Dicen que las prisas no son buenas, pero yo me paso la vida corriendo. Desde que me levanto hasta que me acuesto, no paro de correr.
Me despierto acelerado, como si ese proceso de pasar del sueño a la vigilia fuera algo mecánico y programado. No hay cabida a la duermevela, al lento volver del mundo de los sueños al mundo real, donde hay que hacer cosas. Muchas cosas. Hay que ducharse. Hay que vestirse. Hay que desayunar. Hay que lavarse los dientes… y así continuamente hasta que llega de nuevo la noche.
Y ahí también hay que hacer. Hay que hacer por dormirse: entonces leo, leo mucho, intenso y aburrido hasta conseguirlo. Cuando lo logro, mi actividad continúa: sueño, preparo situaciones absurdas, las vivo, sufro, me peleo, a veces corro, me elevo y me caigo… Otras quiero volar y no puedo, y a veces, incluso, hablo con otro que es como yo, pero no soy yo.
Cuando eso sucede, me despierto de inmediato, sudando y con el corazón acelerado. Me paso el día corriendo y haciendo cosas precisamente para que no aparezca ese otro yo que, muy hábilmente, consigue en ocasiones colarse en mi vida, mi vida real, esa que con tanto ahínco fabrico cada día y que, no es por vanagloriarme, tan buenos resultados me da. Yo hago cosas y estas cosas tienen un resultado predecible. Ocurre que a veces fallan un poco. Y es justo esas pequeñas grietas, esos resquicios, los que aprovecha mi otro yo para hacer acto de presencia.
Pero como ya lo conozco desde hace tiempo, sé perfectamente cómo manejarlo. En cuanto aparece o asoma su voz meliflua y absurda me pongo a hacer. Da igual lo que sea: cocinar, cantar, ordenar papeles, hacer la lista de la compra, contestar mensajes de teléfono, pasar la aspiradora, ver un documental, y así casi infinitamente.
Lo que mejor funciona, tengo que reconocerlo, es la tele y el periódico. Coges un diario, el que sea, y te sumerges en esa plácida lectura, donde todo es reconocible y constante. Cambian un poco los nombres, sí, pero los elementos permanecen, y da mucha tranquilidad pensar que todo sigue igual y como debe estar. Políticos, empresarios, sucesos. Ahí están. Como también están mis reacciones, tan familiares y placenteras: unas veces me irrito, otras despotrico, en ocasiones me resigno, resoplo y digo cosas como: «Cómo está el mundo».
Y de repente, magia, la voz se ha callado y yo me siento a gusto, en paz.
Lo malo es cuando me pilla por sorpresa, en un ataque inesperado ante el que no me da tiempo a reaccionar. Suele ocurrir, como ya he comentado, durante la noche. La voz aprovecha esas horas para entrar sin mi permiso y hablar. Es un poco pedante, y no sé si me irrita más que aparezca o que hable como habla. Mi otro yo dice:
—Descansa, es el momento.
O susurra:
—Pronto aparecerá una piedra.
Incluso:
—No temas, la vida te está escuchando.
No sé qué cojones quiere decir, la verdad. Y esa mirada que pone, como de hombre bueno y al tiempo un poco soberbio, acompañada de una media sonrisa entre amistosa e irónica que me pone los pelos de punta y hace que me despierte jadeando y cabreado.
Tras unos instantes de desconcierto, en los que permanezco en la cama con la respiración acelerada y los ojos demasiado abiertos, vuelvo en mí y me centro. Y me pongo a hacer. Me levanto, voy al baño, evito mirarme en el espejo, hago pis, me lavo las manos, voy al salón, bebo un vaso de agua, miro la hora, y, en función de eso, o me ducho y empiezo mi rutina de actividades seguras y gratas o, si es demasiado pronto, leo o preparo algún informe para el trabajo hasta que el sueño me vence de nuevo casi cuando es la hora de que suene el despertador.
Levantarme así, agotado y de mal humor, tiene un efecto secundario que es peor que el anterior: otra voz, otro doble, otro yo mismo, se pone a hablar, se dirige a mí y asegura:
—Tío, cómo lo permites, eres un calzonazos.
O
—Tanto hacer para nada, qué capullo eres.
Y cosas por el estilo.
Este efecto secundario se manifiesta de varias maneras. A veces me rindo, me siento tan cansado que me dejo caer en la taza del váter y con la cabeza entre las manos digo, mirando hacia el suelo:
—Vale, tíos, como digáis.
