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Normal

Nunca me gustó ser una persona normal. Quiero decir, una persona del montón, de esas que estudian, trabajan, encuentran una pareja, se compran una casa, tienen hijos y se transforman en padres hasta que sus hijos los hacen abuelos. Me parece horroroso vivir según este esquema. Considero que estas personas alineadas, programadas, robotizadas. Encajando de forma perfecta en el molde exquisitamente preparado por la sociedad. Nunca me paro a pensar si alguno de estos individuos es feliz o se siente a gusto en este guion, porque yo soy una persona «especial».
Una incomprendida que no se acomoda, que huye de los lugares comunes. Ser la oveja negra es mi distintivo, mi seña de identidad, y eso me encanta, debo reconocerlo. Es verdad que a veces sufro, pero incluso este sufrimiento es bien recibido por mí, porque considero que forma parte de la vida de una persona sensible, diferente, especial. Igual os estáis preguntando de qué forma soy realmente especial.
Bien, yo soy especial porque lloro mucho y por todo. Lloro por las cosas que me pasan y no comprendo, pero también lloro por las cosas que les suceden a otros, independientemente de que estos comprendan o no por qué. Una persona especial debe tener mucha empatía y llorar por todo. Y así soy yo, hipersensible, capaz de meterme en cada piel, en cada historia, en cada vicisitud, imaginando el pesar, el miedo, la angustia de ese otro que, por ejemplo, acaba de ser dejado por su pareja. Y ahí entro yo. Suspiro y lamento. No hago nada efectivo, claro, las personas especiales sabemos cómo es el proceso de cada uno y nos limitamos a mirarlo desde cierta distancia y a compadecernos de su malestar porque nosotros somos capaces de eso, tenemos ese «don». Y cuando uno es empático se siente orgulloso y al mismo tiempo afligido.
Pero a las personas especiales no nos van las cosas normales, somos dramáticos y temperamentales, por eso no empatizamos tanto con las cosas «positivas». Es normal que la gente se alegre por algo bueno que le haya pasado, por eso es banal y no tiene mucho mérito, no hay que esforzarse mucho en ello. De ahí que despreciamos tanto alboroto y tanta muestra de alegría cuando alguien encuentra un trabajo de algo que le gusta, por ejemplo, o cuando una mujer se queda embarazada y de repente todo el entorno se vuelve eminentemente estúpido en torno a ese acontecimiento que no deja de ser, admitámoslo, otra etapa programada.
Esas cosas nos parecen vulgares. Pero voy a ser valiente y hablar en primera persona: me parecen vulgares. Como bailar zumba, hablar de tíos de pectorales apolíneos, irte un fin de semana a Cullera con las amigas o hartarte de tomar gintonics. El mundo está lleno de singularidades, de personalidades distintas e interesantes, de actividades excepcionales… y todos esos borregos ahí dando vueltas al mismo circuito. Así que yo, cuando alguien en el grupo de amigos (donde yo soy la más «especial» de todos) dice que ha encontrado novia, yo enseguida lo catalogo de vulgar. A él, por «caer» en la trampa de las relaciones y a ella, casi siempre, por ser una chica anodina y corriente. No es que yo esté en contra de tener pareja, ojo, pero esta pareja tiene que ser alguien singular. Un enamorado de la filosofía, un amante de la geometría sagrada, un especialista en cuevas, un experto en trenes antiguos, o cosas por el estilo. Esa gente sí merece la pena. Hacen algo distinto, son sensibles y su manera de mirar y entender el mundo está por encima de la media.
Cuando algunas parejas de mi entorno dan el salto y deciden irse a vivir juntos (casi nunca se casan, porque yo no tengo amigos que se casen) rápidamente me saltan las alarmas. Antes llega siempre la clásica fiesta de inauguración del piso. Un piso anodino decorado con cosas de Ikea, sin la más mínima personalidad. Con muchas fotos, eso sí, de la pareja feliz, lo cual me parece ya el colmo de la vulgaridad. Esa ostentación fácil y provocadora cuando hay temas más importantes de los que ocuparse en el mundo.
