ojos cerrados, envolvía en una especie de misterio sus explicaciones. Le gustaba mucho decir la palabra «quiet», la repetía a menudo, como degustándola. Explicaba que el Sol tenía periodos de tranquilidad y actividad durante ciclos de aproximadamente once años y que ahora el astro estaba en fase de poca actividad. «Quiet». De vez en cuando, apelaba a Marija, que debía estar mostrando alguna de sus fotografías en la pantalla. Yo continuaba con los ojos cerrados, mecido por las palabras de aquel hombre extraño y apasionado. Decía que cuando el Sol tiene un periodo de calma, las «luces del norte» solo se pueden ver en un área pequeña alrededor del polo magnético, la llamada zona auroral, justo donde nosotros estábamos.

«¿Por qué no las habíamos visto nosotros entonces?», le pregunté con desprecio para mis adentros.

Cuando el Sol está tranquilo, los agujeros corona están más presentes y dejan escapar ese polvo mágico compuesto de electrones y protones que chocan con el campo magnético de la Tierra y nos regalan ese efecto visual del que Luz estaba enamorada. A ella le habría encantado Rohn. Le habría fascinado escuchar todo lo que decía. De alguna manera, también a mí me parecía que todo lo que explicaba Rohn era fascinante, pero, al mismo tiempo, que todo era mentira.

En la sala había un monitor que mostraba una línea verde, como esos aparatos de los hospitales que indican la actividad del corazón. Si esa línea se movía hacia arriba o hacia abajo, era señal de actividad y había que salir de la cabaña para ver una aurora. Eso había pasado. Nos lo contó Daniel y el mismo Rohn lo recordó, aunque esa noche podíamos estar tranquilos porque las nubes no nos las iban a dejar ver. Al finalizar la charla añadió algo que me molestó sobremanera: dijo que, a pesar de todos sus estudios, sus mediciones, sus predicciones, sus aparatos y su tecnología, las auroras tenían algo mágico que escapaba al control del hombre.

Estuve a punto de gritar, de decirle que a cuento de qué venía entonces todo ese montaje suyo, ese laboratorio que parecía inventado, toda esa explicación, todo ese tinglado que tenían montado. Marija nos ofreció un té con unas galletas y Rohn nos invitó a visitar la sala contigua donde estaban todos sus cacharros.

Yo no podía más, así que abrí los ojos y sin decir nada me puse el abrigo y salí. La noche era heladora. Miré al cielo y vi, efectivamente, que estabo llena de nubes. Las maldije. Y me maldije a mí mismo por haber tenido la idea absurda de hacer ese viaje. Maldije a Luz por haberse ido, por haberme dejado solo, por lo haberme dado la oportunidad de regalarle una aurora boreal. No podía contener las lágrimas y empecé a dar patadas a la nieve, que se dispersaba en todas direcciones.

Al cabo de un rato, sudando y con las lágrimas en las mejillas, vi que el grupo salía de la casa. No quise acercarme. No quise despedirme de Marija y de Rohn y decirles que eran unos estafadores. Que todo aquello era mentira. No habíamos visto una aurora boreal en aquellos días, a pesar de sus estudiadas predicciones, sus agujeros corona y toda esa parafernalia.

En el camino, el grupo iba comentado lo maravilloso que les había parecido todo y lo encantadora que era la pareja que formaban los holandeses, al tiempo que se lamentaban de que nos tuviéramos que ir sin ver una aurora boreal.

Esa noche cenamos pronto. Al día siguiente teníamos que salir a las cuatro de la madrugada hacia el aeropuerto. Me metí en la cama en un estado lamentable. Como me ocurrió cuando Luz se fue, me dolía mucho la espalda y la cabeza. No quise tomarme nada, en los últimos meses, salvo las pastillas para dormir y evitar enloquecer, me había negado a tomar ningún tipo de calmante. Era una manera de machacarme. La psicóloga decía que eso no tenía ningún sentido, que tenía que dejar de hacerme daño. Yo la miraba con los ojos vacíos y dejaba que siguiera hablando hasta que me cansaba y salía de la consulta sin despedirme.

Cuando todo quedó en silencio, me levanté como pude, me abrigué y salí de la cabaña. Miré el reloj. La una de la madrugada. La una de la madrugada del 15 de marzo. Un año. Un año sin Luz. Un año sin vida. Un año de mierda.

Apenas si podía andar, así que me pegué a la pared de madera de la cabaña y miré al cielo. Como si fuera una especie de ilusión óptica, vi que estaba despejado. No se veía ni una nube. Bajé la cabeza y me quedé mirando la nieve que cubría el suelo. La miré durante mucho rato hasta que su blancura y el silencio de la noche me regalaron unos instantes de vacío. Unos instantes donde, como ya me había ocurrido otras veces en ese viaje, no sentía nada. No pensaba nada. No quería nada. No era nada.

Cuando salí de ese espacio en blanco levanté la mirada hacia el cielo y vi que una luz verde muy intensa empezaba a hacer formas en la oscuridad del firmamento. Como si estuviera jugando. Parecía irreal y, sin embargo, la estaba viendo. Estaba viendo una aurora boreal. Me quité con el guante las lágrimas que sin darme cuenta habían asomado a mis ojos para poder disfrutar de ese espectáculo que era realmente mágico, tal y como todo el mundo decía.

Las luces verdes bajaban en una especie de polvo que se movía insinuante haciendo figuras que se transformaban y componían formas hermosas e hipnotizantes. Quise bajar la vista para volver a la nieve, para volver al vacío, para no verlas. Quería castigarme una vez más, pero algo me impedía hacerlo. Seguí mirando extasiado esas luces extrañas y sugerentes y lo vi. Vi una forma que reconocí al instante. Era una hermosa pierna de mujer, delicada, elegante, rodeada de una luz verde más sutil. Era la pierna de Luz, aquella que yo acariciaba cada noche antes de quedarme dormido, que me anclaba a la tierra y que hacía que el mundo fuera algo que tenía sentido.

Al verla, entendí esa frase de Hawking que ella repetía a menudo: «La vida sería trágica si no fuese divertida». Respiré profundamente y una ráfaga de aire puro y frío ensanchó mi pecho hasta llenarme por completo. Y allí, en el silencio de la noche, en medio de la nieve, guardando en cada célula la imagen que acaba de ver, sentí los latidos de mi corazón por primera vez en mucho tiempo. El corazón latía. Y yo volvía a la vida de nuevo.

 

P. D.: Gracias, amor, por hacer realidad mi sueño.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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