Lo que resulta realmente absurdo, porque uno dice una cosa y otro la contraria, más lo que digo yo ya son tres voces. ¿A quién le estoy hablando? Sucede, en esos momentos, que me entra la risa. Tanta que me tengo que sujetar la tripa. Me doy palmetazos en el muslo, dejo que las lágrimas resbalen por mi cara y exclamo frases como:
—Ay, qué bueno.
Como si acabara de oír un monólogo de esos en los que te partes de risa. Cuando esto no sucede, rompo un espejo, tiro la esfuma de afeitar al suelo, doy un puñetazo en la mampara de la ducha, destrozo unos calzoncillos y digo:
—Iros a la puta mierda, cabrones.
Luego suelo llorar, pero no de risa. Me doy palmetazos en el muslo, dejo que lágrimas resbalen por mi cara y exclamo frases como:
—Qué mierda, joder.
Seguidamente, me pongo a hacer y las cosas se van calmando, volviendo a su cauce. Y parece como si no hubiera pasado nada. Me ayuda resolver crucigramas y, si las cosas se empiezan a poner realmente feas, unos sudokus extremos con los que el tiempo pasa hasta que, cansado, me hago unos espaguetis o veo un partido de baloncesto o me engancho a una serie que tenga muchas temporadas. No entiendo cómo hay gente que se aburre cuando el mundo está lleno de cosas por hacer.
Hay días en los que tengo que adoptar medidas extremas. Son esos días en los que voy acumulando cansancio de tanto hacer para evitar a mis otros yoes. La semana pasada, por ejemplo, me entregué a las valerianas. En el envase aconsejaban tomarse una a media tarde y otra una hora antes de dormir, pero como me sentía especialmente nervioso y vulnerable me tomé dos a media tarde, dos una hora antes de dormir y otras dos justo cuando me iba a acostar.
Me encontraba de lo más relajado y me reproché no haberlas utilizado antes, quizás de esa manera hubiera evitado tanta charla nocturna con mis otros yoes. En ese momento me sentía a gusto, pesado; no me hizo falta ni leer. Con la cabeza plácidamente apoyada en una almohada que me parecía hecha de algodón me fui sumergiendo en un sueño cálido y reconfortante donde lo mejor de todo es que no había nada. No había sueños, no había escenas, no había escenarios. No había voces.
Permanecí ahí, flotando en una atmósfera al mismo tiempo ligera y densa, hasta que, a lo lejos, empecé a oír un susurro. Desde mi nivel de máximo relax y atontamiento imaginé que era el discurrir de un río o el sonido de los pájaros al volar. Quizás el viento atravesando las hojas de los árboles o, por qué no, el canto de unas sirenas en el mar.
Pero lo que oí fue:
—Estás en casa. Estás a salvo. —Y esa mirada de superioridad acompañada de la sonrisita condescendiente de mi yo santo.
—No, por favor —supliqué—. ¿Por qué siempre tienes que joderlo todo?
No pude seguir hablando porque otra voz me interrumpió con fuerza:
—Venga, por favor, un poco más de melodrama. Tú, el dormido, deja de mariconear y despiértate; y tú, el santurrón, deja de decir chorradas, que te estás poniendo muy pesado últimamente.
—Por favor, parad, os lo ruego —dije con voz lastimera.
—«Os lo ruego, os lo ruego…». Menudo calzonazos —rugió mi yo macarra.
—Tengamos un poco de paz, seguro que si hablamos tranquilamente podemos llegar a entendernos —señaló mi yo santo.
—No puedo con el puto mesías, me dan ganas de reventarte la cabeza.
—Chicos, por favor, no puedo más —susurré sin apenas fuerzas.
De pronto, se hizo un silencio y respiré aliviado. Quizás me había despertado y la pesadilla había dado fin. Seguía con los ojos cerrados sin atreverme a mover ni un solo músculo. No quería delatarme. Pero después de esos segundos, una nueva voz dijo:
—Tranquilos, ya veo cuál es el problema. Aquí hay voces discordantes que provienen de una misma mente enferma y cansada. Pero la solución es fácil: iniciamos una terapia intensiva y en dos o tres meses esto queda resuelto y sanado —dijo mi yo terapeuta.
—¿Sanado? Pero ¿quién es este pedazo de gilipollas? ¿Qué mierda dices, tío? —bramó mi yo macarra.
—A mí me parece buena idea, quizás podamos reunirnos dos o tres noches a la semana. La verdad está cerca, no hay que huir de los problemas, son trampolines para alcanzar la sabiduría —señaló mi yo santo.
—Te mato, yo te mato, mamón.
Mi yo macarra estaba a punto de saltar sobre mi yo santo cuando intervino mi yo terapeuta.
