Me llamo Remedios y tengo cuarenta y cinco años. Los mismos que llevo avergonzada de llamarme Remedios. Los mismos que llevo culpando a mi madre de haberme puesto el mismo nombre que mi abuela. La abuela Reme. La Reme. Reme.
Todavía se me pone la piel de gallina cada vez que alguien me llama Reme. Cuando las letras de la palabra Reme quedan flotando en el aire y consiguen juntarse para formar ese vocablo humilde, de tan solo cuatro letras, empiezo a notar cómo los vaqueros se van deshaciendo, cómo la camiseta o el jersey o la prenda que en ese momento lleve puesta empieza a evaporarse poco a poco, a descorporeizarse, a hacerse humo, y en su lugar algo etéreo comienza a solidificarse. Y ese tránsito, como ensoñado, se hace real y de pronto me veo vestida con una bata de flores. La bata de flores de la abuela. Y mis pies ya no llevan deportivas, sino unas zapatillas negras de felpa con una cremallera en el centro que no termina de cerrarse debido a los pies hinchados y viejos. Y mi pelo no es mi pelo. Mi pelo ya no es denso y liso, ni brilla. Son una especie de hilos finos plateados y amarillentos, escasos, peinados para atrás, que dejan libre una frente arrugada y triste. Y entonces, me quedo paralizada, y no me atrevo a abrir los ojos. Solo los aprieto aún más hasta que fuerzo la aparición de unas estrellitas intermitentes, que van y vienen, que a veces me hacen daño en los ojos, pero que me dan la sensación de estar en el universo. Y entonces, solo entonces, ya me da igual la abuela Reme, mi madre, mis hijos y yo misma.
Solo que esa estancia en ese espacio soñado y anhelado no dura mucho tiempo. Y cuando las estrellas desaparecen, cuando las luces se apagan, mis ojos, sin pedir permiso, se abren. Tardo unos instantes todavía en atreverme a mirarme. El viento, que normalmente consigue alterar mis nervios porque descoloca las cosas y las mueve a veces sin sentido, me devuelve a la realidad con un gesto sencillo que siempre agradezco. Alborota mi melena y provoca que alguna hebra de pelo castaño, abundante y fino se pegue a mi mejilla. Y solo en ese momento me doy cuenta de que he estado aguantando la respiración más de la cuenta. Solo en ese momento suelto todo el aire acumulado, doloroso, y tomo conciencia de que soy yo. Remedios.
No Rem, como alguna compañera del trabajo me llama de vez en cuando, creo que con intención cariñosa. Rem me suena a REM, a esa fase del sueño paradójico o desincronizado en la que tendemos a soñar vívidamente. Yo quiero soñar y no soñar al mismo tiempo. A veces me harto de soñar. Y a veces me harto también de mi propia realidad. Quizás sea por esa paradoja que no me gusta REM, ni Rem.
Remedios. El nombre a veces es cómico. De una comicidad un poco triste y enfadada. Hoy mi nombre me ha hecho reír. Hoy le he pillado la gracia. Y ahora, a la orilla de este mar que casi no veo en esta noche fría de primavera, vuelvo a sonreír al recordarlo. Soy el cabeza de mi familia. O soy la cabeza de mi familia, no sé cómo decirlo todavía. Está mi madre, están mis tres hijos, de 17, 12 y 9 años, y estoy yo. Al frente de todos ellos. Cada uno ayuda como puede, pero yo soy la que mantiene a este grupo. La ayuda de mis dos exmaridos es insuficiente y llega cuando llega. La pensión de viudedad de mi madre es escasa. Así que es mi sueldo el que nos da de comer y nos viste y nos calza. Lo hace humildemente, pero eso hace tiempo que dejó de importarnos a todos. O eso creo. La mayor igual no piensa lo mismo, pero no dice nada. Bastante tiene con llorar cada noche por ese novio que la dejó hace tres meses y que hace que no salga de la cama.
