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Mezclas

Hay sustancias que se mezclan en cualquier proporción sin saturarse nunca, como el alcohol y el agua, y otras que no se mezclan en ninguna proporción, como el agua y el aceite. Y hay otros casos, como el fenol y el agua, que se disuelven tan solo hasta cierta proporción. En este caso, la solubilidad aumenta con la temperatura y puede alcanzarse un punto en el cual los dos líquidos sean completamente miscibles, tal como la mezcla de agua y fenol a 65,9 °C.
Leí estas palabras en un libro de física y química que un chico había dejado abierto encima de la mesa de la sala de espera del dentista. Yo ya había hojeado una revista de viajes y estaba con la mirada perdida cuando mis ojos se posaron en las páginas abiertas del libro de texto. No parecía nuevo, quizás era un libro heredado, y de los diferentes párrafos, este estaba destacado con un subrayador de color naranja fosforito. Quizá fue eso, el color, lo que atrajo mi mirada, o tal vez el aburrimiento o el pánico que me daba la endodoncia que me iba a practicar. Puede ser que el chico también hubiera sido presa del pánico cuando había entrado a la sala y por eso había abandonado su libro allí.
Me incliné un poco más, sin atreverme a cogerlo entre las manos, y seguí leyendo. No estaba entendiendo nada, en realidad, pero algo en ese lenguaje me atraía y hacía que no pudiera parar de leer. Hablaba de soluto, hablaba de solubilidad, hablaba de disolución saturada. Y de otra palabra que me fascinó enseguida: miscibilidad.
Permanecí unos minutos con los ojos cerrados saboreando aquellas palabras, dejando que vagaran y se deslizaran dentro de mi cabeza hasta formar unas imágenes extrañas que daban lugar a formas aún más singulares. Esos términos se habían transformado en mi mente en una especie de nubes marrones que se tornaban, a medida que las iba olvidando, en una especie de bruma que acabó extinguiéndose cuando la voz de la enfermera me avisó de que era mi turno. Abrí los ojos de golpe, desorientado, y tardé unos segundos en reaccionar y en darme cuenta de dónde estaba y para qué. La enfermera esperaba estoica en la puerta, seguramente acostumbrada a pacientes que en esa sala caían en una especie de duermevela inducido por el calor y la música de fondo. Como no venía al caso que le explicara que yo no me había dormido, sino que me había ensoñado a raíz de algo que había leído en un libro de física y química, lo dejé estar y, todavía aturdido, me dejé conducir a al lugar donde me iban a hacer la endodoncia. Era la primera vez y estaba nervioso, aunque el atolondramiento hizo que mi mente permaneciera un tanto difusa durante el proceso y lo viviera, en cierta manera, como algo que estaba pasando y no estaba pasando al mismo tiempo.
Llegué a casa cansado y con media boca anestesiada. Marisa no estaba y Nuria, que cenaba en esos momentos, me informó de que su madre estaba en la presentación del libro de poesía de uno de sus amigos. Ninguno de los dos prestábamos demasiada atención a las actividades (muchas y variopintas) de Marisa, que iba y venía llena de libros, de folletos de exposiciones y de conciertos sin comprender cómo Nuria y yo podíamos vivir sin aquellos alicientes. Mi hija tenía los suyos, que no eran pocos: ir aprobando primero de bachillerato y hablar horas y horas por teléfono o escribir wasaps con sus amigas. El tiempo, sobre todo por lo segundo, no le daba para más. En mi caso, no tenía excusa: salía de la carpintería sobre las seis y media y como mucho para las siete y media estaba en casa. Eso me dejaba tiempo suficiente para hacer maravillas, según Marisa, que no concebía que el simple hecho de no hacer nada, más que darme una ducha larga y si acaso leer alguna entrada de la Enciclopedia Universal antes de cenar pudiera tener el más mínimo sentido. Ella era así, activa, alegre, organizadora, implicada, buscadora. Yo, la verdad, llevaba un tiempo sin buscar nada más que estar tranquilo y puedo decir que lo conseguía más o menos casi todos los días, salvo aquellos en lo que, acosado por el miedo de perder a Marisa, me autoinvitaba a alguno de los actos