—Pues debo darle la razón, los problemas están ahí para mostrarnos nuestra parte oscura y convertirla en luminosa.
—Por favor, por favor —seguía suplicando yo, extenuado.
—Calla, calzonazos, que me estás poniendo más nervioso todavía. —Justo cuando mi yo macarra sacaba una navaja para lanzarse sobre mi yo santo y mi yo terapeuta, me desperté.
Estaba completamente mojado, tenía la cara ardiendo, los ojos vidriosos y los músculos como si a quien realmente hubiera dado una paliza fuera a mí. No sé ni cómo logré quitarme de encima el edredón y poner los pies en el suelo. Con la mirada turbia y sin fuerzas, llegué hasta el baño y, sin mirarme en el espejo por miedo a haberme convertido en mi yo santo, mi yo macarra o mi yo terapeuta, cogí las valerianas, el origen de todo aquel mal, y las tiré por el váter. Me quedé ahí, de pie, mirando hipnotizado cómo el agua se tragaba esas malditas píldoras que habían creado toda aquella locura. Algunas se quedaron flotando, así que con las escasas fuerzas que me quedaban tiré de nuevo de la cadena.
Luego me dejé caer en el suelo frío del baño y, medio inconsciente, me quedé ahí hasta que, a lo lejos, como si viniera de otro mundo, empecé a oír un sonido. Me tapé los oídos con las manos al tiempo que encogía las piernas. Si aquellos tres volvían, quizás con alguno más, no podría soportarlo. Así que apreté más fuerte los brazos y me encogí más todavía pegado a la pared del baño, pero el sonido seguía sonando, tozudo. Darme cuenta de que era el despertador me pareció como las campanas que anuncian el final de una guerra. Por fin, por fin estaba despierto, era de día y estaba solo. Solo.
Como pude, me levanté, me quité el pijama y me metí en la ducha, primero con agua muy caliente y después con agua muy fría. Necesitaba volver en mí cuanto antes para poder empezar a hacer cosas y volver a mi realidad. Me salté algunos pasos y me fui, en albornoz, directo a desayunar. Me sentía exhausto y necesitaba comer algo para poder seguir haciendo cosas. No tenía fuerzas para ir a trabajar, pero comprendí que era lo mejor para mí.
Conseguí superar ese día, y también el día siguiente y el siguiente. Me atiborré de hacer tantas cosas que mis otros yoes no volvieron a aparecer. No sé si porque no tenían espacio o porque me daban por perdido.
Da igual. Desde entonces, con más ahínco que nunca, yo hago y hago, y en ese hacer todo está bien. El tiempo está para ser ocupado y las tareas para ser resueltas. En su orden perfecto. Y todo ha vuelto a la normalidad.
Me levanto, hago pis, me ducho, me visto, desayuno, me lavo los dientes. En el trabajo continúan los mismos problemas, la casa sigue vacía, la ropa sucia se acumula en el cesto, la nevera tiene algunos limones secos, y la tele y el periódico están ahí, esperando que me conecte con esa realidad que reafirma mi propia realidad.
Porque, digan lo que digan, realidad no hay más que una.
¡Muy bueno! Qué mundo tan frenético desde luego.
Sí, todos tenemos cierto «frenetismo mental»… muchas voces que hablan (y a veces a la vez), je, je
Buaaa, casi me ahogo leyéndolo. ¡Qué barbaridad y qué verdad! Muy bueno.
Me voy a leer la prensa o a ver la tele a ver si me distraigo un poco 😉
Amiga, pero ¿cómo que casi te ahogas? Espero que fuera de risa… Al menos a mí me hizo mucha gracia mientras lo escribía.
Bueno, pues mi comentario esta vez es especial para Ruli: Este tío de este relato es un verdadero artista. Dicen que en la India manejan un concepto, lila en sánscrito, que quiere decir vida y juego a la vez. Es decir, que si la vida es un juego también puede ser una ficción o un simulacro, quién sabe!
Si cada persona tenemos un mundo ilusorio propio lleno de estados plurales, pues no está de más la famosa sentencia del dios Hermes «…hay muchos mundos posibles, pero todos están en este…» o la última frase del relato: «… digan lo que digan, realidad no hay más que una.» A lo que yo añado: «… pero una para cada uno.»
Brillante, María. El relato es un juego y un divertimento. Realidad solo es una. Es lo que es en ese momento. Interpretaciones y sueños muchos. Y para cada uno diferentes. Mucho teatro y muchos actores (dentro y fuera de uno mismo) para un solo guion.