Voy a la mesa del salón y reviso, una vez más, que todo está en orden. Es así, por supuesto, está ahí preparado desde hace dos días. No obstante, paseo la mirada de nuevo, esta vez para solazarme en cada objeto, en cada detalle. Está el bolso gris brillante cuyo cierre está adornado un pequeño lazo negro de raso. Es un bolso de fiesta, pequeño y elegante, con una cadena negra y fina para colgarlo sin que pese, sin que se note.
También están los zapatos metidos en la caja. Retiro la tapa y aspiro el olor a nuevo. Son unos zapatos negros de estilo salón, clásicos, pero con un tacón que hace años que no llevo. Debería habérmelos puesto para salir a la calle un par de veces, pero no he querido, a riesgo de que mañana me hagan daño. Pero no me importa. Quiero que estén sin estrenar. Nuevos. Con olor a nuevo. Con aspecto de nuevo. Me los he puesto dos o tres veces estos días en casa y me he paseado con ellos y el bolso por el salón y el pasillo hasta llegar al fondo, donde está el espejo de cuerpo entero. Me he mirado de arriba a abajo y me ha gustado verme y no reconocerme del todo. Los tacones me dan un aspecto diferente, como si me quitaran peso o aligeraran las piernas.
No tengo mucha destreza caminando con ellos, pero eso también me gusta porque me acuerdo de cuando era joven y me compré mis primeros zapatos de tacón. Eran granates y de charol y tenían un tacón fino acabado en una tapa metálica que resonaba con fuerza con cada paso y me hacían sentir mayor, orgullosa, femenina, con cierto poder. Estos no suenan tanto, pero algo dentro de mí se mueve cada vez que camino con ellos.
En la mesa también está el conjunto de lencería color salmón con sus puntillas y los pendientes. Son negros, ovalados y rodeados por un pequeño filo de plata. A su lado está un brazalete de plata que hace como ondas y me recuerda a la arena del desierto. Y el frasco de perfume. No suelo usar mucho, porque no lo puedo comprar casi nunca y porque no tengo demasiadas ocasiones para salir y arreglarme. Del armario cuelga el pantalón de raso negro y la blusa blanca, tan fina y liviana que parece aire. Tiene unos puños largos, algo exagerados, que se cierran con unos botones brillantes que atrapan mi mirada cada vez que los veo.
Todo, o casi todo, me lo ha dejado ella. Ella es Nati, mi amiga, mi salvadora. Ella es la que me ha prestado los pendientes, el brazalete, la blusa y un anillo que no me voy a atrever a poner porque me parece demasiado grande. A ella le queda bien. A ella todo le queda bien. Tiene estilo, tiene gracia. Nati también me ha dejado cincuenta euros. Con eso y un par de encargos que le han salido a Julián este mes hemos comprado su traje y su camisa, mi pantalón y los zapatos. Nati y yo no usamos la misma talla de abajo, y eso, que al principio me pareció un problema, se acabó convirtiendo en una pequeña locura, porque hemos tenido que ir a dos o tres mercadillos para encontrar todo lo que nos hacía falta. Nati es una experta en mercadillos y como lleva tanto años yendo a ellos hay varias señoras que le guardan chollos. A veces son unos abrigos muy largos, de pelo, por veinte euros, o un vestido de fiesta por diez, cosas así. Claro, que las cosas que se pone ella no se las puede poner cualquiera.
Vuelvo a cerrar la tapa de la caja de zapatos, paso la mano por la tela de los pantalones, que parece que se estremecen con el tacto, y apago la luz. Entro en nuestra habitación y veo que Julián ya está en la cama. Dice que ando nerviosa, que llevo unos días que parezco una chiquilla, que no es para tanto, que soy una exagerada, pero cuando entro en el cuarto, le sorprendo mirando su traje nuevo, su camisa nueva, sus zapatos nuevos. No le quiere dar importancia. No quiere reconocer que él también está un poco nervioso, ilusionado; es la primera vez, desde el despido, que veo que le brillan un poco los ojos, así que hago como que no me doy cuenta y me meto también yo en la cama.