a los que ella acudía. Solía ser penoso para mí tener que departir con tanta gente, pero debo decir que me esforzaba, y mucho. Hacía como que me interesaban todos aquellos libros, todos aquellos cuadros, todos aquellos conciertos, la mayoría pésimos a mi entender. Tampoco es que Marisa se moviera entre la alta intelectualidad, vamos a reconocerlo, pero si ella era feliz y encontraba satisfacción en aquellos actos malogrados de creatividad no iba a ser yo quien se lo impidiera. Después, tenía que seguir haciendo esfuerzos, porque a Marisa, de regreso a casa, le gustaba hablar sobre lo que habíamos visto. A ella todo le parecía encomiable y a mí, más bien deplorable, aun así, en esas ocasiones yo también era feliz acompañándola y sintiendo que seguía ahí, a mi lado, por muy incomprensible que a veces me pareciera. Eso sí, aquellas incursiones me dejaban agotado y tenía que dejar pasar algunas semanas para coger las fuerzas y el valor necesarios para meterme de nuevo en el mundo artístico de Marisa.
Esa noche cené poco y mal. No tenía hambre, no había nada preparado y tras la endodoncia no me entraba ni siquiera una sopa de sobre, así que me tomé un té y mantecado y me metí en la cama. Quería esperar despierto a Marisa, pero no pude. Cerré los ojos y no debí tardar mucho en quedarme dormido. Soñé con una carroza que se tambaleaba en medio de un camino. Era una mezcla de carroza del oeste y de los Reyes Magos y estaba en bastante mal estado, lo que no impedía que avanzara por un camino polvoriento y desierto. Nadie la conducía, sin embargo. De pronto, mientras observaba la carroza en el sueño, o dentro del sueño, una palabra se presentó delante de mí: inmiscible. Yo quería cogerla, acercarme a ella, pero no paraba de moverse. Quería preguntarle qué era, qué significa, por qué aparecía en el sueño, que quería decirme, pero «inmiscible» aparecía y desaparecía a su gusto mientras la carroza avanzaba lenta y quejumbrosa por el camino.
Me desperté sudando y desorientado, como en la sala de espera del dentista, y por unos momentos no supe si todavía estaba allí esperando a que me llamara la enfermera. La respiración de Marisa me trajo de vuelta al dormitorio. Eran las cuatro de la mañana. Me levanté a hacer pis, por hacer algo, y a beber un vaso de agua, aunque no tenía nada de sed. Y allí, en la oscuridad de cocina solo rota por las luces del frigorífico, volví a ver la carreta. Quería acordarme también de la palabra, pero no estaba seguro de cómo era. Imarcesible, insensible, misible, inmi…. La imagen de la extraña carreta y el no acordarme de la palabra me estaban atormentando, así que fui al salón, encendí el móvil, que estaba cargando, y busqué en Google: «fisica y quimica inmi» y salió: inmiscible.
Lo primero que vi, lejos de tranquilizarme o de aclararme, me dejó estupefacto. Ponía: «1. adjetivo. Que no puede ser mezclado. «Una humareda saturada de partículas luminosas había desvanecido y fundido todo el interior en el caos coloidal de la fiesta inmiscible con la noche de marzo»». Me quedé, ahí, prendado de la pantalla y de esas extrañas y subyugantes palabras durante mucho tiempo. Volví a leerlas una y otra vez sin encontrar ningún sentido, pero cada vez más cautivado por ellas. Humareda saturada de partículas luminosas, caos coloidal, fiesta inmiscible con la noche de marzo… Simplemente, estaba maravillado. De pronto, me volví a acordar del libro de física y química del dentista y me vino a la mente ese párrafo subrayado de naranja fosforito. ¿Qué decía? ¿Cuáles eran esas palabras que me habían atraído tanto? Quería seguir con aquel embrujo, así que, sin pensarlo, me fui al cuarto de Nuria. Con la linterna del móvil busqué en su mesa el libro de química y física sin darme cuenta de que no me había fijado de qué curso era el que había visto en la consulta. Entre el desorden de libros y papales, no hallé nada parecido, así que me dispuse a mirar en la mochila. Nuria hizo un ruido y se giró en la cama, así que continué con mi búsqueda enfebrecida. Y allí estaba. Física y química de 1.º de Bachillerato. Salí abrazado al libro y ni siquiera me di cuenta de cerrar la puerta.