Pero no pretendo dar pena. Lo cierto es que vivimos bien, aunque no nos riamos mucho. La risa no es frecuente en mi casa, hay demasiadas cosas que hacer, demasiado trabajo, demasiados deberes, demasiadas comidas que preparar, demasiados lloros de mi hija, demasiadas extraescolares de los dos pequeños, demasiados suspiros de mi madre.
Sin embargo, hoy me he reído, sí. Hoy me he reído de lo lindo, tanto que luego me dolía la tripa, con ese dolor como de agujetas que hacía tiempo que no sentía. Como cuando era joven y me juntaba con mis amigas y nos reíamos de nada y la propia risa provocaba más risa y dolor de tripa. Mucho dolor de tripa y de mandíbulas.
Hoy no me ha dolido la mandíbula, pero sí he notado esa sensación de movimiento en las entrañas, algo se ha movido dentro de mí, se ha descolocado. Y me he tenido que limpiar las lágrimas con la manga. Y todo por un Don. Un Don que aparecía así, con inicial mayúscula, en el nuevo boletín de notas de mis hijos. Y seguido de un: «Firma del padre». Ni siquiera me he dado cuenta al principio, solo quería que las notas de mis hijos fueran lo suficientemente buenas para que no aparecieran suspensos y con ellos clases de refuerzo y más horas extra de trabajo. Ha sido él, Dani, quien ha señalado: «Pero aquí no hay padre, mamá». Y entonces, algo ha explotado dentro de mí. Algo caliente y frío al mismo tiempo, frío como esta noche en la playa.
Dani me miraba. Yo miraba el boletín de notas. Y el boletín de notas me dolía. Me dolía mucho. Así que he abierto el cajón de la cocina, el que hay debajo de la tele pequeña, y que siempre está un poco pringoso, he cogido un bolígrafo rojo y he pensado: «¿No me llamo Remedios? Pues para algo tiene que valer este nombre. Voy a ponerle remedio a esto». Y he tachado el Don hasta casi romper el papel y he puesto Doña. Y donde ponía Firma del padre he puesto Firma de la madre. Y luego con letra un poco infantil REMEDIOS. Así, todo en mayúscula, seguido de mi apellido. HERRANZ. También en mayúscula. Y luego una raya por debajo. No sé para qué. Acaso para darle un aire de firma de persona adulta.
Dani seguía mirándome. Yo seguía mirando el boletín de notas. Pero el boletín de notas ya no me dolía. Ahora me hacía gracia, tanta que me he echado a reír como una loca, tanto que hasta he dado dos o tres manotazos en la mesa mientras notaba cómo me empezaba a doler la tripa y alguna lágrima se me escapaba. Dani seguía mirándome, pero enseguida se ha puesto a reír también. Y allí estábamos los dos, carcajeándonos hasta no poder más. Luego, sin que nos diéramos cuenta, han aparecido en la cocina mi madre y Samu. Y allí estábamos los cuatro riéndonos como tontos con el boletín un poco mojado con las lágrimas. Marina no estaba, hubiera sido demasiado que dejara de llorar para sumarse a esta orgía loca e improvisada de alegría sobrevenida, pero quién sabe si quizás ha detenido su lloro por unos momentos, asombrada ante nuestras risas histéricas y descontroladas. Cuando nos hemos calmado, he cogido el boletín de notas de Samu y he hecho lo mismo. Y cuando tenía los dos boletines delante los he mirado y he añadido debajo de cada raya de esa especie de firma infantil: CABEZA DE FAMILIA. También en mayúsculas.