Mañana por la mañana trabajo. Mis compañeros y compañeras llevan días armando jaleo, diciendo tonterías, y yo me río porque me siento protagonista. Hace ya más de un mes que anunciaron los ganadores del concurso al mejor empleado en las diferentes tiendas de la cadena. No es la primera vez que los jefes hacen cosas así, pero nunca le hemos dado demasiada importancia porque, al fin y al cabo, solo valía para que pusieran una foto tuya con el uniforme en la entrada del supermercado. Sin embargo, esta vez era distinto, porque era la elección del mejor empleado por votación popular y venía con premio. Así que cuando me comunicaron que era la mejor empleada, según las encuestas entre clientes y empleados, me llevé una sorpresa. No tanto por que me eligieran (llevo diecisiete años trabajando allí y soy simpática, honrada y cumplidora), sino por el premio: una cena y una noche en el Parador.
Nosotros, que nunca, nunca hemos podido alojarnos en un hotel ahora, de pronto, nos vamos a un Parador, nada menos. Mis hijos me han enseñado fotos por internet, pero no he querido verlo con detalle. Quiero que todo me sorprenda, que se quede pegado en mis pupilas para que me dure muchos años, toda la vida.
En la cama, Julián acaricia mi mano y se duerme enseguida. A mí me cuesta más porque no paro de pensar en mañana, cuando, al salir del súper, venga a casa la hermana de mi amiga y compañera Marga para peinarme y maquillarme. Dice que no me va a cobrar nada, que a ella también le hace ilusión participar de todo esto. Imagino que Marga le dará algo, así que a mí también me apetece tener un detalle con ella y allí tumbada con los ojos cerrados pienso que le haré una fuente de pestiños. Sé que le encantan.
Después de una noche de sueño ligero interrumpido por imágenes raras y una pesadilla en la que no conseguía llamar a mi hija por el móvil, me despierto con mala cara. Estoy contenta, pero de repente me angustia que mi mal aspecto arruine el conjunto que Nati y yo hemos preparado con tanto esmero y tanta ilusión.
Sin embargo, el color me vuelve a las mejillas con las bromas que durante toda la mañana me gastan los compañeros. Dicen que haga muchas fotos y que se las mande, que grabe vídeos, que me fije bien en cómo van vestidos los de las otras tiendas, sobre todo, Carmen, que hasta hace unos meses trabajaba con nosotros y se fue echando pestes a otra tienda. Todos nos preguntamos cómo ha podido ser elegida mejor empleada, con ese mal humor, y además en tan pocos meses. No me gusta mucho hablar mal de la gente y no participo de los rumores acerca de Carmen, pero esta noche la miraré de arriba abajo, de eso no tengo ninguna duda.
La hermana de Marga me peina y me maquilla de tal manera que parece que he dormido doce horas seguidas. Me gusta ver cómo sus manos manejan con destreza el cepillo y el secador, y cuando me maquilla cierro los ojos para aspirar el olor de los cosméticos. Nati está con nosotras. Me ayuda a vestirme, a ponerme los pendientes y a colocarme el brazalete, también para eso hay que tener estilo. Y luego, va a la cocina y vuelve con una bolsa. Me la da y casi me pongo a llorar.
—Ni se te ocurra, Montse, que no estás acostumbrada y se te olvida que llevas rímel —dice con esa sonrisa que lo llena todo.
—Ay, Nati, pero es que tengo ganas…
—Te aguantas, boba.
De la bolsa saco un echarpe negro con filigranas bordadas y unos flecos pequeños y suaves. Parece japonés. O parece flamenco. No entiendo de estas cosas, pero es precioso. Abro mucho los ojos.
—Te he dicho que ni se te ocurra, ¿eh? Anda, ven que te lo apaño.
Y Nati me lo pone como ella pone todo. Con gracia. Con estilo.
—Si es que no me lo creo, Nati… Eres tan buena… y es tan bonito…
Estaba a punto de ponerme a llorar a pesar de sus advertencias cuando Julián entra en el salón. Los dos nos quedamos mirando. A los dos nos brillan los ojos. Los dos estamos sorprendidos.
—Joder, Montse, qué guapa estás, coño —se le escapa.
—Tú también, Julián. Estás muy guapo.
—Qué par de bobos estáis hechos —dice Nati, y esta vez es ella la que tiene los ojos húmedos.
—Vamos, que el autobús no espera —dice Julián para acabar con la escena.
—Pasáoslo tan bien que no os acordéis ni de mí ni de nadie —remata Nati antes de darme un suave beso en la mejilla para no estropearme el maquillaje.