Ya en el salón, empecé a pasar páginas a lo loco. Estaba claro que no sabía bien qué buscaba, pero una fuerza me impelía a buscar de una forma desaforada y absurda. Cuando acabé de pasar todas las páginas, volví al principio y con algo más de calma lo encontré. «Tema 3. Mezclas». No era exactamente el mismo diseño, pero ahí estaba. Sustancias que se mezclan en cualquier proporción sin saturarse nunca, que son miscibles y forman una disolución, y otras que se disuelven solo hasta cierta proporción. Y otras, que no pueden ser mezcladas. Inmiscibles.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Estaba a punto de coger una libreta para apuntar todo aquello cuando de pronto apareció Marisa en el salón con el pelo revuelto y los ojos achinados.
—¿Qué haces?
—Nada —dije de forma absurda.
Allí estaba, en pijama a las cuatro de la mañana y alumbrando con la linterna del móvil un libro que tenía encima de las rodillas.
—¿Estás viendo porno? —dijo, levantado levemente una ceja.
—¿Porno?
—Sí, porno. ¿Qué tienes entre las piernas, si se puede saber?
—Nada.
Volví a insistir en mi estupidez.
—¿Cómo que nada si lo estoy viendo? Y el móvil, ¿qué miras en el móvil? ¿Y a estas horas?
Me encogí un poco de hombros, no tenía valor para volver a responder «nada», como si tuviera quince años o realmente estuviera haciendo «malo». Marisa estaba de pie frente a mí, en la oscuridad del salón, con los brazos cruzados bajo el pecho. Los ojos se le habían desachinado un poco y pude ver restos de rímel en ellos. Descruzó los brazos, resopló y con un gesto de la mano me indicó que le diera algo, no sé si refería al libro, al móvil o a las dos cosas.
—Marisa, ¿tú crees que tú y yo somos inmiscibles?
—¿Perdona?
—Que si crees que tú y yo somos inmiscibles.
—Tú estás tonto, Diego.
—Es que necesito saber si tú y yo nos podemos mezclar sin saturarnos o ya solo lo hacemos hasta una cierta proporción. O quién sabe, si a estas alturas igual hasta somos inmiscibles.
—A estas alturas yo lo que te daba era una torta.
—Insisto, Marisa, si consideras que ahora somos inmiscibles, prefiero saberlo cuanto antes.
—Tú estás muy raro, Diego. ¿Qué tal el dentista?
—¿El dentista? —A mí lo que me parecía raro era que Marisa me preguntara por el dentista cuando teníamos que aclarar algo tan importante para nosotros.
—Sí, ¿no será que te ha afectado la anestesia?
Marisa, por el motivo que fuera, permanecía en la misma postura, como si le diera miedo sentarse a mi lado, o como si se creyera que estaba en un sueño. Yo la miraba desde el sofá, con el móvil en la mano y el libro entre las piernas.
—Yo quiero seguir mezclándome muchos años contigo. Sin saturarme nunca, como el alcohol y el agua —dije con la voz entrecortada.
Entonces, Marisa dio un paso y me puso la mano en la frente. Luego, se inclinó un poco para olerme el aliento. Cuando comprobó que no tenía fiebre ni estaba borracho se dio la vuelta y salió del salón sin decir nada. Y yo me quedé ahí, durante toda la noche, pensando en la carroza y en la miscibilidad o inmiscibilidad de esa noche de marzo.

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