Las cotillas somos una especie de enfermas, hay cosas que no podemos remediar. A mí no me va ir por ahí chismorreando; lo mío es la mirilla. Paso mucho tiempo subida a mi pequeño taburete de madera porque las mirrillas no están hechas para la gente pequeña; lo que pasa es que cada vez aguanto menos de pie, cosas de la edad, y me resisto a dar rienda suelta a mi naturaleza chismosa por otras vías. No me gusta cotorrear, sino ver y escuchar. Y no será por falta de gente. El edificio donde está mi apartamento parece un hotel: largos pasillos llenos de puertas, porque, no nos engañemos, algunos pisos tienen un pase, pero los apartamentos como el mío son como ratoneras.
Algunos días, cuando las piernas no resisten tanto tiempo encima del minúsculo taburete, me siento en el suelo sobre un cojín, con la espalda pegada a la puerta, y paso las horas escuchando. A veces cazo alguna conversación, otras, solo algún sonido; cualquiera de los dos me recompensa.
Mi «hobbie» es un secreto porque vivo sola y no se lo he contado nunca a nadie. Mis hijos insisten en comprarme un perro pequeño o un gato, yo siempre les contesto que las telenovelas me entretienen mucho. Cero mirilla. Cero taburete. Cero cotilleo.
El lunes suele ser un día flojo. Los vecinos caminan por el pasillo silenciosos, abatidos, y lo único que se oye a primera hora son las protestas de los niños de las puertas B y F y los gritos de sus padres cuando los llevan al colegio. Luego, todo en calma hasta el mediodía.
Pero aquel lunes fue diferente. A eso de la una y media, un rato antes de comer, mis oídos captaron una voz inusual. Retiré la olla del fuego y fui rápidamente a la puerta. Me subí al taburete y vi al raro de la puerta C hablando con un hombre.
El señor C, como digo, es muy extraño, siempre lo observo con especial detenimiento y casi todos sus gestos me resultan sospechosos. Va siempre vestido de color beis, salvo los zapatos, que son de un marrón muy triste, tipo barro. Nunca he visto a nadie con semejante pinta, que no se sabe si es un hippie o uno de una secta o alguien que pretende resultar elegante o distinguido; luego está lo de ese ruidito que desde hace tres años sale de su puerta. No es lo suficientemente alto como para protestar ni lo suficientemente largo como para que llegue a molestar. Durante todo este tiempo he pensado de todo: que es un aparato de hacer ejercicio, que es una máquina de coser, que es algo raro que él hace en la cama…
Para rematar, casi lo que más me espanta del señor C es el olor. No que huela mal o demasiado bien o que de su casa se escape un tufo a coliflor, por ejemplo; simplemente, el señor C y su apartamento no huelen a nada. Cada casa tiene su olor, eso está más claro que el agua. A mí, por ejemplo, me gusta mucho cocinar al ajillo y limpiar los muebles con Pronto. Esos dos olores se podría decir que son los que me caracterizan. Que el señor C y su apartamento no huelan a nada siempre me ha parecido anómalo y extravagante. Como él, claro está.
Nunca he cruzado palabra con mi vecino porque él es de no saludar y yo de poca interacción social. Lo primero que me chocó de ese encuentro en los apartamentos de enfrente fue la voz del señor C. Una voz metálica y fría que no pegaba nada con ese pantalón y esa camisa beis y que, en general, no pegaba nada con él.
La voz de corneta saludaba al otro hombre y lo invitaba a ver el apartamento B, el de al lado de su casa, que, según deduje enseguida, el señor C iba a poner en alquiler. El otro hombre vestía con un chándal de tactel en color gris con rayas rojas y verdes en la parte inferior y unos mocasines baratos de color marrón, que, salvo por la calidad, eran muy parecidos a los que usaba el señor C.
El hombre del chándal tenía una voz robusta, una voz como de árbol.
—Antes de entrar, quiero preguntarle si en la terraza se pueden hacer barbacoas. Es lo más importante para mi mujer y para mí. Nos encantan las barbacoas —dijo con énfasis.
—Ya sabe usted que no se pueden hacer barbacoas, está prohibido por ley —contestó la voz de corneta—, pero la terraza es majísima y podrán disfrutar mucho allí.
«¿Majísima?», me pregunté. Aquel señor C era realmente insólito. Eran demasiados estímulos para mí: escuchar por primera vez su voz, verlo interactuar con otra persona, enterarme de que el apartamento de al lado era suyo y estaba en alquiler, y aquel otro hombre del chándal, que parecía sacado de un programa antiguo de televisión…
—No se moleste. Si no se pueden hacer barbacoas no hay nada que hacer; a no ser que usted haga la vista gorda…
—Ni hablar, ni hablar. No siga por ahí, por favor, pero pase y vea el apartamento ya que está aquí. Es muy apañado.