Ahora también sonrío en esta playa a la que he venido sin saber muy bien a qué. Ni por qué. La noche no es templada. La playa está desierta. Y la débil luz de una farola lejana no llega a iluminar el mar, que está oscuro y me da un poco de miedo. No es romántico, ni siquiera hay luna llena. Solo estoy yo y la arena fría en la que me acabo de sentar. Pero quiero sentir ese frío, así que me quito las deportivas y me deshago de los calcetines, que dejo hechos una bolita dentro de las zapatillas. Empiezo a mover los pies haciendo semicírculos en la arena y observo mis uñas dejadas y demasiado largas. Sin pintar. Unas uñas nada femeninas. Y unos pies que necesitarían una pedicura de esas que te hacen en esos sitios donde te los meten en un recipiente y luego te los liman y te los masajean. Y luego te dan una de esas cremas que huelen tan bien y te pintan las uñas con uno de esos colores maravillosos que hacen que cuando te pones sandalias no puedas parar de mirártelos.
A mí nadie me mira los pies. No lo hacía mi exmarido (tampoco el primero ahora que lo pienso), al que creo que le repugnaban un poco porque siempre los tengo fríos, ni me los miro yo misma. Tampoco me los ha mirado ningún otro hombre desde que me divorcié hace año y medio. Ni los pies, ni las piernas, ni los brazos, ni la tripa, ni los pechos. Menos aún mi sexo, tan abandonado y tan sediento. Y allí, sentada en la arena húmeda, me quito lo pantalones y el jersey. No tirito, pero se me pone la piel de gallina. Y me acuerdo de la caricia de Dani esta tarde en el cine. Hemos ido los tres para celebrar sus notas. No han suspendido nada. Y allí, en la sala, mientras Samu veía embelesado la película, Dani ha pasado su pequeño brazo torpemente por encima de mi cuello y me ha dicho: «Te quiero, mamá». Y yo, Remedios Herranz, he pensado que para qué quiero un hombre si tengo a esta criatura que me quiere hasta más allá de donde yo pueda imaginar.
Pero no me engaño, desde hace unos meses necesito un hombre. Quiero un hombre. Un hombre que me acaricie los pies, las piernas, los pechos, la tripa, el sexo y que me dé placer. Un placer que borre todo lo anterior, un placer que me haga ver esas estrellas que surgen cuando cierro muy fuerte los ojos para no ser la abuela Reme, y que explote, húmedo y ansioso, hasta querer más y más.
No sé si es por el calor que me ha entrado o por qué, me quito la camiseta y me quedo así, en bragas y sujetador, escuchado el murmullo del mar. Un murmullo tan pegado a mi vida que a veces ni lo oigo.
Pero ahora sí, ahora lo escucho. Y lo entiendo. Y me llama. Y yo obedezco. Me desprendo de las bragas y del sujetador. Me pongo de pie y avanzo. No me sobresalto al contacto de mis pies con el agua y sigo avanzado en ese mar oscuro y frío. Tampoco tengo miedo.
Cuando el agua me llega por el cuello, miro hacia el cielo y veo, por primera vez, las estrellas. Con los ojos bien abiertos, no como cuando los cierro con fuerza para no ser la abuela Reme. Y entonces, justo antes de meter la cabeza debajo del agua, miro otra vez las estrellas, sonrío y digo en alto: «Me llamo Remedios. Remedios Herranz».
Preciosa historia con la que me identifico en tantas cosas…. Esa risa con las amigas que provoca dolor de tripa y agujetas, esos pies fríos,… Y esa labor que todas nosotras no debemos obviar: corregir todos esos papeles que llegan a nuestras manos donde por la fuerza de la «mala» costumbre solo aparece Don o padre y firmar sin pudor como cabezas de familia aunque sea cabeza de familia compartida. Preciosa historia.
Gracias, Deiane, ya sabes que compartimos muchas cosas. Y sí, está en nuestra mano hacer ese tipo de gestos, ¿verdad?
Excelente relato!!! Ágil, vivo, divertido, rebelde,… Enhorabuena Reme por no «ceder en la lucha» (aunque sea poco a poco se irán cambiando ciertas costumbres «prehistóricas»). Enhorabuena Elena