Así que yo suelo presentarme a la fiesta vestida de forma diferente. No es que sea gótica ni nada por el estilo, pero me gusta escarbar en las tiendas de segunda mano para encontrar ropa que no lleve nadie, al menos nadie de mi entorno. Así, por ejemplo, me pongo una falda de raso larga y estrecha de color naranja con una americana de hombre de tweed marrón con sus coderas y todo, y me adorno el pelo, negro y abundante, con unas plumas que me compro (para mi vergüenza) en el chino. Algunos ya no se extrañan de mi vestimenta, pero siempre hay alguien que se me queda mirando, y esa es la señal clara de que yo tengo razón. Las personas especiales somos necesarias para sacudir el aburrimiento de la sociedad, para zarandear a los normales y decirles: «Eh, hay más cosas en el mundo, pero no te preocupes que, como soy especial, te entiendo perfectamente, amigo, sé la frustración que estás sintiendo ahora al verme».
Claro, esto lo digo para mis adentros. Ya he comentado que las personas especiales sabemos respetar los sentimientos de los demás, así que me limito a lanzarle una mirada compasiva y seguidamente entrego a los anfitriones algo extravagante para decorar su nuevo «hogar». Cosas como un angelito de escayola, una lámina con una frase del tipo «Mi yo es idéntico al lugar de la realidad en que me encuentro» o un libro como el Palimpsesto de Arquímedes. No quiero decir con esto que yo entienda de todo y sea una persona especialmente cultivada (al fin y al cabo, estudié Periodismo para denunciar desde dentro del sistema todas estas banalidades y sacar a la palestra historias realmente interesantes), pero al menos tengo una actitud esforzada hacia lo nuevo, hacia lo desconocido, hacia lo difícil.
Otro de mis campos de batalla es, por ejemplo, la televisión. En cuanto alguien se pone a hablar de fútbol o de algún programa de entretenimiento, yo salto como un resorte. No lo puedo evitar. Acabamos discutiendo en torno a su poder alienante y me lanzan miradas de pena por no saber disfrutar de «la vida». En esos momentos, me enfado tanto que me digo a mí misma que no voy a volver a salir con ellos. Me encierro en mi habitación del piso compartido donde vivo y empiezo a estudiar estrategias para ver cómo puedo integrarme en algún grupo realmente original. Un grupo, por ejemplo, de radioaficionados o de beatbox, observadores de mariposas o coleccionistas de botones, qué sé yo. Me duermo pensando en mi nueva vida interesante, creativa, diferente, hasta que por la mañana me despierto pensando que no, que no puedo huir, que debo seguir cumpliendo mi función de despertadora de conciencias planas a pesar de mi soledad y de sentirme incomprendida en mi grupo.
Otro de los rasgos de las personas especiales es que nos gusta ir por los caminos difíciles porque los fáciles no tienen ningún sentido para nosotros. Como tenemos almas profundas, nos gusta adentrarnos por vericuetos, mostrarnos aguerridos, diferentes. No es que nos gusten especialmente estos caminos, pero es lo que hacemos porque así nos distinguimos de los demás. Incluso de los que son también especiales, como nosotros. Porque, a nuestra manera, siempre encontramos alguna forma de marcar nuestras diferencias, incluso entre nosotros.
Si un especial se encuentra con otro especial se entabla una suerte de batalla sutil para ver quién es más especial de los dos. A mí no me gusta pelear ni medirme con nadie, creo firmemente en mi propia singularidad, por eso, en el fondo, no estoy tan a disgusto rodeada de individuos más o menos normales. Desde mis padres, por ejemplo, a mis hermanos, compañeros de universidad y amigos. Todos ellos dan sentido a mis peculiaridades y yo siento que mi condición «especial» es útil entre ellos porque les abro la mente, acostumbrada a las mismas conversaciones, las mismas rutinas, y, aunque no lo admitirán nunca, sé que mi presencia los enriquece.