La empresa ha puesto unos autobuses pequeños para llevarnos al Parador. Por el camino, todos hablamos muy alto y reíamos con ganas. Cuando llegamos ya ha oscurecido, pero eso hace que aún me impresione más la fachada del palacio, iluminada con unos focos que resaltan toda su belleza y toda su antigüedad. Julián lleva en la mano nuestra pequeña bolsa de viaje y yo camino con fuerza por encima de las alfombras mullidas y limpias que cubren el pasillo que lleva hasta las habitaciones. Huele muy bien y la calefacción está puesta, quizá demasiado alta, y eso crea un clima como de ensueño que marea un poco.
Nada más entrar en la habitación, los dos nos quedamos petrificados viendo la enorme cama con dosel, las alfombras, la pequeña mesa con dos butacas, el enorme baño con bañera y todos los botecitos ordenados.
—Mira, Julián, ¿no es alucinante? Nunca hemos estado en un hotel y mira, mira —le digo señalando con la mirada en todas direcciones—, es que no me lo creo.
Pero Julián no me responde. Julián se ha quitado la americana, la ha dejado encima de la butaca y me abraza.
—Ni se te ocurra besarme, que me destrozas el maquillaje y la cena es dentro de una hora y yo no sé arreglarme.
Julián sigue sin responder. Pasa sus manos por el echarpe, me lo quita, lo deja también en la butaca y retoma el abrazo. Luego baja sus manos por la tela de la blusa y de los pantalones.
—¡Qué suave! Llevo toda la semana pensando en esto…
Quiero responder algo, pero enseguida dice:
—Y ahora, viendo esa cama, no me resisto, Montse…
—Vale, pero cuidado con el maquillaje.
Yo también estoy encendida. Todo me resulta excitante. La ropa que llevamos, los zapatos de tacón, el brazalete de ondas de plata, el perfume, la enorme cama con dosel, las ventanas de madera, el calor de la habitación, las alfombras, la luz tenue de las lamparitas en forma de candelabro…
Julián me quita la ropa con cuidado.
—Nunca te he visto tan guapa como hoy…
—No seas bobo… ¿Me dejo los zapatos? —Julián me mira asombrado y sonríe. No sé ni cómo he dicho esto.
Nos dejamos caer en la enorme cama y disfrutamos como hacía tiempo. Creo incluso que hemos gritado y todo. Luego, cubiertos con la sábana limpia y planchada, nos miramos a los ojos y nos empezamos a reír.
—¿Qué guardarías en la caja fuerte? —pregunto.
—Ese conjunto que te acabo de quitar.
Me levanto para revisar cómo ha quedado mi pelo y el maquillaje después del rato de cama y compruebo que no han sufrido grandes desperfectos. No tengo mucho tiempo de disfrutar del baño ahora, así que me aseo un poco y me visto disfrutando de nuevo de ponerme la ropa nueva. Me echo un poco de perfume, me retoco los labios y el pelo y cuando Julián está preparado salimos de la habitación cogidos del brazo.
Llegamos al salón donde va a ser la cena. Es precioso y casi parece una boda. Están los jefes con sus parejas y hay muchos compañeros y compañeras. Saludo a los que conozco mientras miro todo con los ojos muy abiertos, no me quiero perder detalle de este regalo, de este sitio, de esta mesa con tantos cubiertos y tantos camareros.
Desde que hemos llegado estoy un poco aturdida, serán los nervios, así que me siento unos instantes en un rincón apartado, cerca de una enorme cortina de terciopelo verde y observo las enormes lámparas que cuelgan del techo. Son tan grandes y tan lujosas que podrían salir en una película de cine. Al bajar la cabeza, noto un pequeño mareo, así que cierro los ojos y muy despacio paso la mano por la gasa de la blusa y por el raso de los pantalones. Todo es suave, todo es perfecto. Tan insinuante como las ondas del brazalete que llevo puesto.
Luego me pongo de pie y avanzo hacia la mesa con mis zapatos nuevos. Me gusta que me hagan un poco de daño porque así me acuerdo todo el rato de que los estoy estrenando. También me gusta sentir los pies algo cansados porque así tengo presente, cada instante, que estoy subida en unos tacones que, desde hace mucho tiempo, me hacen sentir que todo es posible.