Descubrí que el señor C decía cosas así, como «majísimo» y «apañado». El aspirante a inquilino avanzó a regañadientes y, con el chándal crujiente, entró en el apartamento. El señor C había dejado la puerta entreabierta y durante los dos minutos que debieron de estar dentro pude ver una parte de la entrada y un sofá de color beis, claro.
Se despidieron sin darse la mano y el señor C regresó a su apartamento inodoro. Continué con el ojo pegado a la mirilla y enseguida empezaron los ruiditos.
Al día siguiente, sobre la misma hora, se produjo un nuevo encuentro. El señor C no se había cambiado de ropa (o quizá tenía varios juegos de los mismos pantalones y las mismas camisas) y el nuevo aspirante a inquilino lucía un pelo y un bigote del color de las pastillas Starlux. Llevaba un pantalón ancho de pana de color burdeos y un jersey de cuello alto gris. Parecía elegante, a su manera, y, al mismo tiempo, algo teatral. Yo no tengo estudios, pero sí mucho instinto.
La escena era más o menos la misma. Lo dos estaban entre la puerta del señor C y la puerta del apartamento que alquilaba.
El señor C no parecía tan animado como el día anterior y su voz metálica había transmutado.
—Adelante, pase y tómese el tiempo que quiera —dijo con voz de trompeta.
—Antes de entrar voy a hacer unas respiraciones para ver qué energía me transmite el piso —dijo el hombre Starlux.
El señor C no halló una respuesta adecuada y permaneció en silencio. El hombre pana cerró los ojos, abrió los brazos e hizo unas cuantas respiraciones algo exageradas.
—Bien, adelante. Entremos, quiero ver también el fengshui. Es lo más importante para mi mujer y para mí. Nos encantan el fengshui.
Casi me caigo del taburete cuando me apercibí (a pesar del pelo y el bigote) de que el hombre Starlux era el mismo del chándal de tactel. Pegué aún más la cara a la puerta y dudé si salir y alertar al señor C. Pero el señor C me caía gordo y, por otra parte, ¿quién era yo para decir nada? Podía estar confundida, además…
Se despidieron sin darse la mano y el señor C regresó a su apartamento inodoro. Enseguida empezaron los ruiditos.
El miércoles ya no me pilló desprevenida. Salí pronto a la compra, hice la comida con tiempo y antes de la una ya estaba preparada junto a la mirilla para lo viniera.
El señor C seguía con la misma ropa. Sí, era la misma. El pantalón estaba arrugado y la camisa deslucida. El señor C, además, parecía abatido, desanimado, deprimido. El visitante vestía un traje a rayas diplomático que le quedaba un poco grande y emitía unos brillos que delataban su antigüedad y su uso. La corbata no estaba mal, pero yo no podía apartar los ojos de sus zapatos negros y puntiguados. Estaba claro que el aspirante a inquilino era un gánster, esa era su verdadera naturaleza. Ya he dicho que yo tengo mucho olfato para esas cosas.
—Bienvenido, espero que le guste el apartamento —dijo el señor C haciendo un esfuerzo. La voz se le había adelgazado en las últimas horas y sonaba como una campanilla.
—Gracias, pero antes de entrar, ¿le importa que le pregunte por la conexión a internet? Es lo más importante para mi mujer y para mí. Nos encantan que haya buena conexión, ¿comprende?
El señor C no comprendía nada, a tenor de la cara que puso, pero yo sí comprendí inmediatamente. Tenía que hablar con mi vecino, alertarlo; debía esperar a que el mafioso se marchara para llamar a su puerta y decirle todo lo que sabía, ponerlo en aviso, y, de paso, ver su casa, comprobar que realmente no olía nada, descubrir de dónde procedía ese ruidito, averiguar a qué se dedicaba, de qué color eran sus muebles, buscar alguna fotografía. De pronto, quería saberlo todo de él y quería hacerlo inmediatamente. No sé si fue por la emoción o los nervios, pero estornudé varias veces seguidas y me di dos cabezazos contra la puerta. Estuve a punto de caerme del taburete.
Cuando me estabilicé y volví a observar por la mirilla enseguida me percaté de dos cosas.
Una era el silencio que se había hecho en el descansillo. Ni corneta, nis trompetas, ni campanillas… Ni chándal de tactel, ni pana, ni zapatos de gángster.
Solo cuatro ojos muy abiertos que me miraban, que traspasaban la puerta y casi me tocaban. Cuatro ojos que me taladraban, amenazantes, cuatro ojos como cuatro lobos.
Muy bueno, como toda tu prosa.