Es un poco fatigoso ser especial, eso también he de reconocerlo, porque constantemente me obliga a ir buscando el ángulo menos obvio. En las conversaciones sobre política, alimentación, viajes, estudios, o en cualquier otra, siempre tengo que aportar algo novedoso, que vaya a contracorriente. Es la única manera de que la masa se espabile y abra los ojos. Y crear polémica también implica un desgaste. Lo cierto es que a veces no me termino de creer las cosas que digo y desde aquí confieso que a veces me gustaría ser más normal. El poder de la medianidad es tan fuerte que a veces me atrapa y me veo degustando (casi disfrutando si la culpa me lo permitiera) de un café en Starbucks, ¡incluso una hamburguesa del McDonald’s! que termina sentándome mal porque, ciertamente, no me corresponde estar en esos sitios. De ahí que busque siempre rincones peculiares, que luego enseño con orgullo a mis amigos. No importa mucho si les gustan o no, es algo que tengo asumido.
Ser especial es así, estar tocado por la vara de la diferencia, y es una responsabilidad que nunca olvido. ¡Qué reconfortante es sentir que no encajo totalmente en ningún sitio! Sé que me queda mucho recorrido por delante, hay tanta rareza por el mundo que a veces no sé ni por dónde empezar y me abrumo, pero no decaigo, no puedo decaer porque si no ¿qué sentido tendría no encontrar sentido ni comprender que no me comprendo en absoluto?
Que a veces esté muy contenta porque me reconozco especial y a veces muy triste porque me siento incomprendida y tengo ideas muy profundas no hace sino apuntalar mi hipersensibilidad y no veo nada malo en ello, al revés, cualquiera no tiene la capacidad de fantasear con historias trágicas y melancólicas y perderse en ensoñaciones a veces turbulentas a veces románticas (entiéndase esto en el sentido clásico del Romanticismo) mientras otros disfrutan de comerse una croquetas con una cerveza como si les fuera la vida en ello.
Menos mal que puedo dar rienda suelta a las cosas que me preocupan o que simplemente se me pasan por la cabeza en mis diarios y en mis escritos. Es ahí donde vuelco todos mis tormentos, mis reflexiones profundas, lo hago así porque me doy cuenta de que mi entorno no está preparado para escucharlas y asumirlas, y tiende a aburrirse (yo diría que por pura incapacidad) cuando me da por hablar largo y tendido de mi mundo interior. Sinceramente, me parece que es perder el tiempo hablar sobre si bajan o suben las temperaturas, sobre las anécdotas «tan divertidas» de las últimas vacaciones o sobre lo bien que sienta hacer deporte.
Y así discurre mi vida, teniendo que aceptar, a veces, el sacrificio de hacer cosas normales como entrevistar al cantante de turno o ir a un crucero con toda mi familia para celebrar el aniversario de mis padres, porque sé que forman parte de la cruda realidad. No me puedo despistar mucho, ya digo, porque las tentaciones terrenales y banales son poderosas y sugestivas y en cuanto te descuidas, zas, te atrapan en su divertimento loco y enfermizo.
Menos mal que luego por la noche, en la soledad sagrada de mi cuarto, abro mi diario y escribo: «Universo, dame fuerzas para seguir manteniendo encendida la antorcha de la excepcionalidad, porque este mundo necesita que los mediocres sean espoleados». Entonces, me meto en la cama, suspiro largamente y dejo caer unas lágrimas. Pero, justo cuando me estoy durmiendo, un pensamiento traidor se rebela y me recuerda que esta tarde en el karaoke no he cantado tan mal Como una ola, después de todo. Ya os digo, somos gente compleja.

P.D. Dedicado a todas mis amigas sencillas y excepcionales. Vosotras sabéis quiénes sois. Os adoro y os quiero.

2 comentarios en «Normal»

  1. Genial. ¡Qué disfrute leerte! Como en todos tus relatos me veo y me sigo viendo una y otra vez y veo mi evolución mejor o peor y veo mi entorno. Y me lleva a tomar conciencia…. En este caso me gustaría citar a mi hija adolescente que suele decir «es que va todo el día de guay y eso cuesta mucho trabajo». No parece que desprecie a esa persona cuando lo dice pero constata la evidencia. Gracias de nuevo, Elena.

    1. Ja, ja, pues sí, a veces ser especial o guay da mucho trabajo. Desempeñar esos personajes que somos de vez en cuando te deja agotado. Así que poco a poco ir descubriendo la sencillez, la naturalidad, sin máscara ni maquillaje es una gran ventana de aire fresco. Gracias a ti, amiga.

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